Cortos de tinta: «Simulatio´´ (Capítulo 16)

Breve nota del autor: Este será, por el momento, mi último artículo en Hybrid. Las circunstancias actuales de mi vida me impiden combinar la publicación semanal de este blog con mis otras obligaciones. Sin embargo, el adiós solo será temporal ya que espero reincorporarme más adelante, cuando disponga de una mayor cantidad de tiempo.

Muchas gracias a aquellos que me habéis seguido en este viaje por la república de las letras. Sin vosotros, esto no habría sido lo mismo. Os dejo con un nuevo capítulo de mi última historia larga, «Simulatio´´, con la esperanza de que lo disfrutéis tanto como los anteriores, pues lo escribí para vosotros.

Capítulo 16: Almas perdidas

Cecilia encontró a Juan solo en su habitación. Fuera, bajo un cielo gris plomizo, la lluvia arreciaba. Las gotas se estrellaban contra el cristal de la ventana, produciendo una extraña pero hipnótica sinfonía.

Sentado en un borde de la cama, el joven miraba sin ver una habitación que de pronto parecía demasiado grande e impersonal. Alex, como el resto de los aparecidos, había sido llevado al antiguo faro el día anterior.

Lo que para Cecilia había sido una buena noticia porque implicaba librarse del ser que había dejado esposado al radiador, para el chico estaba siendo algo mucho más complejo y difícil de procesar. Sobre todo, en soledad.

Pero así había sido su vida. Se había acostumbrado a ser como una isla rodeada de mar.

-Voy a comer- dijo Cecilia tras tocar suavemente en la puerta de la habitación con los nudillos, y llamar así la atención del otro- ¿Quieres venir?

Momentos después, la lluvia seguía, golpeando las ventanas del comedor. El silencio que allí reinaba, convertido en la tónica habitual tras la marcha de los aparecidos, aumentaba la cercanía del sonido del mar embravecido.

El tiempo parecía estar cobrándose la tregua de los días anteriores, y Juan y Cecilia comían en silencio en un comedor medio vacío.

Aquello también se había convertido en la tónica habitual, pues desde la mañana anterior algunos durmientes se estaban negando a acudir a la bóveda para una nueva simulación cuando eran llamados.

Otros incluso se encerraban en sus habitaciones y se negaban a comer en señal de protesta, sabiendo que aquella rebeldía no implicaba un enfrentamiento directo con unas fuerzas de seguridad a las que se sabían inferiores.

La revuelta silenciosa, lo llamaban algunos.

El resto, los que no participaban en ella, se sentían invadidos por la extraña sensación de que todo acababa, de que aquel pequeño mundo llegaba a su fin. La breve visita de los aparecidos, el contacto de la carne y el hueso, había vuelto las ilusiones inútiles.

Sin su mayor propósito, aquel lugar perdía su razón de ser.

-¿Qué harás cuando vuelvas a casa?- preguntó de pronto Cecilia, pillando desprevenido a su acompañante. Aquello también era, a su manera, una alteración del orden. Normalmente, los durmientes no hablaban acerca del futuro.

Para ellos solo existían el presente y el pasado, intercalados en los dos planos de realidad que les ofrecía aquella isla. El futuro era algo tabú, una quimera.

Hasta entonces.

-No lo sé. Hoy hablé con mi madre por videoconferencia. Llevaba mucho sin hacerlo.

Juan no lo dijo en voz alta, pero cuando la vio aparecer en pantalla le costó reconocer su cara. Se dio cuenta en ese momento de hasta qué punto su mente se había alejado de la realidad. Incluso sintió miedo.

Su madre tampoco lo dijo, pero quería que volviese a casa. Pudo entreverlo en sus palabras y reacciones. Pero volver a casa implicaba muchas cosas, no solo un retorno físico. Y el chico no sabía si su mente también sería capaz de regresar.

Aunque no había pasado tanto tiempo desde su llegada a la isla, sentía que todo lo que estaba más allá de la línea del horizonte era tan difuso como la niebla que solía cubrir este.

-Creo que la vida me viene grande. Pasé años siendo lo que los demás querían que fuera. Ahora estoy solo, y no sé quién soy. Tal vez por eso vine aquí. A esconderme, a no tener que tomar decisiones. Es lo más fácil, a veces.

Sin embargo, y aunque no lo dijo, algo había cambiado desde hacía unos días.

Existía un pequeño lugar que empezaba a parecerle real. El que compartía con aquella desconocida a la que, por alguna razón, se sentía unido.

-¿Y tú?- le preguntó, reteniendo en su mente todos los detalles de aquel rostro que no quería ver difuminarse entre la niebla. El pelo azul, la ceja partida, aquellos ojos cautos, pero a la vez penetrantes que a veces, en sueños, se confundían con los de Alex.

