
Capítulo 12: El escorpión rojo
Desde el momento en que los personajes de las ilusiones se volvieron de carne y hueso, Cecilia supo quién la iba a visitar a ella.
Le sorprendió no encontrarle en su habitación al despertar. Ni en los pasillos. Ni en el comedor. Ni siquiera había aparecido en las ilusiones, con una única excepción en la que, por un momento, su rostro se fundió con el de su padre.
El hombre del escorpión rojo.
Le recordaba anudándose la corbata frente al espejo. Era blanca a excepción del dibujo de un escorpión rojo bordado. Se la anudaba pulcramente, al igual que hacía con muchos otros pequeños detalles.
Aquello contrastaba con su brutalidad en el sexo.
Las primeras veces que fue a su piso, ni siquiera se acostó con ella. Solo la observó, marcándole lo que quería que hiciera. A veces era desnudarse, a veces tumbarse en la cama y tocarse, a veces introducirse juguetes que él traía.
Pero siempre encontraba la forma de activar su cuerpo y sus sentidos de una forma que ni ella misma habría sido capaz. Era el único cliente que había conseguido que se corriese sin llegar a tocarla, y solo lo hacía cuando sabía que había llegado al punto que él quería.
Al principio, no sabía cómo sentirse respecto a aquello. Por un lado, aquel cliente la entendía mejor que ningún otro, más incluso que sí misma. Entendía su necesidad de crear barreras, de moverse en un entorno que ella controlaba. De no implicarse.
Al igual que los hacedores, creaba ilusiones para ella. Le permitía representar diferentes papeles: enfermera, alumna rebelde, camarera sexy, etc. Sabía crear diferentes capas, diferentes máscaras bajo las que ella podía esconderse.
Pero al mismo tiempo, no se sentía a gusto sabiendo que alguien la comprendía hasta el punto de casi controlarla. Ella, que había basado sus relaciones afectivas en marcar distancias sin implicarse, se sentía atrapada.
Incluso para aparecer ante ella eligió el momento que más le convenía. No fue aquella mañana. Ni aquella tarde. Fue en el momento de regresar a su habitación por la noche, justo cuando pensaba que tal vez no vendría.
Pero estaba. Sentado en una silla, a cierta distancia de la cama. Observándola. Como siempre hacía esas primeras veces.
Al contrario que Juan, Cecilia no se cuestionó el por qué de aquellas apariciones, ni si eran algo benévolo o no. Tampoco sintió escalofríos por el hecho de que replicaran hasta el mínimo detalle del comportamiento de los originales. Tampoco lo hizo con los hacedores y las ilusiones.
No iba con ella. Desde su mentalidad práctica, prefería afrontar las cosas según vinieran.
-Póntelas- dijo nada más la vio entrar, con la misma voz profunda que ella recordaba tan bien. Cecilia reparó entonces, por primera vez, en las esposas que había sobre la cama.
A ellas también las recordaba de sus encuentros. Sobre todo, por las palabras que él susurraba en su oído cada vez que lograba que ella se excitara sin necesidad de contacto físico. Cada vez que sabía que la había llevado donde quería.
-A partir de ahora, si decides ponértelas- decía mientras las esposas se balanceaban colgadas de su mano, y la tenue luz de la lámpara de la mesita les arrancaba un brillo particular- Tu cuerpo, al igual que tus sentidos ahora, dejará de pertenecerte. Me lo entregarás a mí.
Aquel era siempre el punto de no retorno. Su cuerpo, que él sabía tan bien manipular, clamaba por su contacto. Sus sentidos, excitados, hablaban a través de cada poro de su cuerpo. En algún rincón, incapaz de hacerse oír, su mente gritaba.
Cada vez que se ponía las esposas y le daba el control, su brutalidad había ido en aumento. Comenzó penetrándola de forma agresiva, como si en cada embestida buscara no solo sexo sino entrar en ella, dominarla.
Luego llegaron las asfixias eróticas. A veces con la almohada, a veces con su propia mano en la garganta donde había llegado a dejarle marcas. No era la única parte del cuerpo en la que lo había hecho. Recordaba, entre otros juguetes, las pinzas que le aplicaba en los pezones.
Todo ello en contraste con su pulcro aspecto, cuidado hasta el último detalle. Aquel hombre era como muchos otros que caminaban por calles de barrios respetables, tenían familias respetables e iban a trabajos respetables.
Pero todo era apariencia. En lugares como el apartamento de Cecilia, donde nadie les observaba ni les pedía cuentas, podían liberar el animal que la sociedad enjaulaba.
-Siempre pensé- le dijo mientras se dirigía hacia lentamente hacia la cama- que tú tenías el control en nuestra relación. Me asustaba hasta qué punto parecías conocerme.
