
Capítulo 7: Fuegos de artificio
Juan se reencontró con Cecilia en el comedor dos días después de la muerte de Alberto.
Observó que, cuando Ana no estaba con ella, solía sentarse sola. Parecía más cómoda así. No rehuía a los demás ni era desagradable. Simplemente prefería la soledad.
«Porque soy una asesina´´. Aquellas habían sido sus palabras de despedida la última vez que hablaron. Aún resonaban en la mente de Juan.
Así que aquel día de reencuentro decidió desafiar las reglas de su compañera.
-No me lo creo- dijo mientras ponía su bandeja de comida frente a ella y se sentaba. Cecilia le observó con tranquilidad y sin sentirse amenazada.
– ¿El qué? – se limitó a preguntar.
-No me creo que seas una asesina.
-No me conoces.
-No. Pero intuyo cosas.
-Dímelas, pues.
-Creo que te da miedo implicarte con alguien. Por eso intentas alejar a la gente.
-Interesante. Mira, Juan.
Cecilia hizo una pausa antes de seguir. Al chico le sorprendió que recordara su nombre.
-Quiero que seas sincero. Acá hay un chingo de gente, ¿por qué te interesa tanto hablar conmigo?
Aunque no sabía a dónde llevaría aquella conversación, Juan estuvo de acuerdo y puso las cartas sobre la mesa.
-Nada en especial. Es solo que me recuerdas a mí.
Era cierto. Las mismas sensaciones que tuvo el primer día estaban ahí. La mirada. El tono cauto en la voz. La misma barrera invisible a la hora de conocer a alguien. La misma que para algunos podía volverles misteriosos.
Pero solo era inseguridad.
-Es curioso. Tú me recuerdas a mi papá. Tienes su misma mirada.
Mientras hablaba, fijó su mirada en la de él. Eso era algo que Juan no solía llevar bien. La mirada, según la entendía, era una puerta de acceso a la persona. Por eso él solía retirarla, aún a riesgo de que le alejara de algunos. O precisamente a causa de eso.
Sin embargo, a la chica de pelo azul sí se la mantuvo.
-Hay algo en tus ojos. No es tristeza. Es como si estuvieras perdido.
-Creo que todos los que venimos aquí lo estamos un poco.
-Puede ser. Acá es a donde vienen las almas perdidas, o eso dicen.
Juan se la quedó mirando aún con más atención que antes.
-¿Dónde oíste eso?
-No lo recuerdo. Fue cuando se supo todo lo de esta isla.
-Yo oí una frase similar.
En ese momento, Cecilia terminó de comer y retiró la bandeja.
-Mira, Juan. No es que no quiera que seamos amigos. De verdad, pareces buena onda. Pero no te conviene. Soy complicada.
-Creo que eso es lo que te dices a ti misma. Lo has hecho tantas veces que has acabado creyéndotelo.
Sin añadir nada durante un momento, Cecilia se le quedó mirando. Juan aguantó el tipo, pero se sorprendió de sí mismo. No solía ser tan directo con la gente.
Sin embargo, con aquella chica le resultaba fácil por alguna razón.
-Estoy sorprendida.
-¿Por qué?
-Pareces conocerme bien.
-¿Eso te molesta?
-No. Pero me genera curiosidad.
Acto seguido la chica dejó la bandeja sobre la mesa y le cogió la mano. Juan, no acostumbrado al contacto físico, se dio cuenta de que, al igual que con la mirada, no la retiraba. También se dio cuenta de que la mano había estado temblando hasta que ella la agarró.
-¿Cuánto hace que no vas a la bóveda?
-Dos semanas.
El chico se dio cuenta en ese momento de que Cecilia le conocía igual de bien que él a ella, aunque no lo verbalizase. El temblor en la mano solo era otro de los síntomas que había estado experimentando poco a poco desde que se convirtió en durmiente.
Poco a poco, el mundo que tenía ante sí y percibían sus sentidos, empezaba a resultarle extraño. En ocasiones, los largos pasillos por los que caminaba parecían estar formados por líneas que ya no eran rectas, sino que se inclinaban hacia los lados.