Detuvo ahí el tren de sus pensamientos. Pensar en Alex, o más bien en la posibilidad de traicionarle, dolía. Sobre todo, cuando su imagen había vuelto a hacerse corpórea, y estaba solo a unos metros del complejo.

Pero Cecilia también estaba allí, y también era real. Más real de lo que llevaba tiempo sin sentir a nadie, incluido él mismo.

Cerró su mente. No quería seguir pensando.

-Muchas cosas- comenzó ella- Pero creo que me conformo con poder ver de vez en cuando a alguien. Como ahora. Tenerle sentado delante, mirarle a los ojos y pues no más platicar. Algo real. Ya no quiero seguir soñando.

Juan asintió, desplazando la mirada a un postre que su compañera había escogido, y que descansaba sobre un plato junto a una pequeña cuchara. Cubierto de harina, tenía la longitud de una mano y estaba relleno de dulce de leche.

-¿Quieres probarlo?- dijo Cecilia, siguiendo la dirección de su mirada- Es un guargüero.

-¿Un qué?

-Un postre peruano. Me encantan desde niña, y no lo pude creer cuando lo vi hoy aquí.

Cecilia cogió el postre con dos dedos y lo acercó a la boca de Juan. Cuando rozó sus labios, impregnándolos de dulce de leche y embriagándole con el olor a harina, una sensación extrañamente erótica recorrió su cuerpo.

-Ya pruébalo. Es chévere.

El chico le dio un pequeño mordisco, e inmediatamente una explosión de dulce tuvo lugar en su boca. Masticó despacio, y tragó, sintiéndose extrañamente reconfortado. Recordó unas palabras que escuchó decir una vez a su tía: la comida hace viajar.

Era cierto. Acababa de visitar una parte de sí mismo con la que hacía tiempo que no se encontraba. Una parte en la que quería quedarse.

-Está buenísimo- dijo, y Cecilia sonrió.

Por un momento, el chico volvió a estar en la cocina de su pequeño apartamento. Alex había hecho la comida y todo era delicioso. Sus expresiones al comer eran tan elocuentes que no necesitaba poner su agradecimiento en palabras para que él lo recibiera.

Había olvidado esos momentos, que por un fugaz instante volvieron a su memoria.

-Ya sabes que te gusta la comida peruana- dijo ella, colocando el postre de nuevo en el plato- ¿Has probado la mexicana?

-No, creo que no.

-Te gustaría. Pero lleva cuidado: es muy picante.

Juan tardó en responder. Pensó en aquellas comidas en el apartamento, y en cómo solían preceder al sexo. La comida y el erotismo como hilo conductor de dos momentos y dos rostros que se fundían en su memoria.

-La probaré.

-Cuando quieras. El restaurante está abierto.

El chico siguió comiendo en silencio. Mientras abría la garganta para probar la comida, sentía una creciente sensación de culpabilidad cerrarse sobre su pecho.

Cuando la lluvia amainó, salieron a pasear. No se alejaron demasiado, pues el cielo gris y la humedad que se respiraba en el ambiente eran pruebas suficientes de que aquello solo era una tregua temporal.

Lo que más recordaría Juan en días sucesivos de aquel paseo fue la necesidad de hablar. Era extraño. Su compañera era callada, y solo en ocasiones intervenía de forma fluida, pero parecía saber tocar las teclas necesarias para que sus acompañantes se abrieran.

Se preguntó si su dominio de la psicología masculina tenía algo que ver con su oficio anterior, pero enseguida apartó aquel pensamiento. Lo único que hacía era reforzar la extraña sensación de intimidad que se estaba creando entre ellos.

Aún no estaba seguro de estar cómodo con ello.

Sin embargo, habló. De sí mismo, de su pasado, de pequeños detalles. De él y de ella. De todo y de nada. Lo hizo hasta darse cuenta de que el sonido de su propia voz había llegado a parecerle extraño. Las palabras, tras mucho tiempo guardadas, encontraron la salida.

Por unos momentos, volvió a sentirse la mejor versión de sí mismo. Relajado, a salvo. Se dejó invadir por una calidez que no notaba desde que vivía en el apartamento con Alex. Cuando pensaba que nadie más que él sabía hacerle sentir así.

Cerró los ojos y apoyó la cabeza en el tronco del viejo árbol junto al que se habían sentado tras un largo paseo. No quería seguir pensando en eso.

Volvió a abrirlos cuando una gota de agua cayó de la rama que tenía encima y le mojó la cara. Era una sensación refrescante. Escuchó las olas del mar a lo lejos y dejó que aquel aire húmedo entrara en sus pulmones.

