Cortos de tinta: «Simulatio´´ (Capítulo 13)

Capítulo 13: Cara a cara

Al contrario que muchos otros residentes del complejo, Ana no estaba en su habitación cuando el incidente tuvo lugar.

Ese día se había levantado pronto con la intención de ir a la cueva a buscar los explosivos. Sabía que era arriesgado hacerlo de día, pero cuanto más tiempo pasaba en la isla más le costaba evitar que su mente se alejara de la realidad.

Se disponía a desayunar en el comedor cuando comenzó el pitido.

La imagen más nítida que conservaba de esos momentos de dolor y confusión era la de un pequeño bol de porcelana que había llenado con uvas hacerse añicos al llegar al suelo, y la de las piezas de fruta rodando por este.

Luego, todo se calmó. Intentando recuperar el equilibrio y tranquilizarse, se sentó en una silla. Una punzada de dolor aún persistía en sus oídos, que parecían haber sido penetrados con una aguja.

Se concentró en eso. El dolor retrasaba el momento de hacerse preguntas.

Lo primero que vio de ella fueron sus pies. Llevaba unas zapatillas tan blancas como las baldosas del suelo. Se acercaba a ella con una calma que resultaba inquietante. Finalmente se detuvo, invitándola a levantar la mirada.

-Hola, Ana- dijo Esther. Su tono de voz era igual que el ritmo de sus pisadas. Su aspecto era el mismo que el del año en que se suicidó. Su pelo recogido en las dos coletas que luego su amiga adoptó a modo de homenaje.

Su mirada, a modo de castigo, conservaba el mismo tono apagado que la había perseguido todos esos años. El mismo que vio en los ojos de Juan.

El de alguien que pide ayuda en silencio.

Ana se sorprendió de su propia reacción. Suponía que lo normal era gritar, huir, pedir explicaciones. Hacerse preguntas. Sumarse a la histeria colectiva que por unos instantes se apoderó del complejo.

Sin embargo, pasado el susto inicial, se sintió invadida por una extraña calma.

Tan solo una hora después, ambas caminaban por la playa. Lo hacían a cierta distancia, como si entre ellas existiera aún una barrera invisible en forma de preguntas y reproches no formulados. Solo eran unos centímetros, pero para su amistad había sido un abismo.

Los explosivos volvían a estar en un segundo plano. Acompañada por el sonido de las olas y las gaviotas, se preguntó si aquella era la respuesta de la isla a su deseo de destruirla: solapar, en aquel extraño y fantástico lugar, la realidad y la fantasía.

En el fondo daba igual, pensó, y aquello era lo más inquietante de todo. Cuando miraba a Esther, sus sensaciones no eran diferentes a cuando lo había hecho poco antes de su muerte. Después de que ella volvió de la misma isla que ahora se resistía a ser destruida.

Tal vez, nadie volvía nunca del todo de allí. Tal vez, ella nunca lo haría.

Lo único seguro era que su amiga seguía siendo una extraña. Al mirarla, se preguntaba si realmente estaba allí. Pero no se debía solo al hecho de su desconcertante aparición, o a que pudiera ser solo un engaño de los hacedores.

En vida, justo antes de suicidarse, Esther también había sido una extraña. Alguien que estaba demasiado lejos para pedir ayuda, o para que ella entendiera que la necesitaba. Un misterio, no metafísico como el que ahora se planteaba. Pero un misterio, al fin y al cabo.

Uno que no pudo, o no supo, resolver a tiempo.

-Te he echado de menos- dijo, y era cierto. Saboreó cada palabra, intentando asirse a lo único que parecía real en medio de aquel escenario surrealista donde se derrumbaba ante sus ojos el tejido de la realidad.

Esther no respondió. Se limitó a observar, con su mirada perdida, una nube cerca de la cual las gaviotas remontaban el vuelo.

Ana se mordió el labio con impotencia. La Esther que tenía delante era la misma que perdió. La misma que aquella isla le había arrebatado, y ahora le devolvía como una parodia siniestra de su dolor.

Los hacedores, pensó, se comportaban como si supieran de su intención de destruirles, y disfrutaran atormentándola.

Observó como la brisa agitaba las coletas de su amiga. Allí, de espaldas a ella, se veía igual de etérea que en las simulaciones. Cercana, y a la vez inalcanzable. Real, y a la vez una quimera de su imaginación.

Sin pensarlo demasiado, decidió saltar el abismo que las separaba y la abrazó por la espalda.

-¿Por qué te fuiste?- preguntó, sintiendo como sus palabras eran arrastradas por la brisa. La misma que, unas horas más tarde, cubriría con arena las huellas que estaban dejando. La misma, comprendió, que con el tiempo se llevaba todo.

Y a todos.

