
Capítulo 14: El sueño de los hacedores
Todo estaba dispuesto.
El frío cuerpo sobre la camilla. Su dueño, uno de los muchos aparecidos en el complejo durante ese día. No sabían su nombre. No sabían nada salvo que era un chico joven, esbelto y rubio. Nada más importaba.
Cuando cayó la noche, lograron dormirlo con cloroformo y llevarlo hasta la improvisada sala de autopsias. Para cuando despertara la durmiente junto a la cuál había pasado todo aquel extraño día y de cuya cama lo arrancaron, ya habrían terminado su trabajo.
La sala escogida era la sala de los durmientes. La camilla, una de las que utilizaban para tumbar a estos durante las simulaciones. El médico que se disponía a llevar a cabo la operación ya había realizado otras similares en la península antes de ser trasladado allí.
Al otro lado del cristal, los responsables del centro observaban. A lo largo de aquel día no habían podido hacer otra cosa, sabiendo que cualquier intento de separar a los durmientes de los aparecidos podría desembocar en un conato de rebelión.
Así que habían esperado, y observado.
Fue Alejandro, el hombre enviado por el ministerio, quien propuso la idea. Pese a que a madre aún le resultaba difícil asumir que se inmiscuyera en su autoridad, no podía negar que su fría lógica poseía sentido.
Al fin y al cabo, era imposible separar la llegada de los aparecidos del extraño pitido que, durante unos instantes de esa mañana, había paralizado a toda la isla. Así que continuarían con el plan de autopsia, solo que con uno de los recién llegados sustituyendo a los hacedores.
Al otro lado del cristal de observación, a solas con el cuerpo inconsciente, el médico termino de ponerse unos guantes de plástico. La goma resonó, a modo de latigazo.
Tras secarse unas gotas de frío sudor con el antebrazo, atrajo hacia sí la mesita con ruedas sobre la que habían instalado el material quirúrgico. La tenue iluminación de la sala, de un blanco pálido, no hacía sino acentuar el carácter monstruoso de los instrumentos.
Sobre el pecho depilado del aparecido, que subía y bajaba de forma acompasada, habían dibujado una línea de puntos con un rotulador. El improvisado forense se centró en la paz que transmitía aquel cuerpo para olvidar que estaba a punto de abrir en canal a un ser humano.
O al menos, a algo que se esforzaba por parecerlo.
Agarró un escalpelo y penetró sin problemas con él en la línea marcada por el rotulador. Una gota de sangre se deslizó suavemente por aquel cuerpo pálido y duro, que parecía cincelado en mármol. No obstante, la hoja logró abrirlo mientras cortaba la carne con un silbido.
El aparecido abrió los ojos, y estos no eran humanos.
Su brillo violeta, parecido al de los hacedores, captó la mirada del forense el tiempo suficiente para quedarse atrapado en ellos. Miraban sin ver, una piscina de color violeta carente de pupilas tan aterradora como fascinante.
Para cuando los que observaban al otro lado del cristal pudieron procesar lo que estaban viendo y darse cuenta de lo que ocurría, ya era demasiado tarde. Corrieron hacia la sala, el eco de sus pasos perdiéndose inútilmente en los rincones de esta.
El improvisado forense acababa de cortarse el cuello con el escalpelo. La sangre de este se derramaba manchando suelo, zapatos y la verde bata.
-Creo que debemos plantearnos devolver al sujeto a la habitación de la durmiente- propuso madre horas después, ya bien entrada la madrugada- Si despierta sin él, tendremos que dar explicaciones.
-De momento se queda donde está- ordenó, tajante, Alejandro- No quiero más muertes inútiles.
Se habían reunido en el despacho de madre. El cuerpo del aparecido seguía donde se quedó, en la sala de los durmientes. Habían llevado el cadáver del médico a uno de los barcos patrulla, que a la mañana siguiente lo llevaría la península.
El impacto y el horros de lo que habían presenciado aún pesaban sobre ellos, pese a sus esfuerzos por pensar de manera lógica.
-Creo- comenzó a decir de nuevo Alejandro mientras apuraba los últimos restos del café que se había preparado- Que ya es imposible, a juicio de lo que hemos visto, separar a los aparecidos de los hacedores, y a estos de los suicidios. ¿Estamos de acuerdo?
-Esos son los hechos. Pero debe haber una explicación, hasta ahora se han comportado como seres racionales. Quizás se sintió amenazado.
-¿Y el guardia? Él no suponía ninguna amenaza.