El hombre, cuyo nombre real nunca llegó a saber por él, se limitó a observarla. Solo un tiempo después, durante el juicio, supo que se llamaba Raúl. Pero para ella nunca dejó de ser el hombre del escorpión rojo.
-Pero ahora creo que no era así. Que, en realidad, nunca me conociste. Solo conociste mi cuerpo. Pero yo sí te conocí a ti. Porque conmigo eras como no te permitías ser en otro lugar.
-Póntelas- repitió simplemente el hombre. Frío en apariencia, un volcán a punto de desbordarse en el interior. Tal como le recordaba.
Pasado un momento, Cecilia cogió las esposas. Se preguntó por qué esta nueva versión de su cliente había renunciado a los juegos de calentamiento previos. Por qué no buscaba doblegar sus sentidos antes de hacerlo con su cuerpo.
Tal vez, pensó, consideraba que ya había cumplido sus deseos apareciendo allí. Que si, de todas las encarnaciones posibles, su visitante había adoptado la suya, era porque su subconsciente así lo deseaba. Al fin y al cabo, era su visitante.
Pero Cecilia tampoco siguió el protocolo aquella vez. Con las esposas aún en la mano, encendió la luz de la mesita e iluminó una parte de la habitación. Lo suficiente como para privarle del amparo de la sombra, donde siempre se encontraba cómodo.
Aquello nunca había ocurrido durante sus encuentros, y bastó para desequilibrar la balanza de poder.
Por un lado, su rostro adquirió forma nítida. La mayoría de las veces, él había sido una forma en las sombras, una voz que hablaba desde ellas y luego lo hacía también desde su espalda, cuando las esposas entraban en juego.
Sin aquel misterio, solo era un hombre. Uno que también podía sentirse descolocado, como reveló su mirada al dirigirse a la lámpara de la mesita con una mezcla de confusión y miedo. Sí, miedo. Por primera vez, el hombre del escorpión rojo tenía miedo.
Cecilia siguió la dirección de su mirada, e interpretó lo que estaba sucediendo.
-La luz- dijo mientras le miraba a los ojos sin romper el contacto visual- Te acuerdas de que algo pasó con ella, ¿verdad?
Al igual que le ocurrió a Alex horas antes, el hombre se topó con un muro en sus memorias que no fue capaz de traspasar. Su existencia, el origen de esta, llegaba hasta su aparición en la isla y el propósito que tenía allí.
Pero, por razones que no comprendía, la presencia de aquella lámpara cuya luz rompió una regla no escrita de sus encuentros, le perturbaba. Incluso, por extraño que pareciese, se sentía amenazado por ella.
Cecilia decidió aprovechar aquellos primeros síntomas de debilidad que había encontrado en él. Cogió las esposas y, sin darle tiempo a reaccionar, esposó una de sus muñecas al radiador que estaba al lado de su silla.
Después, se apartó todo lo que pudo, temiendo que el repentino valor que la había impulsado a hacer aquello se desvaneciese si estaba cerca de su alcance.
-Suéltame- exigió él, mostrando por primera vez desde su regreso algo de la violencia y brutalidad que ella recordaba. Intentó liberarse, en vano, y Cecilia pensó que su agresividad parecía ligada a las esposas, pues solo aparecía cuando uno de los dos las llevaba puestas.
Sin embargo, aquella vez no era ella.
-Trata de recordar- dijo- Te hará bien.
Después, haciendo caso omiso a sus gritos, insultos y amenazas, abandonó la habitación y se alejó caminando sin rumbo fijo. Solo quería alejarse lo máximo posible de allí, y cualquier escalera o pasillo que se lo permitiese era bienvenido.
Mientras lo hacía, las imágenes del pasado iban volviendo a su mente como las escenas de una película.
Recordó aquella vez. La última. Aquella en la que su brutalidad había llegado hasta el punto de temer por su integridad física. Recibió golpes. Abdomen. Mejilla. La ceja. La misma que aún llevaba partida.
La misma que él le partió para asegurarse de que no se movía. Ni siquiera las esposas, que la mantenían atada al cabecero de la cama, habían sido suficientes para impedir que intentara resistirse cuando él decidió realizar una de sus fantasías más extremas.
Aún recordaba el contacto de la cera caliente de una vela cayendo sobre su estómago.
Después, llegó el final. Se corrió dentro de ella, como solía hacer. Como si quisiera que todo lo que le recordaba a esa parte de sí mismo que liberaba allí se quedara en la habitación y no le persiguiera ni dejara rastro.
