Cortos de tinta: «Simulatio´´ (Capítulo 6)

Capítulo 6: Primer incidente

El primero de los incidentes que se desencadenaron en la isla y desataron el caos sobre ella tuvo lugar al mes de llegar a ella Juan, Ana y Cecilia.

Tuvo como protagonista a un guardia de seguridad de 43 años llamado Alberto.

A primera hora del 29 de abril de 2045, observó a uno de los hacedores a través del filtro azul de los monitores en la sala de control, donde montaba guardia. Los de seguridad solían estar ocultos a la vista de los internos por orden de madre.

No querían crearles la sensación de estar en una cárcel.

En fechas posteriores, algunos de los testigos comentaron que aquel primer suceso ya debió ponerles en alerta. No era habitual que los hacedores se mostraran ante las cámaras. Parecían haberse aprendido la localización de cada una, y los ángulos exactos para evitar aparecer.

Aún era menos habitual que sus ojos violáceos brillasen como cuando se encontraban con los durmientes.

Al verlos, Alberto tuvo la sensación de que su resplandor atravesaba el filtro de la pantalla y penetraba, de alguna forma, en su cabeza.

La sensación permaneció allí incluso después de la hora de la comida. Como una punzada constante, un martilleo detrás de los oídos.

Incapaz de concentrarse al cien por cien en su trabajo, caminó hasta la playa pasada la hora de la comida. Encendió un cigarro y se sentó en la arena mirando el horizonte, que aquel día estaba algo más despejado de lo habitual.

Fumar siempre le relajaba. Observó como el humo se elevaba y, como una madeja de hilos, se deshacía a medida que se elevaba.

Le recordó a las ilusiones a las que se aferraban los que estaban en el recinto. Él, por el contrario, prefería el mundo que podía ver y tocar. Puede que no fuese bonito, pero era en el que se había criado. Era el que entendía.

Se quedó contemplando el muro de niebla, más fino aquel día, y pensó en los compañeros al otro lado. Aquellos que desde los barcos del ejército vigilaban el acceso a la isla. A veces se comunicaba con ellos por radio para recordar que ahí fuera existía alguien más.

Fue al terminarse el cigarro y levantarse cuando se percató de que no estaba solo en la playa.

El chico estaba a unos diez pasos. Quinceañero. En camino a unos dieciséis que nunca llegarían. Llevaba capucha y el mismo palestino que aquel día se manchó de sangre.

Le observaba. O eso percibían sus sentidos. Pero no podía ser. Porque el chico estaba muerto. Alberto lo sabía bien. Fue él quien lo mató.

Decidió seguir caminando, e ignorarlo. Aquello, pensó, debía ser el resultado de haber visto a uno de los hacedores. Ahora, también él era un durmiente. Pero en vez de un sueño, como había oído que hacían con otros, le habían traído una pesadilla.

Los años anteriores a la llegada del meteorito fueron convulsos en la península. Los jóvenes convocaban manifestaciones para reclamar soluciones al encarecimiento de la vivienda, la precariedad laboral y la falta de futuro.

Algunas acababan generando violencia.

Contenedores quemados. Lanzamiento de botellas de la policía. Cargas de los antidisturbios. Un torbellino de sonidos e imágenes que dieron la vuelta al mundo. En medio de ellos, viviéndolos en primera persona, estuvo Alberto.

En aquellos días era policía y trabajaba en la península. El peor oficio para el peor momento. Muchas eran las escenas que aquellos días que le hubiera gustado borrar. Solo una no podría, aunque quisiera.

El chico y él. A una distancia similar a la de aquel día en la playa. Separados por una valla en medio de una manifestación frente a la sede del ministerio de trabajo que amenazaba con descontrolarse.

Sus ojos, como aquel día, le observaban. Ninguno sabía el nombre del otro. Pero Alberto llevaba uniforme, y representaba al mismo sistema al que él responsabilizaba de todos sus males. Pero también llevaba un arma.