Madre guardó silencio, incapaz de responder.
-Está bien. Supongamos, bueno, no, esa no es la palabra correcta. Sabemos que ellos son capaces de leer nuestra mente, e interpretar nuestros deseos. Bien, si eso es así, ¿qué nos impide hacer a nosotros lo mismo?
-Explíquese.
-Observe- Alejandro cogió una hoja de papel, y escribió algo en ella. Después, tras doblarla varias veces, la puso en la palma de su mano, mostrándosela a la doctora, y cerró el puño- En esta hoja está escrito lo que más deseo saber en este momento. ¿Qué es?
-Supongo que encontrar una respuesta a lo que está sucediendo.
-Así es. ¿Cómo lo ha averiguado?
-Era lo más lógico, debido a la situación.
-Exacto. Ha podido averiguarlo porque tenía información sobre el contexto, jugaba con ventaja. Si lo piensa, ellos hacen lo mismo. Al tener la habilidad de leer nuestras mentes, también tienen una información extra. Juegan con ventaja.
-Entiendo. Pero no sé a dónde quiere ir a parar.
-Suponga que esta vez somos nosotros los que hacemos trampa. Imagine que mi mano es mi mente, y que usted es uno de esos seres. ¿Qué haría?
-Intentar leerla.
-Bien. Ahora imagine que soy yo quien quiero averiguar algo de usted, y que bloqueo mi mente pensando solo en lo que quiero averiguar. Es decir, cuando usted entre en mi mente, solo verá aquello que yo deseo mostrarle. ¿Qué haría entonces?
-En ese caso, supongo que la simulación que seguiría tendría que ver con aquello que usted tiene en su cabeza.
-Así es, y si lo que tengo es solo lo que quiero saber, la simulación tiene que ser la respuesta a mi pregunta.
-Podría ser.
-Merece la pena intentarlo, ¿no cree?
-¿Esta noche?
-¿Cuándo si no? Ya han muerto dos personas. Necesitamos saber qué son exactamente esas cosas, y qué pretenden antes de que perdamos el control definitivamente.
-Tal vez.
-¿Cómo que tal vez? Esos chicos, los durmientes, también podrían estar en peligro. Nosotros podríamos estarlo.
-Sigo diciendo que tal vez hayan interpretado mal nuestras intenciones. Hemos convivido con ellos un tiempo, y no ha ocurrido nada hasta que intentamos atrapar a uno.
-¿Y el guardia?
-No tengo respuesta. Pero tampoco voy a poner a más miembros de mi equipo en peligro por una teoría que no sabemos seguro si dará resultado.
-Usted no van a arriesgarse. Entraré yo.
Madre le miró, bastante desencajada. Estaba acostumbrada a usar su mente racional y a adelantarse a las diferentes variables de cualquier situación. Pero esa no la había previsto.
-Tengo autorización del presidente para llegar hasta donde sea necesario con tal de encontrar respuestas- dijo Alejandro, adelantándose a las objeciones de la doctora- Y eso es lo que voy a hacer.
-Se olvida de algo. Este centro aún lo dirijo yo.
-No sola, doctora. Nunca lo ha dirigido sola. Parece que usted también olvida eso.
-Y parece que a usted le gusta recordármelo.
Madre hizo esfuerzos por contener su orgullo herido, y por no mostrar lo que de verdad le dolía de toda aquella conversación: estaban hablando de realizar lo que ella siempre había anhelado desde que se hizo cargo del experimento.
Entrar en la mente de los hacedores mediante un efecto espejo, y descubrir que veían ellos cuando los miraban. Aquello, que siempre había sonado tan hermoso y a la vez tan abstracto, por fin parecía posible.
Pero no era ella quien lo llevaría a cabo.
-No quiero crear antagonismos- volvió a la carga Alejandro, en un tono más conciliador- Pero tenemos que averiguar qué pasa en esta isla. ¿Está de acuerdo?
Sabiendo que la lógica, tantas veces su aliada, la dejaba arrinconada en aquella ocasión, madre asintió tragándose su orgullo con una mezcla de tristeza e impotencia. Se lamentó en silencio por no haber tenido una idea parecida.
Pero les tenía a ellos. Ellos habían sido el centro de su vida y su existencia esos últimos años. Siempre les había entendido mejor que a los humanos, y eso, por alguna extraña razón, la había hecho sentir cómoda.
Pero las cosas estaban cambiando. Y no sabía cómo terminarían.
-Bien. Hable con su equipo, y prepárenlo todo. Voy a entrar a la bóveda.
