Cortos de tinta: «Simulatio´´ (capítulo 8)

Capítulo 8: Flor de Jalisco

El concepto de simulación no era ajeno para Cecilia ya desde antes de decidir ir a la isla.

Tenía 21 años cuando decidió prostituirse. No fue una decisión tomada de un día para otro. Dudaba de que alguien pudiera tomar una decisión así de esa forma.

Recordaba la pequeña habitación del piso que apenas podía pagar en Madrid. Al principio lo compartió con una amiga, pero ella se fue a vivir con su novio. Cuatro trabajos precarios y temporales después, decidió dar un giro a su vida.

Decoró la habitación como si no formara parte de la casa en la que vivía. Al fin y al cabo, debía vender a la gente una realidad más atractiva que aquella en la que vivía. Así que la habitación, lo único que mostraba en sus fotos, sufrió un lavado de imagen.

Cuando se sacó las fotografías que luego subiría a internet para atraer clientes, sintió que un extraño fenómeno tenía lugar en su cuerpo.

Era como si se desdoblara, y este ya no le perteneciera. Como si la chica que salía en esas fotografías no fuese la misma Cecilia con la que convivía a diario.

De pequeña le gustaba leer cómics, y entre sus favoritos estaban los de super héroes. Una de las cosas que más le fascinaban de ellos era cómo parecían convertirse en otras personas cuando se ponían el traje y la máscara.

En su vida cotidiana, podían ser mediocres, cobardes, poca cosa. Tipos grises que pasaban desapercibidos entre la multitud. Pero, bajo la máscara, se convertían en otra persona. Alguien poderoso, invencible.

Sin miedo.

Máscara. Recordaba haber leído que su significado original, según los griegos, tenía que ver con el concepto de «persona´´. Esa idea le gustaba. La vida como un gran escenario y las personas como actores representando un papel.

Si todos llevaban máscaras, lo que ella hacía no era muy diferente a lo del resto. O eso le gustaba pensar.

Flor de Jalisco. El nombre fue lo más sencillo, ya que extrañaba su Jalisco natal. Decidió potenciar su origen mexicano en el perfil ya que creía que un toque de exotismo podía resultar morboso a los hombres españoles.

No se equivocó.

Fue en esa época cuando decidió teñirse el pelo de azul. Las primeras veces se encontró muy extraña cuando se miró al espejo, pero esa era en parte su intención. Cuanto menos se reconociera a sí misma, más fácil le resultaría hacer su trabajo.

Como en la simulación. Un desdoblamiento entre su yo real y su yo soñado. En eso se convirtió su vida.

Pasó poco tiempo entre que subió su anuncio a internet y la llegada de los clientes. Se sorprendió ya que nunca se había creído especialmente atractiva, ni con un rostro bello. No tenía mala figura, aunque las piernas estaban algo curvadas hacia dentro, herencia de su madre.

En esos días se acordó mucho del chico con el que perdió la virginidad a los dieciséis. No fue algo especial, pero sí recordaba algo que él había dicho acerca de su mirada. Tenía, según le dijo, el sexo en ella.

Tal vez era eso lo que atraía a los hombres. Nunca llegó a saberlo, y en el fondo no le importaba.

Comenzó a haber una brecha muy grande entre la chica que era durante las horas de trabajo, y la que era el resto del tiempo. Entre Cecilia y flor de Jalisco.

La segunda usaba ropa que la primera nunca llevaría. Tops ceñidos, medias de nylon o rejilla, faldas cortas, camisas con transparencias. Recibía a los hombres con una sonrisa en la puerta, y pasaban a la habitación sin más ceremonias.

Al tener sexo con ellos, le gustaba observar su imagen en un espejo al lado de la cama. Era la única forma que tenía de reconocer al menos un aspecto de sí misma. El color, que había seleccionado por recordarle a los cielos habitualmente azules de su Jalisco natal.

Aprendió a verse de muchas formas, y en muchas posiciones, en aquel espejo.

A veces encima de otro cuerpo sudoroso cuyos jadeos se sincronizaban con los suyos. A veces debajo. A veces a cuatro patas mientras su amante le tiraba del pelo, o hundía sus manos en él. A veces con las piernas levantadas, abrazando el torso del otro.

Otras, la cabeza le colgaba boca abajo en el borde de la cama mientras el cliente le manoseaba y lamía los pechos. Esta era una de las que más le gustaban, porque tenía la sensación de ver un reflejo invertido.

Le ayudaba a pensar que la chica que veía no era ella.

Los clientes solían llegar solos, aunque a veces los acompañaban amigos. Llegó a recibir un par de despedidas de soltero. Aprendió a ser una chica diferente con cada uno de ellos, a leer sus necesidades e interpretarlas.

