Cortos de tinta: «Simulatio´´ (Capítulo 11)

Capítulo 11: Segundo incidente

Silencio.

Se había acostumbrado a vivir en él. Sobre todo, desde que Alex ya no estaba. Llegó a pensar que esa era una de las razones por las que habían salido juntos. Él llenaba sus silencios.

Tal vez su llegada a la isla y el contacto con las ilusiones de los hacedores habían acelerado el proceso, pero lo cierto era que ya llevaba tiempo desconectándose de la realidad. Viviendo en el silencio. Suicidándose.

En parte era cómodo. Cuanto menos hablaba, menos le apetecía hablar. El silencio era como un manto protector que le envolvía. Le impedía colocarse en el foco. Le dejaba a solas con sus pensamientos.

En el colegio, algunos llegaron a pensar que era tonto a causa de lo poco que hablaba. En realidad, su nivel cultural a la media de sus compañeros, pero nunca hizo mucho por demostrarlo. Era más cómodo no destacar. No existir.

Vivir en el silencio.

La mañana en la que todo cambió en la isla, estaba soñando con él. A veces ocurría sin la ayuda de los hacedores, y, aunque esos sueños no se sentían tan reales ni nítidos como los otros, sí le aportaban una sensación cálida.

Recordó la mampara de la ducha.

Siempre sonaba cuando hacían el amor. En su sueño, como había hecho tantas otras veces, penetraba a Alex contra esta después de haberse duchado juntos. La mampara, aún cubierta de vapor, chirriaba y él se abrazaba a su esbelto cuerpo.

Aquella vez, en el sueño, lo hizo aún con más fuerza, temiendo que se desvaneciera igual que el vapor de la ducha. Le penetró con embestidas firmes, buscando entrar en algo más que su carne. Con cada una de ellas, recuperaba un pedazo de su pasado.

Volvía aquel céntrico piso que lograron comprar en Madrid con la ayuda de los padres de Alex. Volvían las tardes tomando cervezas con los amigos de este. Él nunca tuvo su propio grupo y sus padres se habían distanciado desde que les habló de su relación.

Pero no le importaba. Estaba solo y, al mismo tiempo, no se sentía así. Por primera y única vez en su vida, había desaparecido la sensación de soledad que le perseguía desde pequeño.

Todo lo que necesitaba, desde los despertares con Alex quitándole las legañas a besos hasta las tostadas cocinadas por él donde la mermelada siempre formaba su nombre, pasando por las películas que veían abrazados los domingos, estaba contenido en aquel espacio.

Sus manos acariciaron los músculos de su amante, reencontrando en estos la sensación de que su vida, por una vez, parecía comenzar.

Desde la distancia, llegó el pitido. Vago al principio, más nítido después. Se instaló en su cabeza y, a medida que subía en intensidad, comenzó a volver el resto de los elementos del atrezzo que formaba el sueño más vagos e imprecisos. Menos sólidos.

También su percepción de ellos cambiaba a medida que era arrancado por aquel sonido del sueño para volver a la vigilia. Fue consciente de ello cuando el cuerpo que apretaba contra el suyo cambió.

Su piel ya no era blanca, sino morena y aceitunada. El pelo en el que hundía su rostro había pasado del blanco al azul teñido. Con sus manos ya no acariciaba firmes músculos, sino dos pechos abultados.

Segundos antes de que ella se girara para clavar su mirada en la suya, supo que se trataba de Cecilia.

Con la imagen de su rostro, el sueño se desvaneció.

Lo que siguió fue el dolor. En los tímpanos. En la cabeza. El pitido que estaba torturando a los habitantes de la isla le sacudió como una aguja caliente que alguien había instalado en su cerebro y que le hizo preferir cualquier otra sensación, por poco placentera que fuera.

Pero, durante un instante, solo existió el dolor.

Cuando cesó, el mundo volvió, y con él las otras sensaciones. Las que había olvidado por un momento que se podían sentir. El roce de la sábana, la calidez de la luz entrando por la ventana, la sensación de sobriedad que transmitía la habitación.

Relajó su cuerpo, que casi se había doblado a causa del dolor, y se dejó disfrutar de esas otras sensaciones antes de poner su mente a trabajar en busca de una explicación a lo que había sucedido.

Al menos, pensó, aquel enigma aplazaba lo inevitable: un nuevo día para preguntarse si no era mejor y más rápido arrojarse al mar que seguir suicidándose lentamente, viviendo cada vez más en el silencio.