-¿Y si se equivoca? ¿Y si su teoría no da resultado? – contraatacó madre, aunque en el fondo su instinto le decía que no sería así. Y su instinto no se equivocaba.
-Bueno- respondió Alejandro, y por primera vez, para su sorpresa, la doctora detectó una capa de vulnerabilidad en su voz- En ese caso, yo sufriré las consecuencias.
El procedimiento previo a la simulación fue breve, tal cual ocurría con los durmientes. Alejandro solo estuvo solo y en la bóveda un instante, el cual recordaría por la imagen de las mariposas rodeándole con su vuelto, atraídas por la presencia de un desconocido.
Los hacedores seguían en el mismo sitio que por la mañana, cuando aquella cadena de extraños sucesos comenzó.
Juntos, de pie y agrupados en torno al lugar en el que impactó el meteorito, esperaban. Pero aún no sabían a qué.
O a quién.
El aire alienígena se introdujo con rapidez en los pulmones del recién llegado, iniciando el proceso de la inconsciencia. En esos últimos instantes, se concentró en moldear su mente tal como lo había planeado: lisa, sin aristas. Como la superficie de una mesa recién lijada.
Con una sola capa contra la que se estrellarían los alienígenas. Una sola pregunta.
¿Quiénes sois?
Cuando finalmente perdió la consciencia, el último sonido que se llevó del mundo que podía ver y tocar, el mundo de los sentidos que tan bien dominaba, fue el de las ruedas de la camilla con la que lo trasladaban a la sala de los durmientes.
¿Después?
Nada. Soledad. Solo él en medio de la nada.
No, pensó. No era la nada. No como se entendía en el mundo consciente. En realidad, según percibían sus sentidos en ese momento, esta era azul. Kilómetros y kilómetros de azul, y él en medio.
Su cerebro intentó procesar lo que veía, pero sin éxito. La fría lógica, las cadenas de razonamiento que habían dirigido su trabajo en el mundo consciente carecían de poder en aquel mundo nuevo de color azul.
Un mundo nuevo y vasto que solo él había conseguido penetrar. Había dado un paso, adelantado a la humanidad en su ansia de conquista.
Y estaba solo.
No, se dijo. No estaba solo. Un ser nuevo, diferente de él, diferente de los hacedores, diferente de todo lo que había visto hasta ese momento y por tanto imposible de clasificar para su mente, pasó muy cerca suyo sobrevolando el espacio.
Era azul, como la superficie. O, mejor dicho, de él brotaba una luz azul que parecía ser su propia energía, su esencia. La piel transparente que la rodeaba la dejaba entrever. Su masa, una gelatina blancuzca, flotaba en el aire como una sábana.
Alejandro quiso gritar, pero su voz se perdió en algún lugar del vacío. Quiso aferrarse a algo, pero no había nada sólido salvo aquel suelo azul sobre el que sus pies caminaban. Pensó en Cristo, pese a que nunca había sido religioso.
Eso era, se dijo. La única forma en la que podía empezar a procesar aquella nueva realidad era compararla con conceptos que conociera. Ellos serían los asideros inmateriales que le ayudarían a no dejarse ir en el vacío.
Pensó en cuál era el ser más parecido con el que podía compararlo, y le vino a la mente la imagen de una medusa.
Observó al ser medusa, que no había reparado siquiera en su presencia, cruzarse en el camino con otro de su especie. Bailaron una especie de danza en la que parecían reconocerse. Sus pieles gelatinosas se mezclaron hasta el punto de parecer dos células unidas por mitosis.
Una sola célula, con dos núcleos diferentes. Dos seres que pasaban a ser uno.
Alejandro sintió una extraña sensación de soledad. Pensó en los humanos, hechos de carne y músculos que cubrían su sistema interno. Aquello que les hacía funcionar, su núcleo interno, estaba oculto a la vista del resto.
Ellos eran distintos. Mostraban su corazón, su alma, al resto.
La luz en el cielo provocó la separación de los dos seres, y captó por completo la atención de Alejandro. Cuando la lógica se abrió paso a través de su miedo y fue capaz de procesar lo que veía, comprendió que su plan había dado resultado.
Estaba en la mente de los hacedores. O, mejor dicho, ellos estaban en la suya, respondiendo a lo único con lo que la había llenado cuando fue a su encuentro. Lo que en esos momentos presenciaba era la llegada de estos a otro mundo.
Su vehículo, aquello que hasta ese momento habían llamado meteorito y ahora necesitaba ser redefinido.