A veces querían que ella los dominase. Otras, solo se sentaba y se dejaba hacer. Como una muñeca de porcelana que tenía de pequeña, y a la que vestía a su gusto. Solo que a ella la desvestían.

A veces, querían un poco de conversación. Esos solían ser los casados, que se quitaban el anillo al poco de llegar y parecían necesitar aliviar su culpa a través de la charla. Sin embargo, por contraste solían ser los más retorcidos en cuanto a gustos sexuales.

Por último, estaban los que simplemente querían que les dejase meterle el miembro. Estos eran los más sencillos de complacer.

Aprendió a callar y a no quejarse cuando estos eran muy grandes, y le dolían. También a sacar la máxima erección posible de los que no prometían tanto, usando sus manos, su boca y a veces, según el gusto del cliente, incluso sus pechos. Llegó a ser muy buena en esto.

Llegó a tener que manejar varios a la vez, durante los bukkakes. Le gustaba mantener el contacto visual con el cliente mientras le lamía. Si era verdad que para los hombres tenía el sexo en la mirada, quería que lo sintiesen al mirarla.

Durante esos momentos se sentía invadida por un extraño placer. El rostro de los clientes se contraía en muecas de disfrute y ojos en blanco. Se sentía poderosa al saber que ella lo estaba provocando, ya que por una vez los manejaba y no al revés.

También sentía que en los momentos previos al orgasmo el cliente le mostraba su verdadero ser, como si hubiera alcanzado algún tipo de revelación parecida al éxtasis religioso. En cierto modo, ella los había conocido mejor que nadie.

Era una de las cosas que más le gustaban de su oficio: poder ver más allá de la fachada que las personas mantenían a diario. Conocer sus gustos y deseos prohibidos. Gracias a aquello, aprendió a leer a las personas.

Era, y a veces le daba la risa al pensarlo, una especie de confesora sexual.

Lo que menos le gustaba era lo del semen. A muchos clientes, sobre todo durante los bukkakes, les gustaba correrse encima de ella. Era una sensación húmeda y pegajosa, pero podía soportarla. Nada que un par de duchas no pudiesen arreglar.

Tragárselo era algo muy distinto. Algunos se lo pedían, e incluso a veces les gustaba besarla justo después para probarlo de sus labios. Odiaba tenerlo en la boca, y recordaba muy bien que la primera vez vomitó.

Pero eran gajes del oficio. Flor de Jalisco le permitió vivir relativamente bien durante sus últimos años en Valencia, antes de la isla.

También le hizo pensar sobre su relación con el sexo, e intentar averiguar de donde venía esa habilidad que tenía a la hora de dar placer y recibirlo, aunque fuese por dinero. La parte de ella que dormía salvo cuando era flor de Jalisco.

La respuesta estaba en un cine de México, una tarde muchos años antes de su llegada a la isla. Una tarde muy calurosa donde las cigarras cantaban.

No le extrañó nada, por tanto, que este fuera el lugar que le mostró una de las simulaciones.

Normalmente, estas mostraban recuerdos hermosos, bien fueran instantes idealizados del pasado o escenas de un hipotético futuro deseado.

El recuerdo que le mostraron a ella ese día provenía del pasado. Tenía algo de hermoso e idealizado, pero también oscuridad.

En cierto modo, pensó, reflejaba bien cómo era su alma.

Tenía doce años, y aún no vivía en España. Faltaba mucho tiempo para que su cabello, entonces negro, acabase azul. Faltaba aún más para que le partieran una de sus cejas.

En Guadalajara, la ciudad más grande y la capital de Jalisco, había un pequeño cine al que solía ir con su padre. Aquel día, hacía mucho calor y las calles estaban semi vacías.

Recordaba atravesar en coche la plaza de armas, donde las estatuas en representación de las cuatro estaciones proyectaban sombras que se iban desplazando según desde dónde les incidiera el sol, como las agujas de un reloj.

Ni siquiera recordaba bien la película que fueron a ver hasta que la vio de nuevo en la simulación. Era una comedia mexicana en la que actuaba por primera vez su entonces ídolo de You Tube. Estaba un poco enamorada de él en aquel entonces.

Pero lo más fascinante del cine era ver las imágenes cobrar vida en la pantalla. Aquel día, el aire acondicionado estaba muy alto en contraste con la temperatura del exterior. La luz que provenía de la cabina de proyección dibujaba motas de polvo en el aire.

Era mágico, no importaban las veces que lo viese.