Se sentía mucho más vivo que aquella misma mañana.

-Será mejor que nos regresemos- dijo Cecilia, señalando un punto en el horizonte y apoyándose en su espalda para dirigir su mirada hacia lo que quería mostrarle- ¿Ves esas nubes allá?

Juan las vio. Negras, densas. Pero una sensación muy diferente le recorría. Cuando Cecilia se apoyó en su espalda, sintió sus pechos rozando levemente esta. Fue un contacto meditado y no agresivo, pero suficiente para hacerle notar que no llevaba sujetador.

-Pronto llegará a la isla- siguió diciendo, pero Juan se levantó y se alejó un poco de ella. Su mente iba en muchas direcciones, pero sobre todo intentaba calmar la erección que había empezado a sentir entre sus piernas.

De espaldas a ella, trató de calmarse sintiendo bajo sus pies la húmeda vegetación. Se habían quitado los zapatos cuando se sentaron junto al árbol, y de alguna forma la frescura del ambiente se abría paso desde las plantas de sus pies hasta sus mentes.

Cuando se sintió más calmado gracias a aquella sensación, escuchó a la chica hablar detrás suyo.

-¿Recuerdas lo que platicamos sobre las almas perdidas?- dijo, aún sentada junto al árbol, con la espalda apoyada contra el tronco. Ella no se había movido, y parecía mucho más calmada.

Juan asintió. Había sido una de las primeras conversaciones que habían intentado mantener, cuando aún existía una barrera invisible entre ambos.

-Me hizo recordar una foto que me sacó mi papá allá en México- siguió diciendo, y Juan no se atrevió a interrumpirla. La conocía ya lo suficiente para intuir que, cuando hablaba de una forma más fluida, era porque tenía algo importante que decir.

-Yo era muy chiquita. Salí borrosa porque me moví.

Mientras escuchaba en silencio, Juan pensó que llevaba mucho tiempo sin ver una foto de sí mismo. Se había acostumbrado a no tener objetos personales desde su llegada a la isla, salvo la ropa blanca y algunos objetos de aseo personal.

De alguna forma, su propio rostro también se había perdido entre la niebla.

-Recordé que en muchas otras fotos importantes de mi vida también salgo borrosa. O sin mirar a cámara. Mi papá me decía que era supersticiosa porque allá en México algunos creen que una foto te puede robar el alma.

Un trueno retumbó a lo lejos, confirmando la cercanía de una nueva tormenta. Aquel sonido, junto al color oscuro de un cielo preñado de lluvia, contribuyó al cariz extrañamente íntimo de aquel momento.

-Pero yo pienso que lo que me asustaba era mirar a cámara y mostrar que no había alma que robar. Que alguien descubriera el vacío que noto aquí, en el pecho, y que me acompaña desde chiquita. Un vacío que no se deja llenar.

De nuevo, Juan no respondió. Le hubiera gustado decirle que él se había sentido siempre de la misma manera, que había puesto en palabras lo que él no podía. Lo que ni siquiera en la época del apartamento con Alex dejó de notar.

Ahora, esa chica, poco más que una extraña, parecía estar más unida a él que ninguno de los rostros de su pasado. Se dio cuenta de que, aunque apenas se conocieran, eran muy parecidos. Dos náufragos en busca de una tabla de salvación.

Volvió la rara sensación de intimidad que no había llegado a sentir con nadie. Ni siquiera, y eso le dolía especialmente, con Alex.

-No sé dónde van las almas perdidas- siguió diciendo ella, ajena a sus pensamientos- Pero sé lo que son. Un alma perdida soy yo.

Antes de que Juan pudiese responder, un nuevo trueno, más cercano que el anterior, restalló como un látigo en el silencio del ambiente. Cecilia, sin alterarse, echó un vistazo al color cada vez más oscuro del cielo y empezó a ponerse los zapatos.

-¿Nos regresamos?- dijo, y el chico asintió, acercándose al árbol para ponerse él también los zapatos.

Volvieron al complejo en silencio, pero, como sucedía siempre con sus silencios, este no era vacío. Incluso en esos momentos la intimidad persistía, rellenando los huecos que las palabras no alcanzaban.

Juan se sentía extrañamente alerta. Su respiración se había acelerado ligeramente sin motivo alguno. Era más consciente de lo que le rodeaba, como si sus sentidos estuvieran más despiertos.

Todo, desde la humedad del ambiente hasta el sonido del mar, pasando por el roce de su mano con la de Cecilia ocasionalmente al caminar sin que a ninguno le incomodara, se sentía más cercano, como parte de sí mismo.