Se trataba de una nave.
El vehículo impactó sobre la superficie del planeta azul como lo había hecho en la isla años antes. Pese a que lo hizo a kilómetros de distancia, la onda expansiva se abrió camino hasta Alejandro, enviándolo hacia atrás.
Por unos momentos, perdió el equilibrio. Los momentos se estiraron como una goma en el tiempo, y se dio cuenta de que, aquella vez, sí estaba en la nada como siempre la había entendido.
Nada existía, salvo él. Nada tenía forma, salvo él. Nada poseía voz salvo él, y ni siquiera podía usarla porque la escuchaba solo en su mente, encerrada donde no pudiera perturbar aquel espacio negro y vacío.
La escena cambió.
Sus pies volvieron a tocar algo sólido, la superficie azulada. Su cuerpo se dobló y sus dedos, que aún sentían añoranza de la materia, procedieron a tocarlo. Se dio cuenta de que no era agua, como la imagen de Cristo le había llevado a pensar.
Al fijarse en ella más detenidamente, se dio cuenta que el color se debía a que la misma luz que había visto dentro de las medusas gelatinosas también habitaba allí dentro. Tan agradable a su vista como inalcanzable a su tacto.
Aquel mundo, del que era el único visitante humano, estaba conectado con sus habitantes, a los que cedía una parte de su poder. Estos, a su vez, estaban conectados con sus semejantes porque la materia añoraba a la materia, y dentro de cada uno había un pedazo de aquel preciado azul.
Volvió a sentirse extrañamente solo.
Una nueva imagen captó su atención. Empezó a comprender que aquella simulación era como una película, con imágenes seleccionadas que al montarse configuraban un sentido, y que en ocasiones fundían a negro.
Lo que se le mostrando esa vez era la danza de una de las medusas en torno a otro ser. Un hacedor. Alejandro volvió a mostrarse sobrecogido al darse cuenta de que estos sí parecían poder respirar la atmósfera de aquel mundo.
Sin embargo, ninguno de ellos reparó en su presencia. El testigo se descubrió invisibilizado. Como el espectador de una película.
Los ojos del hacedor brillaban violetas en medio del espacio donde las estrellas proyectaban su luz desde millones de años luz de distancia. Alejandro se preguntó si su mundo visto desde allí también se vería solo como un lejano espectro.
El planeta, hasta donde alcanzaba su vista, no poseía ríos ni montañas. Tampoco explanadas. Nada brotaba de aquella superficie azul que rodeaba aquel mundo con forma de canica. Nada lo poblaba, salvo los seres gelatinosos.
Entonces, algo sucedió que, por primera vez desde que comenzó la simulación, le trajo recuerdos de su mundo.
La intensidad del brillo violeta aumentó, y el otro ser quedó suspendido. Los sentidos de Alejandro tardaron un momento en procesar lo que veía, pero cuando lo hizo se reafirmó en su primera apreciación.
No volaba. No se desplazaba. No movía su cuerpo gelatinoso como una cortina. Ni siquiera flotaba exactamente. Solo se hallaba suspendido, inmóvil y sin gravedad.
Acababa de presenciar la simulación aplicada a otro ser. Mientras observaba hipnotizado es espectáculo, se preguntó con qué exactamente podría soñar un ser así. Si sus sueños y anhelos eran más básicos que los de los humanos, o se movían por las mismas pasiones.
Si, en definitiva, su mundo interior reflejaba su pureza exterior.
Comparó la forma física de ambos seres, y se dio cuenta de que, si bien ambos tenían una estructura indefinida, los separaba un matiz importante. Las medusas gelatinosas invitaban a mirar dentro de ellas a través de la transparencia de su piel.
Los hacedores, por el contrario, presentaban una indefinición más sólida, parecida a la de un camaleón que no hubiera adoptado una forma concreta. Sin embargo, no era posible atravesarla con la mirada y ver de qué estaba hecha su alma.
Por primera vez, Alejandro sintió miedo en su presencia. Pensó en un animal. No en uno que trata de pasar desapercibido como el camaleón, sino en uno que se camufla de forma que su presa no puede detectarlo hasta que ya le es imposible escapar.
Como algunas especies de arañas. Sin embargo, no supo por qué su mente había hecho esa asociación hasta que llegó la última de las imágenes.
Seguía en el planeta azul, pero tardó en darse cuenta porque una extraña estructura lo había cubierto. Parecida a la tela de una araña, se elevaba sobre la superficie y se extendía hasta donde alcanzaba la vista.