La misma que disparó cuando el joven trató de saltar la valla que le separaba de la policía. La misma de la que salió la bala que le atravesó el cuello. No podía recordar si era un disparo de advertencia que se había desviado, o apuntó contra él. Tampoco importaba.

Todo lo que sabía es que el chico murió en el suelo poco después, ahogado en su propia sangre mientras su palestino se empapaba.

Años después, volvían a cruzar sus pasos en la arena de la playa, con la sangre del palestino como mudo recordatorio de la tragedia que les unía.

Alberto miró al horizonte y siguió caminando. El chico, al contrario que aquel día, no se movía. Mientras avanzaba, pensó que tal vez el sueño en el que creía estar se desvaneciera si simplemente lo ignoraba. Si era capaz de probar que en su mente él mandaba.

Avanzó. Pasó junto a él. Lo dejó atrás como a los eventos que habían acabado llevándole a la isla, iniciados ese fatídico día.

Le abrieron expediente, pero al ser un policía entonces joven y con una trayectoria impecable hasta ese momento, no fue expulsado del cuerpo. Tampoco volvió a participar en situaciones que pudieran llevarle al límite.

Pasó años dedicándose al trabajo de oficina. Elaborar informes. O archivarlos. Ese era su mundo. Cuando le dejaron volver a pisar la calle, fue para hacerse cargo de trabajos menores, como el tráfico.

A sus cuarenta años, fue destinado a la isla para formar parte del mínimo equipo de seguridad que trabajaba en el complejo.

Sintió que en parte era una forma de apartarle del ruido, como habían estado haciendo desde el incidente. Pero no le importó. El mundo ya no era el que había conocido desde la llegada de los alienígenas.

Los jóvenes se marchaban de él. La tensión había descendido. Los disturbios ya no abrían los telediarios, las tertulias televisivas hablaban de las bondades de la medida.

A él nunca le interesó la política. Era soldado. Pero, tras la llegada del meteorito, acabó la era de los soldados. Empezó la de los científicos y políticos.

Podía asumirlo. Pero no poder olvidar la imagen del chico muerto era algo muy distinto.

Una vez hubo dado el número suficiente de pasos, se giró. El sonido de las olas, el olor del mar y el ruido de las pocas y distantes gaviotas estaban allí para recibirle.

El chico no.

Aliviado, regresó al complejo. Si aquello era un sueño, había aprendido a controlarlo. Si no, ya sabía cómo debía conjurar aquella visión.

Todo transcurrió de forma normal hasta aquel mismo día por la noche.

Despertó en medio de la noche, y su mente al principio fue incapaz de procesar la hora exacta. Pero sí procesó que el chico estaba allí.

Al igual que en la playa, lo único que hacía era observarle. Su silueta se percibía imprecisa, al igual que el resto de objetos de la habitación en aquella en la que la envolvían las sombras. Pero no cabía duda de que estaba allí.

La mente de Alberto comenzó a avanzar en diferentes direcciones. Había dormido, estaba seguro. ¿Era eso prueba de que no estaba dentro de un sueño, sino en la realidad? ¿O podían los hacedores crear sueños dentro de sueños?

Las paredes de la realidad comenzaban a difuminarse como los contornos de los objetos en la habitación.

Ignorando la hora, despertó a sus compañeros de las habitaciones contiguas y les pidió que fueran a la suya. Necesitaba testigos. Cerciorarse de que sus sentidos no le engañaban.

Pero no lo consiguió.

Ninguna de las personas a las que logró convencer de que fueran a su habitación vio al chico. O al menos, eso aseguraron una y otra vez ante la vehemente insistencia de Alberto.

Sin embargo, él seguía allí. Con su mirada imperturbable y su palestino manchado de sangre. Pero eso no era lo más inquietante. Lo era el hecho de que aquella era la realidad. En ningún sueño de los hacedores los sujetos de este se volverían contra sus deseos.