Pero esa vez, cuando la liberó y le dio el dinero, supo que no podría aguantarlo. No otra vez. No cuando, como pasaba siempre, su sadismo fuera en aumento. No cuando sabía que no podría decirle que no, que volvería a darle su cuerpo.
Esa próxima vez, cuando le perteneciese, tal vez no habría vuelta atrás. Así que le puso fin. Le hundió la cabeza con la mesita de noche.
Lo hizo cuando estaba de espaldas y se vestía en silencio. Lo hizo cuando su voz no podía hechizarla, ni su voz intimidarla.
Después le miró. Tirado en el suelo. Frío, temblando mientras la vida se escapaba de él. Pequeño, privado del poder que siempre había tenido sobre ella. De todas las cosas que pudo sentir en esos momentos, Cecilia sintió la más desconcertante de todas.
Se sintió libre.
Llamó a la policía. Se abrió una investigación que desembocó en un juicio. Su abogado alegó defensa propia y, debido a que tenía marcas en su cuerpo, el jurado falló en su favor y no tuvo que pasar mucho tiempo en la cárcel.
No tenía malos recuerdos de la cárcel. Allí, las cosas volvieron a ser como en el fondo le gustaban. Volvía a haber rejas, cristales y distancias de seguridad entre ella y los demás. Volvía a no estar controlada por nadie.
Estaba presa, pero a la vez, irónicamente, era más libre.
Lo que más recordaba del juicio era la presencia de la mujer de su víctima. Víctima. A veces pensaba en él así, pero no era del todo cierto. Al menos, no en un sentido convencional. Él había sido su víctima, y ella había sido la suya.
La mujer no pronunció una sola palabra, pero recordaba su mirada. Era una mujer de aspecto respetable, tal como se la había imaginado. Se preguntó si también habría niños. Él nunca lo dijo. En el fondo, era mejor no saberlo.
Cecilia se preguntó si había asistido al juicio para saber lo ocurrido, o para cargarse de razones para odiarla y evitar enfrentarse a las sombras de un matrimonio que, probablemente, habría creído perfecto.
Era más fácil odiarla a ella, pensó, así que no podía culparla.
Cuando salió de la cárcel, el experimento de la isla ya había dado comienzo. Se apuntó sin pensarlo demasiado. En la península no parecía demasiado futuro, pero tampoco lo había tenido al llegar.
De lo contrario, nunca habría sido flor de jalisco. Lo fue durante tanto tiempo que tuvo que acostumbrarse a escuchar de nuevo su propio nombre en boca de los demás, y también en la forma en que pensaba sobre sí misma.
Cuando volvió al presente, se dio cuenta de que había abandonado el complejo y había llegado hasta la playa. En circunstancias normales, pensó, a esas horas ya no se les permitía salir. Pero aquel no era un día normal, y los responsables del centro estaban desbordados.
Se quedó allí un momento, escuchando a las olas morir al llegar a la orilla. La niebla se había levantado y, a lo lejos, se veían las luces de los barcos que vigilaban la isla. No le disgustaba pensar que en el fondo seguía en una cárcel. No había sido infeliz allí.
Incluso su forma de vivir, aislándose conscientemente, también podía considerarse una cárcel. La cárcel de la mente. Pero no le importaba. Quizás, algunas personas no estaban hechas para la libertad. Quizás era una de ellas.
Fue entonces, estando aún perdida en sus pensamientos, cuando se percató de que no estaba sola en la playa.
-¿También huyes de ellos?- le preguntó Juan. Estaba sentado sobre la arena cogiéndose las rodillas con las manos y con la mirada, antes perdida en el horizonte, centrada en Cecilia.
La chica le observó un momento, cautelosa, mientras meditaba sobre lo que era conveniente o no decir. Acabó sentándose a su lado.
-¿Quién vino a buscarte a ti?
Cecilia sonrió levemente al ver que Juan también meditaba antes de responder. No se había equivocado al pensar que se parecían.
Finalmente, el chico comenzó a hablar. Le contó, por primera vez, su historia y la de quien dormía en su habitación esperando encontrarle cuando abriese los ojos. Pero no lo haría pues se encontraba allí.
Hablando. Hablando como no lo había hecho en mucho tiempo. Cuando terminó, se mostró más relajado. Libre de una carga que hasta ese momento no sabía que le pesaba.
-Sé que debería estar feliz- dijo- Pero tengo miedo. Es raro, ¿no? Tengo lo que quería y ahora me aterra estar con él en la misma habitación.
Juan se levantó, cogió una piedra y la lanzó al mar, donde se hundió con un chapoteo. Se quedó un instante mirando al horizonte y se giró para mirar a Cecilia.
-¿Es que no puedo tener lo que quiero? ¿No puedo ser feliz?