Fue entonces cuando rozó el otro cuerpo que estaba tendido en la cama.

La primera vez que lo vio, se preguntó si aún soñaba. Si el pitido no formaba parte de una extraña transición, o si aquello era otra ilusión de los hacedores y él no estaba inconsciente en una camilla, observado por madre y otros científicos de la isla.

Sin embargo, al tocarlo, le pareció más real que nunca. Más que en su sueño. Más incluso que en las ilusiones. Tan real como no lo había sentido desde hacía años.

Alex dormía. Lo hacía igual que en la primera ilusión: boca abajo y transmitiendo una sensación de paz. Su cabello, precozmente canoso, era igual de blanco que el resto de la habitación. Su abdomen subía y bajaba de forma apacible.

Juan se vio golpeado a la vez por dos emociones muy diferentes. Por un lado, el miedo que le hizo abandonar la cama y replegarse hacia una de las paredes. Por otro, la alegría al golpearse con esta en la cabeza y sentir un leve dolor.

Estaba ahí. El dolor era real. Él era real. Alex también lo era.

Con las lágrimas asomándosele a sus ojos, e incapaz tantas emociones contradictorias a la vez, salió de la habitación tambaleándose. Caminó sin rumbo por el pasillo, queriendo a la vez alejarse y volver para aferrarse a él.

Porque aquello era demasiado bueno, se dijo. Tal vez una herencia de su educación en un colegio religioso. La misma que le hizo temer, cuando aún era creyente, mirar a los ojos de Dios y sentir rechazo a causa del deseo por hombres y mujeres que ya empezaba a manifestar.

Era demasiado bueno, y, como todo lo bueno, se desvanecerá de un momento a otro. Eso se dijo, una vez y otra, buscando aferrarse a algo, aunque fuese a un mantra. Buscando encontrar la última verdad sólida en un mundo líquido que ya no se distinguía de los sueños.

Pero eso no fue lo que ocurrió.

A su alrededor, en el normalmente tranquilo y aquella mañana concurrido pasillo, otros durmientes salían de sus habitaciones manifestando un estado de confusión similar.

Unos huían. Otros lloraban. Otros reían, incrédulos. Otros buscaban desesperadamente a alguien más que les confirmara que no estaban locos. Otros, aún en sus habitaciones, se abrazaban a los nuevos inquilinos de estas.

El caos y la confusión se apoderaron en pocos minutos del pasillo, y lo mismo ocurría por toda la isla.

Cuando finalmente Juan pudo procesar lo que ocurría, retrocedió hasta una pared y se sentó en el suelo, agarrándose las rodillas como hacía a veces de niño al ver a escondidas alguna película de terror que sus padres le habían prohibido.

A unos metros de distancia, la puerta abierta de su habitación, a la que aún no se atrevía a volver, le esperaba para enfrentarse con lo desconocido y a la vez conocido. Con el misterioso regalo que ya no se limitaba al mundo de los sueños.

Por toda la isla, las ilusiones se estaban haciendo realidad.

Cuando reunió el valor suficiente para volver a entrar, él seguía sin despertarse. Le observó desde una cierta distancia, sin atreverse a acercarse más a la cama. Se preguntó por qué no había despertado aún con el caos que había fuera.

Después recordó lo mucho que le costaba despertarle por las mañanas, y se estremeció pensando en lo exactas que eran las simulaciones respecto a la forma en que reflejaban la realidad. Solo que aquello ya no era una simulación.

Las fronteras entre una y otra se habían solapado.

Alex comenzó a despertarse. Lo hizo poco a poco, casi peleándose con la almohada, colocando un brazo bajo esta y sacando un pie de debajo de las sábanas. Juan observó cómo este le colgaba, y volvió a sentirse en el apartamento. Solo entonces se atrevió a acercarse.

Casi como si respondiera a su movimiento, Alex abrió los ojos. Juan se quedó quieto, sintiéndose escrutado por la mirada de aquel ser que desafiaba las fronteras de la lógica, la realidad y el sueño e incluso la vida y la muerte.

Entonces, sucedió algo.

Al verle, su mirada adquirió un brillo especial. Uno que no solo le recordaba al de muchos despertares, sino que poseía una calidez inequívocamente humana. Su sonrisa se curvó, tensando los músculos de sus mejillas.

-Qué madrugador. Tú no cambias los hábitos.