Su padre, Mauricio, se levantó a mitad de la película para ir a rellenar su refresco. Aquel día tenía mucha sed a causa del calor.

-Espérame, no me tardo- dijo, y cruzó el pasillo hasta desaparecer escaleras abajo. Les habían dado entradas en el anfiteatro, y veían la película desde una posición elevada.

Cecilia tuvo una sensación extraña. Estaba siendo testigo de una escena ya vivida, mientras su yo de doce años comía palomitas y veía una película ya vista. Una simulación dentro de otra.

Pero lo peor era que, al igual que ocurría con los personajes de la pantalla, no podía gritar a su yo del pasado para advertirle de lo que ocurriría a continuación.

Sus manos rozaron el fondo del bol de palomitas, dándose cuenta de que se le estaban acabando. Fue entonces cuando el hombre sentado a su lado se atrevió a hablarle.

-¿Quieres de las mías?- dijo, con acento español.

Se fijó en él por primera vez. Su aspecto era normal. Llevaba puesta una camisa de tirantes y tenía una barba pronunciada que le recordaba a la de su padre.

Agitó su cubo de palomitas, lleno aún hasta la mitad, y exhibió una sonrisa que invitaba a confiar en él.

-Gracias- se limitó a decir Cecilia, y cogió un puñado. Siguió viendo la película mientras iba cogiendo palomitas de la palma de su mano, y comiéndoselas poco a poco.

La parte de su conciencia que conectaba con su yo durmiente se preguntó si podía hacer algo para alterar la simulación. Si conocer el pasado le permitiría cambiarlo. Decidió no hacerlo, ya que no tendría consecuencias reales.

Además, lo que estaba presenciando también formaba parte de su vida.

-¿Te está gustando la película?- le preguntó el hombre español al oído. Su boca, que olía ligeramente a alcohol, estaba excesivamente cerca, hasta el punto de que podía sentir los pelos de su barba rozándole.

Se limitó a asentir.

-Me alegro- dijo el hombre, que no parecía haber notado su incomodidad- Coge más palomitas si quieres.

El hombre cogió un puñado de estas y se las puso en la mano, de nuevo deteniéndose excesivamente al hacerlo y dejando que sus dedos rozaran la palma de Cecilia más tiempo del debido.

Fue menos de un minuto después, mientras comía, cuando notó la sensación por primera vez.

Al principio no identificaba de dónde provenía. Solo sentía un extraño roce entre sus piernas, a la altura de su pubis. Después, en la semi oscuridad de la sala, distinguió un brazo que no debía estar ahí, proveniente del asiento de al lado.

El hombre la estaba masturbando por encima de la ropa.

Se quedó inmóvil. Sin moverse. Sin gritar. Temía que al hacerlo el otro retirara la mano y ella quedase como mentirosa. Además, estaban en el palco, rodeados de muchos asientos vacíos. Las miradas de los demás estaban fijas en la película.

Nunca se estaba más indefenso, pensó, que en un cine. Podía ocurrir una tragedia en la fila de atrás y los espectadores ni se enterarían por estar pendientes de la pantalla en un proceso de hipnosis colectiva.

Así que se quedó quieta, como años atrás haría con algunos de sus clientes, y se dejó hacer esperando que todo terminara rápido.

La sensación siguió durante un fragmento de tiempo que no llegó a un minuto, pero que para ella fue como los fotogramas ralentizados de una película.

Los dedos subían y bajaban rozándole el pubis, creando una sensación inquietante y placentera que no le era desconocida, pues ya se había masturbado. Pero era la primera vez que otra persona manipulaba su cuerpo, haciéndolo sentir ajeno a ella misma.

Pensó en un piano tocado por un solo artista. De pronto, llegaba otro y demostraba conocer perfectamente como manipular una a una las teclas hasta arrancar los sonidos deseados. Eso era su cuerpo en esos instantes.

Cuando llegó el clímax, sus labios se curvaron y emitió una ligera expresión de placer. Más tarde, al recordar la escena, sería lo que más vergüenza y asco le produciría.

El hombre no volvió a molestarla. Ni siquiera hizo gestos de seguir reparando en su presencia. Siguió viendo la película y comiendo palomitas. Cecilia permaneció sentada mientras su cerebro trataba de comprender lo que había sucedido.

Su padre llegó poco después, disculpándose por haber tardado más de la cuenta. Pronunció excusas sobre haberse topado con la gente de la siguiente sesión, los cuales estaban formando cola en el bar del cine.

Pero Cecilia no escuchó una sola palabra. Le sonaban tan lejanas como el ruido del tráfico en la calle.