Las paredes no eran superficies sólidas al tocarlas, sino que se hundían al contacto con sus dedos. El mundo que le rodeaba, incluido el exterior al que ya le dejaban salir, le parecía una amalgama de colores apagados, principalmente grises y blancos.
Un cuadro falto de color del que el comenzaba a sentirse mero espectador.
Incluso las voces de sus familiares, que ya podía escuchar a través de videochats, le sonaban apagadas y distantes, como si hubieran perdido el timbre que las hacía únicas. Como si en el fondo siempre escuchara la misma voz.
Salvo, por alguna razón, la de Cecilia. Era la primera del mundo consciente que le resultaba real desde su llegada.
-Tranquilo- dijo la chica, y le soltó la mano- Si me guardas mis secretos, yo te guardo los tuyos.
Juan recordó un incidente que tuvo lugar apenas una semana antes, en aquel mismo comedor. Lo recordaba bien porque fue el momento donde empezó a ser consciente de que su mente se estaba alejando de la realidad.
Una chica, no recordaba su nombre, se atragantó comiendo. Casualmente él era el que estaba sentado más cerca de ella en ese momento, aunque no habían interactuado en ningún momento de la comida.
El personal del complejo que siempre estaba presente a esa hora no estaba mirando. Pasaron unos momentos hasta que la chica, cuya cara empezaba a adoptar una tonalidad roja, llamó la atención de alguien sentado en la mesa de al lado y este les aviso.
El incidente terminó bien. A la chica le aplicaron una maniobra de Heimlich y lograron evitar que se asfixiara. Después, fue trasladada a la enfermería.
Todo sucedió tan deprisa que nadie llegó a percatarse de lo que había sucedido salvo Juan, que tuvo que lidiar en silencio con las consecuencias. En los segundos que siguieron al momento en que la chica se atragantó, solo él fue testigo.
No hizo nada para advertir a nadie, como sí hizo el compañero de la otra mesa. Podría haberla ayudado. Avisar. Practicarle la maniobra él mismo. Pero se quedó observando con el mismo desapego con el que empezaba a relacionarse con el mundo.
Solo fueron unos segundos. Pero se quedaron grabados en su memoria.
Solo aquella chica de pelo azul parecía haber reparado en lo que él llevaba días sospechando: empezaba a importarle muy poco el mundo consciente. Estaba alejándose de la realidad.
-Te equivocas en lo de que no nos parecemos- le dijo a Cecilia- Los dos hemos venido huyendo de algo. Quizás tengas razón en que ahora no es el momento de ser amigos. Pero, si logramos dejar de huir, tal vez podamos serlo.
-Es posible. Cuídate- dijo, y se alejó caminando.
Juan pensó si alguna vez llegaría a averiguar de qué huía ella. Pero no tuvo demasiado tiempo para ocupar sus pensamientos con eso.
Antes del final de aquella misma semana, volvieron a decir su nombre entre los que ese día debían ir a la bóveda.
Cuando se hundió en la inconsciencia, observó el mundo desaparecer en un torbellino de sensaciones, sonidos y colores que se desvanecían hasta que uno por uno, como enchufes que alguien desconectaba, dejaban de estar operativos.
Después, la inconsciencia. La tabula rasa donde todo volvía a empezar.
El mundo, que ya no era el consciente sino aquel que empezaba a convertirse en el suyo, volvía adquirir textura y color como si fuera una imagen pintada en un lienzo por manos invisibles. Poco a poco, los sonidos acompañaron a las imágenes.
Por último, estas se pusieron en movimiento como los fotogramas de una película.
Juan, que ya no era un espectador sino un personaje más del cuadro, solo necesitó unos minutos para comprender dónde se encontraba.
El olor a café recién hecho que preparaban en aquella cafetería del centro de Madrid le despertó enseguida sentimientos de nostalgia. Avanzó hasta la mesa del fondo, donde sabía que él le esperaba.