Pero lo más inquietante era que, atrapados en esta, yacían los seres gelatinosos. Alejandro les observó, dormidos y desprovisto de aquello que les había hecho bellos y fascinantes a sus ojos tan solo unos minutos antes.
Permanecían suspendidos, inmóviles a causa de la extraña estructura que se extendía del cuerpo de uno al siguiente. Como una red que los unía, pero no en la sana alegría y curiosidad de cuando se encontraban flotando sobre la superficie azul.
La superficie era una gigantesca prisión que uno a uno, como una ratonera, los había cazado a todos.
Una lengua de fuego surcó el espacio. Sobre el planeta, la nave que había visto llegar se desplazaba tranquila, escalofriantemente impasible ante la pesadilla en un mundo a cada vez mayor distancia.
Bajo los pies de Alejandro, el azul se había extinguido. Miró a su alrededor, incapaz de encontrarlo. No estaba en los cuerpos de las medusas atrapadas, y no estaba bajo el suelo. En su lugar, una superficie impersonal que en un primer momento le pareció gris.
Sin embargo, comprendió que esto de nuevo se debía a su necesidad de comparar con un concepto existente en su mundo. En realidad, la superficie que veía iba mucho más allá del gris. Era la ausencia de color lo que veía, la muerte al final del arcoíris.
Cuando observó la superficie, su propio rostro falto de vida le devolvió la mirada.
Despertó gritando en la sala de los durmientes. Su corazón, como indicaban los aparatos a los que le habían conectado, tardó un buen rato en recuperar el ritmo normal. Pero un pensamiento se impuso a sus desbocados latidos.
Fue la necesidad de dar gracias. Por la superficie sobre la que estaba tumbado, por los rostros de los médicos que le miraban preocupados y por su propia voz, que de nuevo podía escuchar más allá de los límites de su mente.
Debía dar gracias, en definitiva, porque volvía a estar en un mundo que podía ver, tocar y comprender. Un mundo con vida.
-Bueno- dijo madre un rato después, cuando había salido del baño tras lavarse la cara por cuarta vez. Aún se estaba acostumbrado a que, al ver su imagen en un espejo, esta no pareciera la de un hombre muerto- ¿Va a decirme qué es lo que ha visto? Todos están preocupados.
Alejandro no contestó. Su mente iba en mil direcciones diferentes, algunas contradictorias entre sí. Aunque no lo hicieran sus palabras, su rostro y su mirada transmitían el terror y la urgencia que se habían apoderado de sus movimientos, mucho más torpes de lo usual.
-¿Funcionó su idea?
-Oh, sí- logró decir por fin Alejandro- Ya lo creo.
Necesitó tomar otra taza de café caliente y pasar un rato sentado en el despacho de la doctora para lograr serenar su mente. Comenzó a comprender los efectos psicológicos de la simulación, y por qué algunos durmientes se alejaban de la realidad.
Comenzó a comprender, en definitiva, las consecuencias reales de lo que ocurría en aquella isla. Y, cuando el sabor del café y la sensación de volver a tener algo sólido bajo de su cuerpo lograron por fin traerle de vuelta a aquel plano de realidad, habló.
-¿Dónde están los aparecidos?
-Con los durmientes, ya lo sabe. Bueno, no todos.
-¿Tienen localizados a los que no?
-Claro. Hacemos nuestro trabajo, aunque las circunstancias del día hayan sido difíciles.
-Muy bien. Sepárenlos de los durmientes y pónganlos en cuarentena en una zona segura. Háganlo a primera hora de la mañana, y esperen mis instrucciones.
-¿Esperar por qué? ¿Usted qué hará?
-Me marcho ahora mismo a la península en una de las lanchas. Necesito la autorización del presidente, y creo que no me la dará si no le presento un informe completo en persona.
-¿Autorización para qué?
-Entretanto cancele las simulaciones. Que nadie más vuelva a entrar en la bóveda. Si los durmientes se quejan, invente algo.
-He dicho, ¿autorización para qué?
-Hay que eliminar a los hacedores- respondió con firmeza Alejandro tras una pausa- Clausurar la isla y poner fin al experimento.
-Pero, ¿qué está diciendo?
-Las simulaciones no son un regalo. He visto lo que hacen esos seres. Son devoradores de mundos. Nos hacen soñar hasta que ya no queremos despertar, se apoderan de lo que tenemos y se van en busca de otros.
-¿Eso es lo que vio en la simulación?
-Así es.