Sentía que algo estaba a punto de pasar. Trató de pensar en Alex, pero su imagen resultaba más imprecisa en su mente que la promesa de una nueva tormenta a punto de caer sobre la isla y arrasarla como una tromba.

En su interior, también algo estaba a punto de pasar.

Fue pasadas las doce de esa noche cuando llamó a la puerta de la habitación de la chica. Esperó unos instantes, pensando que tal vez ella dormiría ya.

Sin embargo, le abrió.

La tormenta que esa tarde había sido solo una promesa llevaba horas descargando sin piedad sobre la isla. Juan se quedó sentado en el borde de la cama de ella, observando la lluvia por la ventana y escuchando el relajante sonido de las gotas de agua.

Cecilia se sentó a su lado. Permanecieron un momento en silencio, con un espacio entre ellos. Finalmente, la chica lo cruzó y buscó con su mano la de él, encontrando sus dedos. Él los retiró, despacio y sin violencia.

Fue en el breve instante en que las manos se tocaron que pudo notar un ligero temblor en la de él.

-No sé qué hago aquí- dijo Juan, volviendo a sentir la punzada de culpa que aún helaba su ánimo. Ella le tocó el pelo con la mano, y descubrió que no solo su mano temblaba. Sin embargo, aquella sensación, la de ella pasándole suavemente la mano por el pelo, le relajaba.

Se dejó llevar.

Cecilia empezó a besarle el cuello. Primero de forma breve, un rápido destello de calidez sobre una piel fría que aún temblaba. Después, al ver que no había rechazo por su parte, comenzó a prolongar los contactos y a ponerles mayor intensidad.

Apagaron la luz.

Se desvistieron uno a cada lado de la cama, ella en el lado que daba a la ventana. Juan observó su silueta recortada contra esta, la luz del exterior dejando entrever las formas de su cuerpo. Le resultó una imagen muy erótica.

Cuando terminaron, se apretó junto a su cuerpo, aún temblando ligeramente. Sintió sus pechos, de abultada forma y generoso tamaño, rozándole juguetonamente el suyo. Su miembro, completamente erecto, rozó el pubis de ella, donde pudo notar algo de vello en la parte del centro.

En la oscuridad, se miraron a los ojos y sintieron que podían respirar sobre la piel del otro.

-¿Qué quieres de mí?- preguntó él, casi en un susurro. La chica le contestó en una frecuencia similar.

-Que estés. Que seas real. Para mí.

Sin añadir nada más, fundieron sus bocas y sus lenguas en un largo y húmedo contacto. El placer dentro de ellos se desbordó a la par que la tormenta, con las gotas de lluvia acompañando sus gemidos y el clímax coincidiendo con el cénit de esta.

Durante el acto, sus cuerpos se encontraron en una variedad de formas, algunas de ellas desconocidas para Juan, que se dejó llevar por la mayor experiencia de ella. La penetró por delante y por detrás, convertidos ambos en dos pieles acompasadas en un rítmico frenesí.

A petición de ella, se corrió sobre sus pechos después de que ella le masajeara el miembro erecto con estos durante los últimos coletazos, controlando su placer para asegurarse de que acababa cuando ella quería.

Logrado su objetivo, se corrió casi a la vez que su amante.

Aún retozaron juntos unos momentos más sobre la cama, besándose y saboreándose si penetración. Descubrieron algunas de las zonas erógenas del otro, y las lamieron para darse los últimos instantes de placer.

Fuera, la intensidad de la tormenta disminuía.

-¿Puedes quedarte hasta que acabe la tormenta?- preguntó ella mientras escuchaban abrazados el sonido de esta. El rostro de Juan estaba apoyado sobre uno de los pechos de ella. Observó el oscuro pezón y lo lamió y beso, recibiendo un leve gemido como respuesta.

-Hace mucho que nadie se queda conmigo después. Ya sabes. Extraño dormir con alguien.

-No me importa quedarme.

Cecilia volvió a acariciarle el pelo, prolongando esta segunda vez el contacto al ser consciente del efecto que le producía, y selló su agradecimiento con un breve lametón seguido de un largo beso en los labios del chico.

Fue en esos momentos, con el volcán de su cuerpo ya apagado, cuando Juan volvió a sentir la culpabilidad. Pensó en la fría piedra del faro abandonado, que tanto contrastaba con la temperatura de su piel, y en Alex dentro de esta siendo custodiado por los soldados.

Decidió no pensar más en ello, pero sabía que, igual que le ocurriría a la tierra de la isla al día siguiente tras sufrir el contacto de la lluvia, su cuerpo y parte de su alma habían quedado impregnados del olor de Cecilia.

Ya nada volvería a ser igual.

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