Avanzó con confianza, sabiendo que después de sucesivas visitas su mente había ido adaptándose cada vez mejor a aquella nueva realidad. El incidente de la cara ensangrentada había quedado muy atrás.
Ahora, aquello se parecía más a su mundo que su propio mundo.
La canción que sonaba era la misma de aquel día, lo que aumentó su sensación de familiaridad. Una camarera pasó tan cerca suyo que incluso pudo oler su perfume. Costaba pensar en aquello como una fantasía cuando podía olerla y escucharla.
Cuando todo estaba lleno de vida y color.
-Al final te animaste a venir- dijo Alex, sonriéndole desde la misma mesa donde se lo encontró aquella vez.
La primera vez. La primera de muchas veces.
Juan tenía entonces, y volvía a tener gracias a los hacedores, poco más de veinte años. Retraído e inseguro, no había tenido pareja pese a que se le presentó alguna posibilidad en el instituto. Pero con Alex todo era distinto.
Nunca antes había quedado con un chico. Ni siquiera se había planteado demasiado si le gustaban hasta conocerle. Se había dado cuenta de que le excitaba el cuerpo de algunos compañeros cuando los veía en el vestuario, pero no había seguido esos deseos.
En realidad, no había seguido ningún deseo. Siempre vivió escondido, seguro en su caparazón. Detenido en el tiempo.
Alex cambió eso. Recordaba sus conversaciones en el chat de internet, con su ordenador portátil colocado sobre la barriga y transmitiéndole su calor.
Nunca se había sentido objeto de deseo, ni había tenido seguridad suficiente en sí mismo como para perseguir a los objetos del suyo. Con Alex no tuvo que hacer nada. Él, por su personalidad, era quien le buscaba. Siguió haciéndolo hasta que consiguió que se vieran.
En su presencia, se sentía deseado. Se abrió, no sin dudas provocadas por su timidez, a ese deseo por primera vez. Al suyo, y al del otro focalizado en él.
-Era lo que querías, ¿no?
-Claro- dijo él. Tenía tres años más que él, y aquella primera vez que se vieron aún no tenía el cabello completamente blanco, pero estaba cerca. Según le dijo una vez, le venía de familia- He pedido unas cervezas.
Al decir esto, le cogió la mano. No de forma agresiva. Tan solo la colocó encima de la de Juan, fingiendo hacerlo de forma casual, y la dejó ahí.
Juan recordó las sensaciones que tuvo cuando eso mismo ocurrió cuando se vieron la primera vez. Curiosamente, eran muy parecidas a las de la simulación.
Decidió mantener la mano donde estaba, sabiendo que una corriente de entendimiento circulaba en ese momento entre los dos. Por alguna razón, recordó el momento en el que Cecilia le había cogido la mano esa mañana.
Años después de aquel primer encuentro, cuando ganó experiencia en las relaciones gracias a Alex, comenzó a pensar en ellas como carreras de obstáculos. Llenas de pruebas que debían saltarse para llegar a la meta, y donde no ganaban los más rápidos.
Solo aquellos que mantenían el ritmo mejor.
Aquel momento donde Alex le cogió la mano fue la primera prueba, el primer obstáculo que se presentaba en la carrera que iban a recorrer juntos. Supo, en el momento en que decidió no retirar la mano, que lo había saltado con éxito.
-Si viene justo ahora la camarera y nos ve- dijo, confirmando las sospechas de Juan- ¿Te molestaría que siguiera sin mover mi mano?
-No- respondió Juan tajante, como un atleta cuyos pies cruzaban por encima del obstáculo antes de continuar la carrera- No lo haría.
Alex sonrió y retiró la mano. En ese momento, la música cambió.
Juan sentía estar observando una escena que ya había vivido, pero con el bagaje de más años de experiencia. Quizás esta nueva visita a aquel día especial no pudiera compararse en cuanto a emoción a la primera vez, pero se quedaba muy cerca.