-Pero no podemos clausurar algo tan importante y matar a una fuente de conocimientos tan valiosa solo por eso. ¿Cómo está tan seguro de que era la verdad? ¿Y si le engañaron? ¿Y si su mente se confundió? Es la primera vez que entraba, podría ocurrir.
-Doctora, créame, sé lo que vi. Usted los ha visto matar dos veces. Si no lo impedimos, habrá muchos más muertos. ¿Quiere tenerlos bajo su conciencia? Allá usted, pero yo no. Y yo mando.
Aquel fue el final de la conversación. Menos de una hora después, Alejandro emprendió rumbo a la península en una de las lanchas del ejército. Madre transmitió la orden de poner en cuarentena a los aparecidos por la mañana.
La parte logística fue la más fácil de resolver. Los reunirían en el antiguo faro abandonado junto al complejo, bajo vigilancia. Pedirían la ayuda de los miembros del ejército que vigilaban la isla, y esperaban que nadie intentara un conato de rebelión.
En ese caso, tendrían que usar la fuerza y era lo último que querían.
Sin embargo, madre no transmitió la otra orden, la de no continuar con las simulaciones. No fue capaz de entender por qué lo hizo, ya que en esos momentos su mente no se comportaba de forma racional. Flotaba falta de asideros, como Alejandro en la simulación.
Así que aquel era el final, pensó.
Aunque ganara tiempo prolongando las simulaciones, aquel sueño tenía fecha de caducidad. Cuando Alejandro regresara con la orden del presidente, todo terminaría y su vida volvería a perder el pilar que la sostenía.
Pese a que había discutido las palabras de Alejandro en el despacho, no dudaba de su veracidad. Aquel hombre estaba aterrorizado, y no poseía imaginación.
Parecía que los alienígenas seguirían los pasos de su padre. Los pasos de Dios. Una realidad idealizada con la que había establecido una relación de dependencia, y que al final había terminado quebrándose.
No importaba con cuantas cosas intentara tapar el agujero de su soledad. Al final, simplemente, este era demasiado grande.
Perdida en estos pensamientos, fue a parar al pasillo que llevaba a la bóveda. Allí, sus reflexiones se vieron interrumpidas por un grito. El suyo propio.
Los hacedores estaban al otro lado de la puerta de plástico. No uno. Ni dos. Todo un grupo, los mismos que habían permanecido de pie junto al lugar en el que tomaron tierra, estaban allí reunidos.
No hacían nada. Solo observaban. Pero su mirada violeta era tan fría e inquietante fue suficiente para apagar la frustración de la doctora y sustituirla por un nuevo sentimiento más primitivo: el miedo.
Recordó las palabras de Alejandro, y su amenaza. Dio la espalda a aquellos seres, que nunca se habían acercado tanto a la puerta, y se dirigió a su habitación. Durante la larga noche que pasó sin apenas dormir, se preguntó varias veces si debía avisar a seguridad.
No, decidió. Al fin y al cabo, un comportamiento inusual no era necesariamente peligroso, y la bóveda estaba constantemente vigilada con cámaras. Si ocurría algo, siendo ella de nuevo la máxima autoridad allí, sería informada.
Salvo, pensó con un escalofrío, que iniciaran algún tipo de ataque como el de aquella mañana. Algo que no pudieran controlar. Algo que les hiciera despertar con miedo de saber qué aparecería en la isla al día siguiente.
En ese caso, que Dios (de quien se seguía acordando de vez en cuando con la vaga esperanza de que volviera a la casa que había dejado vacía como su padre cuando era niña) tuviera piedad de todos ellos.
Pero, al despertar, todo seguía en su sitio. Nada nuevo ocurrió, y la luz del día se llevó aquellos temores que incluso la habían hecho plantearse eliminar ella misma a los hacedores, aunque luego tuviera que dar explicaciones. Alejandro, pensó, la apoyaría.
Pero bajo la luz del nuevo día, la realidad adoptó una óptica muy diferente. Bajo la luz del nuevo día, volvía a ser esa niña que solo quería soñar un poco más.
Así que las simulaciones continuarían, pensó, unos días más. Le parecía increíble que solo la noche anterior hubiera podido pensar de forma distinta. La noche, se dijo, altera a todos, incluso a las mentes más racionales.
Pero, de día, todo vuelve a adoptar su forma.
Mientras la doctora tomaba esta decisión, los hacedores continuaban junto a la puerta. Sin moverse. Sin atacar. Observando. Esperando.
No se sabía a qué.
Ni tampoco a quién.
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