El nuevo refresco, lleno hasta arriba, estaba frío y húmedo al tacto. Le recordó a la humedad que sentía entre sus piernas, y una oleada de vergüenza la inundó por completo, haciendo que recobrara la movilidad.

Se excusó ante su padre, y fue al baño. No regresó para ver el final de la película. No deseaba volver a encontrarse con aquel hombre al que sabía que su padre mataría si ella hablaba.

Se limpió lo mejor que pudo, aunque la ropa interior seguía manchada. Decidió que se la cambiaría en cuanto llegase a casa, y, si su madre preguntaba, diría que era pis.

Al salir del baño y mirarse en el espejo, tuvo por primera vez la sensación que no comprendería hasta años después, cuando se mirase en el espejo de la habitación donde recibía a los clientes.

Se sintió partida en dos. La otra mitad, la que le causaba vergüenza, estaría detrás de ella siempre.

A pesar de ser un día muy caluroso, o precisamente a causa de ello, estalló una tormenta cuando salieron. Su padre le pidió esperarle en la entrada mientras traía el coche, y Cecilia acabó accediendo.

Una parte de ella no quería volver a quedarse sola. Creía volver al hombre del cine en cada uno de ellos que se le acercaba. Pero este, como el protagonista de un mal sueño, jamás reapareció.

Además, otra parte agradecía estar unos minutos a solas. Ordenar su cabeza para saber qué hacer. No hablaría, eso ya lo había decidido. ¿Cómo podría hacerlo si ni siquiera lograba procesar lo que le acababa de suceder?

Violación. Fue una palabra que tardó muchos años en empezar a concebir, y que nunca llegó a usar. Ya sabía lo que era, había escuchado historias acerca de ello en el colegio y por televisión.

Pero se negaba a reconocer que algo así le podía haber ocurrido.

Además, su caso no era exactamente como los otros. Nadie la penetró, no tenía pruebas incriminatorias en su cuerpo. Solo su palabra. La que no le habían pedido para que diera su consentimiento.

Dentro de aquel cine, había aprendido que podían arrebatarle el control de su cuerpo, y también el de su palabra.

El sentimiento de vergüenza, que solo tiempo después evolucionaría hacia odio contra el hombre español, se apoderó de ella y decidió callar. Sabía que muchas chicas violadas se convertían en deshonra para su familia en México, incluso en el de los años 2020.

Ella no sería una de esas chicas. Sería buena, iría a clase, sacaría buenas notas y trataría de ir a la universidad para después tener un buen empleo. Haría, ni más ni menos, lo que se esperaba de ella.

Como una muñeca movida por hilos.

Mientras la lluvia caía y ella se resguardaba en la entrada del cine, sentada en los escalones y cogiéndose las rodillas, pensó en cómo aquel suceso había marcado sus relaciones afectivas el resto de su vida.

Cecilia se convirtió en flor de Jalisco porque a esta le resultaba fácil adoptar distintas personalidades dependiendo del cliente. Podía ser sumisa, activa, dicharachera o pasiva. Pero nunca ser ella misma.

Eso era fácil. Más cómodo que mostrarse a los demás. Como Juan le había dicho mientras comían, prefería ver la vida tras la seguridad de una barrera. Eso incluía a su familia, a la que nunca habló de aquel episodio.

Sexo en la mirada. Se preguntó si aquello era lo que había visto el hombre español, y todos los que aparecieron en su vida después. Si el sexo ya estaba ahí o lo pusieron ellos. Si la gente cree ver en los demás lo que en realidad lleva dentro.

Si el sexo era su super poder, flor de Jalisco lo utilizaría para su propio beneficio. Nunca más se aprovecharían de ella sin darle algo a cambio.

El sonido de un claxon interrumpió sus pensamientos.

El coche de su padre estaba ante la puerta del cine. Recordó la escena. Ella cruzaba la calle corriendo, se subía y volvían a casa. Aquella vez fue igual, pero con una importante diferencia.

Había oído historias acerca de simulaciones que se volvían inestables porque la mente del durmiente lo era. Gente que no se adaptaba. La misma gente de la que Ana tuvo miedo de formar parte.

Sin embargo, nunca antes le había ocurrido a ella.

En la simulación, un elemento era distinto respecto a sus recuerdos. Un elemento que había cambiado por un proceso de su mente, y del que fue consciente al cruzar la calle.

Tras el volante del coche no estaba su padre. Estaba otro hombre, también de España. Un hombre con el que en la vida real no se encontró hasta muchos años más tarde, cuando aún era flor de Jalisco. El mismo que acabó con su carrera de prostituta.

Abrió la puerta del coche, y miró a los ojos al hombre al que acabaría asesinando.

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