Juan dio unos pasos más hacia la cama. Aquel comentario, al igual que el brillo de los ojos, era tan característico de él, y era tan grato volver a escuchar su voz fuera de algo que no fuese un sueño, que ya no podía haber dudas de que lo que veían sus ojos era cierto.

Sin embargo, ¿por qué una parte de él seguía estando alerta? ¿Se debía únicamente a ese sentimiento, tal vez heredado de su educación religiosa, de que no tenía derecho a ser feliz, o había algo más?

El regreso de Alex era tan real, y al mismo tiempo desafiaba todas las leyes de la lógica de una forma tan radical, que le dividía en dos mitades. Cada una de ellas tiraba con fuerza en una dirección opuesta.

– ¿Te pasa algo? – preguntó Alex, incorporándose en la cama tras detectar sus dudas- Tienes mala cara.

– ¿Estás aquí? Quiero decir, ¿estás aquí de verdad?

-Claro. ¿Te encuentras bien?

Juan le abrazó de forma repentina y con tanta fuerza que casi parecía querer agarrarle para que no se fuera. En parte, era verdad. Al contacto con su piel, el cuerpo de Alex se puso en tensión por la sorpresa, pero pronto se relajó y respondió al abrazo.

Juan comenzó a besarle. El pelo, la cara, la boca. Él, que siempre ponía distancia con sus sentimientos y se había acostumbrado a vivir la vida en piloto automático, decidió pisar el acelerador.

Unas horas después, tomaban algo juntos en el comedor. Juan apenas fue capaz de probar lo suyo, pero Alex devoró su plato con avidez e incluso fue a por un segundo. En aquello, también recordaba al Alex de antes, siempre enamorado de la comida pese a su buena forma física.

-¿No comes nada? – preguntó mientras atacaba ya el segundo plato, que había traído, como el primero, lleno hasta los topes de cosas muy variadas. Juan recordó que también los traía así cuando iban a comer a algún restaurante de buffet libre.

-Prefiero mirarte.

Alex sonrió y siguió comiendo. En parte era cierto, ya que, igual que había ocurrido con el abrazo, Juan temía que si retiraba la mirada un momento él ya no estaría allí. Un miedo que persistía pese a que iba volviéndose más irracional con el paso de los minutos.

Por alguna razón que no comprendía, y tal vez no fuese necesario hacerlo, Alex estaba allí. Con él. Y seguiría estándolo si le dejaba.

Además, quería aprovechar el tiempo que tuviesen juntos, ya que intuía que la dirección del centro pronto tomaría medidas contra los «nuevos internos´´.

De momento, igual de desconcertados ante su presencia que los demás, se habían limitado a observar desde la distancia y a dar libertad de movimientos dentro de los límites de la isla ante la falta de incidentes graves.

Así, al igual que ellos, había internos reuniéndose con personajes de las ilusiones en el comedor, en las habitaciones, en los pasillos y también paseando en el exterior aprovechando que hacía un día un poco más soleado.

Pero aquella libertad, todos lo sabían, solo era aparente. La dirección del centro esperaba el momento en que se rebajaran la euforia y el desconcierto iniciales para evitar una rebelión interna en el momento en que se acercaran a los «nuevos´´ para estudiarles.

O, tal vez, incluso aislarles. Pero ese momento aún no había llegado, y Juan decidió aprovechar aquel extraño regalo.

-¿Recuerdas algo anterior a la isla?- se atrevió a preguntar- Me refiero a cuando vivíamos en el piso.

-Claro. Estoy deseando volver.

-¿Al piso?

-Claro. No me gusta mucho el clima de la isla.

-Pero si ya no lo tenemos. Lo vendí.

Alex se le quedó mirando con cara de extrañeza. Juan decidió probar una estrategia distinta para confirmar aquello que empezaba a temerse.

-¿Te acuerdas del accidente?

-No. ¿Qué accidente?

Juan hizo una pausa, sabiendo que había llegado un momento delicado.

-Nunca me gustaron los coches. Tardé mucho en sacarme el carnet, y lo hice porque me animaste tú. Cuando me lo saqué, para celebrarlo, me llevaste a cenar y en el trayecto de vuelta me dejaste conducir.

-Sí, de eso sí me acuerdo.

-¿Y también de lo que pasó después?

Alex volvió a poner cara de extrañeza, y negó con la cabeza. A Juan no le pareció que fuera fingido, así que decidió no continuar pese a que él sí conocía bien el resto de la historia. Demasiado bien.