Por toda respuesta, la chica se levantó y, tras quitarse la arena de la parte trasera del pantalón, caminó hacia él.
-Perdona que te cuente todo esto- dijo Juan- Pero me estaba volviendo loco con todo esto.
-Te lo agradezco. Pero ahora soy yo la que quiero pedirte un favor. Ven conmigo ahorita a mi cuarto. Quiero enseñarte algo, y quiero que escuches algo.
Juan la miró unos instantes, algo descolocado. El sonido de las olas acompañaba sus meditaciones.
-¿Por qué a mí?
-Porque necesito confiar en alguien, y creo que tú también o no estarías acá platicándome.
Tras un nuevo momento de duda, Juan aceptó. Ambos se alejaron de la playa con la arena de esta silenciando sus pasos, y regresaron al complejo.
Cuando llegaron a la habitación, la persona que ya estaba allí seguía esposada al radiador. Pero ya no tenía el aspecto al que Cecilia había esperado enfrentarse.
En su lugar, había adoptado el de su padre.
La joven se quedó quieta en el umbral de la puerta al verle, temerosa de dar un paso más. Su padre, Mauricio, tenía el mismo aspecto que el día en que fueron al cine y ella se encontró con el hombre de acento español.
El día en que fue violada.
Se preguntó si los hacedores, o quien fuera que estuviese detrás de aquello, conocía solo a las versiones de otras personas que ellos le habían mostrado. Su padre ya no era aquel hombre. Había echado canas y algo de barriga.
Así era las pocas veces que habían hablado desde que ella se fue de México. Pero ahora tenía otra cosa delante de ella. Una cosa que ya no intentaba liberarse. Ni siquiera le pidió soltarle. Solo miraba, castigándola con su presencia.
Juan, que nunca había visto a Cecilia bloqueada, le tocó el hombro para hacerla saber que estaba a su lado. Inmediatamente después se preguntó si no había ido demasiado lejos, pues casi no se conocían y a ella no le agradaba el contacto con otras personas.
Pero la joven no demostró incomodidad ante ello, así que la mantuvo unos segundos más.
-Quédate acá- le dijo, confirmando sus suposiciones- Y cierra la puerta.
Juan así lo hizo, y se quedaron a solas. A solas con la cosa del radiador.
Cecilia llegó hasta la cama, y se sentó en el borde. Haciendo acopio de fuerzas, levantó la mirada y la cruzó con la del ser que se burlaba de ella fingiéndose humano.
Entonces, dio comienzo la parte más difícil de su plan.
-Sé que hace mucho que no hablamos- dijo, intentando que no le temblase la voz- Hay muchas cosas que nunca te conté.
A partir de ese momento, y tal como había hecho Juan en la playa, Cecilia comenzó a hablar. Habló de su historia, y de la de flor de Jalisco. Narró todo lo que le había ocurrido desde aquel día en el cine. Sin guardarse nada.
Juan escuchó, y fue sintiéndose más sobrecogido a medida que ella avanzaba. Sin embargo, y aunque tuvo que hacer esfuerzos para ello, no se movió de donde estaba. Supo que era allí exactamente donde ella quería que estuviera.
Aquel momento, junto a su narración en la playa, era el momento del que Cecilia y él habían hablado al poco de conocerse. El momento donde, tal vez, podrían quitarse las máscaras y ser amigos.
Tal vez.
-Nunca supe por qué no pude platicaros esto a ti y a mamá- dijo ella al llegar al final de la narración- Ahora creo saberlo. Creo que quería que, en algún lugar, quedase una parte de la persona que hubiese podido ser.
Entonces, paró. La cosa del radiador no habló, pero esa nunca había sido su intención. Era otra persona con quien siempre había querido ponerse en contacto, y en ese momento lo supo.
Ella misma.
Juan, que siguió de pie junto a la puerta, tuvo la sensación de ver y oír a Cecilia por primera vez. Al igual que le pasó a él, se había sacado algo de dentro. Algo que llevaba demasiado tiempo enquistado.
Se secó los ojos, pues algunas lágrimas habían brotado a la vez que las palabras, y se puso de pie.
-Ya vámonos, por favor- dijo, y Juan asintió. Abrieron la puerta y salieron al pasillo. Ninguno de los dos pronunció palabra mientras vagaban en la noche sin rumbo fijo.
No sabían dónde dormirían, pues ninguno de los dos podía volver ya a su habitación. Pero sí sabían que algo era diferente entre ellos. Mientras estuviesen juntos, existía un espacio en el que podían quedarse. Un espacio más allá del que habían dejado en sus respectivas habitaciones.
Deja un comentario