-No me he ido- en su respuesta Esther confirmó los temores de su amiga: algo esencial de su ser se había perdido. No solo lo reflejaban sus ojos, también su voz. Algo se había quedado en aquella isla para siempre- Estoy aquí.

-¿Por qué?- contraatacó Ana, y se dio cuenta de que la segunda pregunta estaba impregnada de un matiz muy diferente al de la primera. ¿Quería saber por qué había aparecido, o por qué escogió de todas las formas que podía haber adoptado justo la que más la atormentaba?

-¿Acaso importa? Estoy. Es lo que quieres, ¿no?

-Claro. Claro que sí, maldita sea. Pero, ¿por qué ahora?

-¿Por qué te haces tantas preguntas? Tan solo sentí que debía venir, que tú me llamabas. Y vine. Eso es todo.

-¿No te acuerdas de lo que pasó?

-¿De qué debería acordarme?

La conversación no hizo sino aumentar la sensación de frustración de Ana. Poco antes de suicidarse, su amiga también adoptaba esa actitud. Contestaba preguntas con otras, se mostraba evasiva.

Volvía a estar con ella, y a la vez volvía a irse. De nuevo, se vio la sensación de que aquello solo era una broma macabra para castigarla.

Ana deshizo el abrazo, y se quedó un momento escuchando, ella también, el sonido de las olas rompiendo en la playa. Las gaviotas de antes habían continuado su vuelo, y ya se encontraban lejos de la isla.

Las envidió.

-Ven, quiero enseñarte algo- dijo Ana de pronto. Había tomado una decisión.

Un momento después, las dos amigas estaban de pie en lo alto del mismo acantilado desde el que quiso saltar Juan. Ana miró hacia abajo, y sintió que había algo hipnótico en la marea lamiendo de forma agresiva las rocas para luego retirarse.

Se preguntó si los que saltaban sucumbían de alguna forma a aquella belleza, y deseaban ser tragados por ella. Se preguntó si Esther había sentido algo parecido antes de saltar.

-¿Y bien?- se animó finalmente a preguntar, viendo que ella no mostraba ninguna reacción- ¿No te acuerdas?

Esther tardó un momento en responder. Miraba al abismo, y este le devolvía la mirada. En los ojos, advirtió su amiga, le había aparecido un matiz diferente. No era miedo. Ni siquiera confusión. Se parecía más a una extraña nostalgia.

La de alguien que se reencuentra con el olvido, y lo reconoce como a un viejo amigo.

-Es extraño. Tengo una sensación familiar.

-¿Solo eso?

-Sí. No recuerdo lo que quieres que recuerde, lo siento. Pero me siento en paz.

Ana meditó durante unos segundos. Decidió pronunciar las palabras que llevaba guardándose un buen rato.

-Esther- dijo cogiendo a su amiga la mano, como siempre hacía cuando debía decirle cosas importantes- Estás muerta. Te tiraste de un puente hace años. Un puente más o menos de esta misma altura. ¿No lo recuerdas?

Esther meditó en silencio, y Ana tuvo la sensación de que estaba intentando complacerla. Finalmente, negó con la cabeza.

-No, lo siento. Para mí no existe nada anterior a esta mañana. Pero, si fue así, ¿qué bien te hace recordarlo? Ahora estoy aquí, ¿no?

-¿Has venido porque yo lo deseaba?

-Claro. Antes ya te lo dije.

-Y, ¿por qué me miras de esa forma?

-¿De qué forma?

-Igual que antes de matarte.

-No sé mirar de otra forma. Pero, si te desagrada, puedo cambiar. Tan solo déjame un momento a solas, y cambiaré cualquier aspecto de mí que no te complazca.

-¡No!- Ana se sorprendió de la violencia con la que pronunció aquella palabra- Quiero que vuelvas a ser tú.

-Soy yo.

-Me refiero a la de antes. A la que no tenía esa mirada. A la que aún no había venido a esta isla.

La rabia de Ana fue en aumento con cada palabra que salía de su boca, y culminó con ella cogiendo una piedra y lanzándola con furia al mar. Se quedó unos momentos de pie en el borde, su respiración agitada. Su silueta recortada contra el horizonte.

Viendo la piedra alejarse hasta desaparecer en este como impotente acto de rebeldía.

-No sé a qué te refieres- dijo de pronto Esther a su espalda- Pero creo que te hago mal estando aquí. Disculpa, debo irme.

Sin añadir nada más, se dio la vuelta y empezó a caminar en dirección contraria. Al principio, Ana se negó a girarse para mirarla. En parte por orgullo y en parte indignada por lo pasmosamente fácil que todo parecía ser para ella en contraste con lo complejo de sus sentimientos.

Sin embargo, así fue. No dudo, no se detuvo y en unos momentos no fue más que una difusa imagen cada vez más lejana. Con cada paso que aumentaba la distancia entre ellas, sentía que una parte de su vida se marchaba para no volver.