Además, le hacía sentir vivo. Parte del mundo.
Recordaba perfectamente aquella canción. La primera vez que la escuchó no tenía un gran nivel de inglés y no entendió gran cosa, pero algo captó su atención. La música tenía un buen ritmo y el estribillo era pegadizo, pero existía una tristeza latente en el tono en el que la cantaban.
Aquello le daba, en su opinión, un barniz especial.
Años después, al investigar sobre ella, confirmó su primera impresión. La letra contaba la historia de un chico cuya novia había muerto y trataba de recordar pequeños detalles que habían definido su relación. Pequeñas cosas que sin ella ya no estaban.
Tras el accidente en el que se mató Alex, pensó que el destino había tomado una decisión muy cruel al convertir aquella en la canción de su primera cita.
Al escucharla tratando de recordarle, le vinieron a la mente todos los pequeños detalles que habían formado el microcosmos de su relación. El primero de ellos era el momento en que le había cogido la mano, y él no la retiró.
El momento en el que decidió, por primera vez, implicarse con alguien.
La simulación siguió, punto por punto, el orden de los recuerdos que tenía asociados a aquel encuentro en la cafetería y lo que le siguió.
No le besó por primera vez hasta llegar a su apartamento. Pudo ver, en la forma en que algunos les miraban, que ellos «sabían´´. Sabían lo que había entre los dos. Pero se sorprendió a sí mismo al darse cuenta de que no le importaba.
Aquella zona del centro, repleta de gente, vida, cines y actos culturales era muy diferente al conservador barrio en el que vivía con su familia, y donde jamás se habría atrevido a cogerse de la mano con un chico.
Eran dos mundos diferentes dentro de la misma ciudad.
La excusa para ir a su apartamento desde la cafetería era ver unas películas que Alex tenía allí. Estas eran de temática pornográfica homosexual, y Juan envidió la libertad que aquel pequeño apartamento daba a ese chico, permitiéndole ver aquello cuando quisiera.
Muy diferente de su casa, donde también vivían sus padres y donde solo le quedaban las pantallas de internet para explorar sus propias fronteras, incluidas las de la sexualidad.
Allí, mientras observaba las distintas cosas que dos hombres podían hacer con sus cuerpos, se sentó muy cerca de Alex y sus rodillas se rozaron. Pasado un rato, sintió como su mano comenzaba a acariciarle la pierna.
Aquella fue la señal que los dos habían estado esperando, y ya no hubo marcha atrás.
Alex se quitó lentamente la ropa. Su torso no estaba tan bien formado como el de los actores de la película, pero era agradable a la vista y al tacto. Se dio cuenta de que, al contrario de cuando fantaseaba con mujeres, no podía evitar comparar su cuerpo con el de su amante.
Su barriga, cubierta por la camisa, mostraba evidencias de una vida sedentaria y no podía compararse con la del esbelto Alex. Pero esto no frenó su deseo.
Mientras Juan le observaba desde el sofá, se quitó los pantalones y dejo ver la fuerte erección bajo unos calzoncillos de color azul celeste. Al mismo tiempo, el cuerpo de su amante respondió y bajo la cremallera de su pantalón se dibujó un bulto.
Alex le besó dulcemente mientras colocaba su cuerpo sobre el suyo y las dos erecciones se rozaban, produciendo una sensación erótica muy diferente a las que Juan había conocido hasta ese momento.
No hubo penetración. No aquella primera vez. Alex le desabrochó lentamente el pantalón y le bajo los calzoncillos. Cogió su aún poderoso miembro y comenzó a lamerlo con la experiencia que le daban encuentros anteriores.
Juan se dejó hacer. Por primera vez, al contrario de lo que una chica habría esperado de él, no debía dar el primer paso. Él era el objeto de deseo. A él le mimaban, le trataban como si fuera algo especial. Aquella sensación le reconfortó.
Los momentos que pasaron hasta que descargó en la boca de su amante los pasó mirando al techo y acariciando con sus manos la textura del sofá. Invadido por una sensación placentera, escuchó en la distancia los gemidos procedentes de la televisión.