Una moto se metió de pronto en su carril para adelantar a una furgoneta blanca, obligándole a dar un volantazo. Chocaron de frente contra una señal de tráfico, y el rostro de Alex chocó contra el parabrisas.

Desde ese momento, ya no fue Alex. Fue una pulpa hecha de sangre y trozos de cristal que siguió persiguiéndole en sueños mucho después de que un policía la cubriese con un plástico amarillo.

-¿Y la isla?- volvió a preguntar, en parte para ahuyentar los malos recuerdos- ¿Recuerdas a qué vinimos aquí? ¿Recuerdas por qué viniste tú?

Aquella vez Alex tardó en responder. Se quedó pensativo durante un momento, haciendo esfuerzos por intentar, como le pedía la pregunta, recordar.

-Es raro. Lo tengo todo un poco difuso. Solo me acuerdo de que vivíamos en el piso, de que estábamos bien, y luego vinimos aquí. Me acuerdo solo de que tú estabas aquí, y yo sabía que tenía que acompañarte. Así que vine.

-¿Eso es todo?

-Sí. Eso es todo.

Juan no siguió preguntando porque cada palabra de su pareja sonaba desconcertantemente sincera. Aquel Alex era justo el que había soñado en sus visitas a los hacedores. Uno que había seguido viviendo como lo habrían hecho si no hubiese ocurrido el accidente.

Uno que venía de un mundo donde la vida que para él había comenzado por fin en un pequeño piso de Madrid no se había acabado en una noche de sirenas, cielo nocturno raso sin nubes y una señal de tráfico doblada por la mitad.

Podía aceptarlo, o seguir haciéndose preguntas para las que ni él ni nadie más en la isla en esos momentos tenían respuesta.

-¿Y tú?- preguntó Alex, tan propenso como lo había sido en la vida antes del accidente a rellenar los silencios. Sobre todo, los que resultaban incómodos- ¿Por qué viniste a la isla?

Antes de responder, Juan le miró a los ojos.

-Buscaba algo que había perdido. Creo que lo he encontrado.

Decidió aceptar.

Aquella tarde pasaron mucho rato en la habitación de Juan. Hicieron el amor varías veces, y al terminar cayeron rendidos uno sobre otro. Su piel sudorosa resultaba húmeda al contacto, y podían sentir sus erecciones rozándose entre las piernas.

Juan abrazó aquel cuerpo que había saboreado tantas veces, y que ahora volvía a cobrar forma y a no ser más una fantasmagoría. Lo sintió dormirse mientras sus pechos subían y bajaban, unidos en una hipnótica danza al ritmo de su respiración.

Sonrió al notar que los dedos de sus pies se habían quedado entrelazados. Era algo que les ocurría a veces al dormir juntos, y que ahora, como muchos otros pequeños detalles, regresaba en forma de segunda oportunidad.

Miró el techo de la habitación, y pensó en su vida tras el accidente. Muchos techos habían formado parte de ella: el techo de la habitación del hospital, el de una habitación que de pronto era muy grande para uno y el de su antiguo cuarto en casa de sus padres, a la que tuvo que volver.

Por último, el techo de su habitación en la isla. Lo miró, pensando que parecía el mismo, pero a la vez no. Bajo ese techo, había deseado la muerte y ahora redescubría la vida.

Ignoraba si Dios, los hacedores o alguna broma macabra de la existencia estaban detrás de aquello. Estaba allí, estaba vivo y ya no estaba solo. Eso era lo único que le importaba. Su vida volvía a empezar.

Antes de quedarse dormido también, recordó una historia que una profesora les leyó en clase cuando eran pequeños. Cerró los ojos y recordó su voz, dulce y cálida. Siempre le reconfortaba, y aquella sensación le ayudó a dormir.

La historia trataba sobre el asedio a la ciudad de Troya por parte de los griegos, y sobre un caballo de madera. Después de defender su ciudad con uñas y dientes, los troyanos fueron engañados por dicho caballo, en principio ofrecido por sus enemigos como presente y símbolo de su rendición.

Sin embargo, un batallón de tropas griego estaba escondido dentro y, cuando los troyanos bajaron la guardia, salieron y tomaron la ciudad al asalto, arrasando con todo y ganando la guerra.

Ese ardid fue la razón de que la historia se quedara con él durante tanto tiempo: un regalo en apariencia maravilloso que esconde al peor de los enemigos.

No supo por qué la historia volvió a su mente justo en ese instante.

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