Otra vez.

Unos instantes después de perderla de vista, se decidió. Esther ya llevaba un rato caminando, y había descendido más de la mitad del camino que llevaba al acantilado. Ana apretó el paso, sintiendo que con cada centímetro avanzado dejaba atrás un pedazo de su orgullo.

La alcanzó en la playa. No hubo más palabras. Solo un abrazo por la espalda. Esther se detuvo al instante, y ella aumentó la intensidad de este con una fuerza proporcional al miedo de perderla si la soltaba.

Se quedaron allí un momento, escuchando el mar. Las gaviotas ya se habían marchado.

El resto del día lo pasaron juntas. Caminaron, conversaron, comieron. Incluso se bañaron desnudas en el mar.

Durmieron la siesta juntas en la habitación, tumbadas una frente a la otra. Como cuando dormían juntas de adolescentes en casa de Esther, y pasaban la noche contándose chismes antes de quedarse dormidas.

Aunque Esther no recordase todas aquellas cosas, la sensación de calidez y familiaridad que aportaban a Ana si estaban allí, y se sentían reales. Por unas horas, aprendió a conformarse con eso.

Y las cosas volvieron a ser casi como antes del suicidio. Casi.

A la hora de la cena, Esther no probó nada. Se limitó a observar cenar a su amiga. Estaban prácticamente solas en el comedor porque la mayoría de la gente no había bajado. Ana los imaginaba lidiando con las apariciones, cada uno a su manera.

En todo caso, aquel panorama le daba una extraña rima a aquel día no menos extraño. Por la mañana, aunque debido a circunstancias diferentes, el comedor también había estado casi vacío.

-¿Quién eres?- se atrevió finalmente a preguntar Ana, rompiendo el tenso silencio que, pese a los buenos momentos, había sido la tónica predominante ese día.

-Esther. Tu amiga.

-Esther murió.

-¿Te parezco muerta?

Ana meditó unos segundos antes de responder. Lo cierto es que su amiga estaba ante ella, eso era innegable. Y viva. Pero, al mismo tiempo, no podía estarlo. Aquello solo era otra simulación, mucho más sofisticada.

Y cuyo propósito le era desconocido.

-No recuerdo qué me ocurrió antes- comenzó Esther- Pero, si entonces sufriste, ¿no deberías aceptar que yo esté aquí y dejar de hacerte preguntas? Creí que cuando no dejaste que me fuera, era eso lo que habías elegido.

-No es tan sencillo. No quiero que te vayas, pero no puedo evitar hacerme preguntas.

-Entonces, para que pueda ayudarte, hazme aquellas que pueda responder. Ten en cuenta que para mí todo lo anterior a esta mañana es como una hoja en blanco.

-Está bien. Se supone que has venido porque era lo que yo quería. Para hacerme sentir bien, ¿correcto?

-Correcto.

-Entonces, ¿por qué no puedo sentirme bien?

Esther la miró en silencio, intentando escrutarla. Parecía creer que en algún lugar del mapa de su rostro se hallaba la respuesta a sus preguntas, y se afanaba por encontrarla. Ana se sintió aún más incómoda ante aquella extraña a la que ya no sentía como una puerta a su pasado.

En esos momentos, le parecía más una puerta hacia sí misma. Hacia su alma.

-Te he observado durante el día. Por favor, párame si algo de lo que digo no es correcto.

-Está bien.

-Creo que te sientes culpable de lo que me pasó. Que yo no pueda recordar hace que te sientas aún peor, porque crees que yo debería reprocharte. Como no lo hago, te reprochas a ti misma. ¿Es correcto?

-Sí.

-Pues, si lo es, no entiendo por qué no deseas que me vaya. Te he dicho que mi propósito es hacerte sentir bien. Si no lo consigo, no tengo razón de ser aquí.

-Sé que es contradictorio. Pero las personas somos así.

-¿Llegaste a conocerme? Me refiero a antes de hoy. A conocerme bien.

A Ana le hubiera gustado afirmativamente a esa pregunta. Pero lo cierto era que su amiga siempre había sido para ella más un concepto, una idea, que una persona. Cuando eran adolescentes, era la forma de escapar de sus padres y ser ella misma.

Cuando cambió tras volver de la isla, aquello que siempre le daba ya no estaba ahí. Por eso, y aunque jamás lo admitiría en voz alta, no supo comprender a tiempo que necesitaba ayuda. Estuvo muy ocupada lamentando que ya no le aportara lo que necesitaba.

De pronto, su sola presencia en la isla y su misión le parecían infantiles. Egoístas. No era la salvadora de ninguna causa. Ni siquiera la vengadora de su amiga, como llegó a pensar. En el fondo, seguía siendo una adolescente egoísta y enfadada porque la habían dejado sola.