Un recuerdo de su infancia, de una de sus visitas al pueblo de su madre, le vino a la memoria. Eran las fiestas del pueblo, y observó fascinado los fuegos de artificio que indicaban el colofón final de estas.
Su orgasmo fue algo parecido a esas luces de artificio. Miles de formas y colores encontrándose al mismo tiempo, y creando un espectáculo efímero, pero de gran belleza en el estrellado cielo de la noche.
Así, estallando de muchas y placenteras formas, reaccionó su cuerpo.
Estuvieron juntos durante un rato más después del sexo. Alex lo acompañó al metro más cercano, y estuvo en todo momento atento con él. Volvió a tener esa sensación de ser el protegido, el cuidado. Le gustó.
Para alguien que siempre había tenido problemas para amarse a sí mismo como él, fue una sensación placentera. Además, le hizo intuir que aquel encuentro no solo había sido especial para él. Alex no mostraba signos de verle como un ligue más.
Sin duda, aquel no sería su último encuentro. Ambos lo sabían.
La cita terminó de forma cíclica, con la misma canción de la cafetería. La segunda vez que la oyeron, atardecía y ellos estaban sentados en un banco de la misma plaza donde estaba la parada de metro.
Tomaron helado que Alex compró, y hablaron de sus vidas. Juan, de la suya como estudiante universitario que no sabía qué sería de él después. Alex, de su trabajo como dependiente en un supermercado y de su gusto por los chicos difíciles.
Juan nunca se había considerado a sí mismo de esa manera, pero al parecer Alex sí le veía de esa forma por su carácter reservado que, según él, generaba una extraña atracción.
Aunque hablaron, lo que más hicieron fue escuchar la canción. Alex la encontró en You Tube, y la oyeron una vez más con unos cascos que llegaban hasta cada una de sus orejas y después se unían en línea descendente hasta el móvil.
La misma línea que unía a través de la música a ambos amantes.
Sobre ellos, un cielo color vainilla pintaba el atardecer. La ausencia de nubes y una agradable temperatura que les refrescaba la cara lo convertía en una extraña obra de arte oculta en medio de la ciudad.
-Es como un sueño, ¿verdad? – dijo Alex, y por primera vez sucedió algo en la simulación que no se correspondía con la cadena de eventos original. Miró el rostro de su amante, y detectó una sombra de preocupación- ¿Qué te pasa?
-¿Y si fuese un sueño?
Alex sonrió. Lo hizo con una de esas sonrisas que Juan recordaba tan bien. Esas que le dibujaban hoyuelos en las mejillas, y que combinaban un toque de picaresca con una sincera comprensión.
-Bésame rápido, entonces, antes de que te despiertes.
Juan lo hizo. El último fotograma de la simulación captó sus bocas encontrándose e intercambiando saliva que, como el helado, sabía a nata.
Esa noche, en el mundo consciente, Juan se durmió escuchando a lo lejos el sonido de las olas que rompían en la costa.
Observó el techo, que de pronto le parecía la tapa del ataúd donde estaba enterrado en vida. La inconsciencia a la que se aproximaba no era una tabula rasa como la anterior. Al despertar, el mismo mundo de colores apagados le esperaría para recibirle.
Sintió su mano temblar como lo había hecho en el comedor, pero no le importó. Se preguntó si podría quedarse así, como estaba. Sin moverse ni reaccionar. Tal vez podría, si con eso le enviaban permanentemente a la simulación.
No era una mala alternativa. No haría nada diferente a lo que ya hacía: ser un observador impasible de un mundo que cada vez le parecía más lejano.
Un mundo donde la cara que acababa de ver frente a él estaba cubierta de sangre y cristales, y el cuerpo que le había rozado frío y metido en un ataúd que al cerrarse se había llevado con él la mejor parte de su vida.
Fue entonces, en medio de sus reflexiones, cuando se planteó por primera vez la posibilidad de morir.
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