-Creo- logró decir por fin- Que siempre fuiste para mí un refugio. Uno en el que me sentía a salvo. Por unas horas he podido recuperarlo.

Esther la escuchó en silencio. Parecía estar meditando en silencio sus razonamientos, intentando unirlos para formar un todo coherente. Ana tuvo de pronto la extraña sensación de que, para la otra, suponía un misterio igual de grande que el que ella le planteaba.

-Ana- dijo de pronto- Tú no estás en esta isla por el mismo motivo que los demás, ¿cierto?

-¿A qué te refieres?

-Tengo la sensación de que escondes algo. Y, al mismo tiempo, algo dentro de mí se siente amenazado. Como si quisieras destruirme.

Ana se sintió en tensión ante aquellas palabras. Observó a la otra intentando calibrar hasta dónde sabía, y si la estaba amenazando de alguna forma velada. Sin embargo, Esther guardó silencio y no dejó entrever sus pensamientos.

-¿Qué es lo que sabes?- se atrevió a preguntar.

-Nada. Solo tengo intuiciones.

-¿Cuáles son?

-Creo que las mismas que tienes tú. Pero no las expresas en voz alta. Te da miedo.

-Hazlo tú, entonces.

-Creo que no has venido a esta isla buscándome a mí. Buscas otra cosa. Hasta que no la encuentres, no estarás en paz.

Ana se relajó un poco ante el giro personal que tomaba la conversación, pero solo externamente. Aunque la cueva y los explosivos permaneciesen ocultos, otros de sus secretos estaban a punto de salir a la luz.

-También creo- continuó Esther- Que hay algo que quieres decirme desde mucho antes de hoy. Pero no te atreves.

-Sí.

-Te escucho.

Ana se armó de valor, sabiendo que había llegado el momento más difícil de la conversación. La sensación de estar ante algo que cada vez se parecía menos a su amiga y más a sí misma, en contrario a aquella parte de su ser a la que no quería enfrentarse, aumentaba.

Esther, o lo que fuera que fuese el ser sentado ante ella, no la presionaba. Ni gritaba. Ni se alteraba. Solo esperaba el momento en que ella estuviese lista.

Cuando por fin logró hablar, las lágrimas brotaron a la vez que sus palabras.

-Te fallé.

-¿Por qué?

Ana explicó todo aquello que momentos antes se había dicho internamente a sí misma. Todo lo que, como bien había adivinado la otra, llevaba tiempo queriendo reconocer ante Esther. Viva o muerta. Ya no importaba.

Porque, como en ese momento comprendió, la verdadera destinataria del mensaje siempre había sido ella misma.

Habló durante un rato sin ser interrumpida. Habló de su egoísmo. De cómo siempre había tomado de su amiga lo que le interesaba, y nunca se había parado a pensar en lo que ella necesitaba y no recibió.

Habló de cómo, años después de su muerte, seguía sintiéndose perdida, sola y al mismo tiempo terriblemente mal consigo misma por seguir pensando solo en lo que ella sentía.

-Eso es todo- dijo cuando por fin terminó. Las palabras habían salido a borbotones de una presa que llevaba tiempo bloqueada. Ana sintió que, si bien en el exterior las fronteras de lo que era real y lo que no se habían difuminado, dentro de ella dos fuerzas habían logrado reconciliarse.

-Ana- dijo de pronto su amiga- ¿Qué es lo que has venido a buscar a esta isla? No es a mí, ¿verdad?

-No.

-¿Entonces?

La palabra apareció por primera vez en su mente antes de materializarse en el mundo, nítida como un cartel de neón.

Redención.

-Perdonarme- dijo, y sintió que liberaba por fin el tapón que más daño le había causado todo aquel tiempo- Eso es lo que busco.

Esther volvió a quedarse en silencio. Cuando habló, pronunció las palabras más desconcertantes que había dicho precisamente ese día, lleno de cosas desconcertantes.

-Entonces, ya sabes lo que buscas. Eres libre. Ya no tenemos poder sobre ti.

Al estar demasiado ocupada lidiando con sus emociones internas, Ana no preguntó ni insistió sobre el significado de aquello. Se levantó y fue a llenarse de nuevo su vaso de agua. Necesitaba aclarar su garganta, como había hecho con sus pensamientos.

Se sentía distinta, más liviana. Como cuando se echaba a dormir y su mente despejada le permitía perder la consciencia con rapidez.

Y le gustaba.

Al volver a la mesa, se encontró con la última de las sorpresas de aquel día: Esther se había marchado.

Durante las horas siguientes, la buscó sin encontrarla. En la cocina. En el interior del complejo y fuera de este. Preguntando a aquellos con quienes se cruzaba. Finalmente se marchó a su habitación a esperarla, pero no volvió. Tampoco la encontró al abrir los ojos el día siguiente.

Esther se había marchado, y jamás regresó a la isla.

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