Así que pasó la noche conviviendo con el chico al que una vez había matado. Ninguno de los dos durmió. Ninguno dejó de observar al otro. Alberto sabía que, incluso aunque lograse cerrar los ojos, seguiría viéndole.

Cuando los testigos de la escena que tuvo lugar por la noche fueron interrogados acerca del trágico desenlace de la historia, todos coincidieron en un punto: ninguno se explicaba cómo habían permitido a su compañero seguir trabajando en ese estado de nervios.

El chico volvió. No una vez. Ni dos. A lo largo de toda la semana siguiente.

A veces, simplemente seguía a Alberto por los pasillos. Otras, le observaba desde las pantallas de la sala de control. Otras se le aparecía a la hora de la comida, y se quedaba quieto a su lado observándole.

Finalmente, el séptimo día, explotó.

La posibilidad de hablar con los responsables del proyecto estaba descartada. Si solo él podía ver al chico, lo más probable era que le hiciesen unos análisis psicológicos y le devolvieran a la península, donde volvería a los despachos o se quedaría sin trabajo.

Además, y esto era lo más importante, no tenía ninguna garantía de que él no le siguiese.

Sacó su arma e hizo dos disparos. No hicieron ningún efecto en el que era su objetivo, pero por unos instantes la atmósfera tranquila del lugar se resquebrajó. En ese lugar, el ruido de un arma era como un eco de una época pasada, perdida en el tiempo.

El chico, fuera lo que fuera, estaba ya lejos del alcance de un arma de fuego, y siguió haciendo lo que había hecho hasta entonces: observar. El guardia supo entonces que sería perseguido por esos ojos mientras viviese.

Así que se metió el arma en la boca apuntando al paladar, y apretó el gatillo. Sus sesos mancharon el rojo recuadro a su espalda que anunciaba la presencia justo debajo de un extintor.

El suceso se extendió como la pólvora más allá de la isla, pese a los esfuerzos por intentar contener la información. La apariencia de orden y tranquilidad que hasta entonces había rodeado al proyecto se puso en cuestión.

En las televisiones, comenzaron a aparecer periodistas y tertulianos que cuestionaron lo que se hacía en la isla. Los responsables del centro, madre a la cabeza, se esforzaron por desvincular el incidente de lo que hacían con los durmientes.

Al fin y al cabo, aseguraban frente a los micrófonos de los medios desplazados allí, la víctima nunca fue uno de ellos. Pese a diversos intentos, ningún periodista logró entrevistar a los durmientes.

Sin embargo, sí hablaron algunos de los testigos del suceso que tuvo lugar por la noche. Esto dio armas a los críticos, algunos de los cuales comenzaron a vincular el suicidio con las realidades paralelas que los durmientes creaban.

El retrato del guardia muerto como alguien incapaz de distinguir lo que era real de lo que no comenzó a llegar a parte de la opinión pública.

Como resultado, la contrainformación comenzó a funcionar con idéntica rapidez y eficacia.

Desde campañas de desprestigio contra periodistas críticos, vinculándolos a grupos antisistema contrarios a los durmientes, entre los que se encontraban grupos extremistas religiosos, hasta amenazas con retirada de subvenciones a los medios que les daban voz.

También circularon informaciones aireando el pasado violento del agente fallecido, retratándolo como alguien inestable que nunca debió ser escogido en primer lugar.

En mayo de aquel año, la selección española de futbol se clasificó para el mundial de 2046, y contribuyó a que las informaciones acerca de la isla quedaran opacadas, y poco a poco desaparecieran hasta quedar relegadas a algunas cuentas de canales como telegram.

Para mediados de mayo, el mundo había olvidado todo lo relativo al suicidio.

Sin embargo, que el gobierno hubiera logrado contener el flujo de información no implicaba que olvidasen el asunto.

También a mediados de mayo, madre recibió un correo electrónico informándola de que en una semana un hombre del ministerio de ciencia viajaría a la isla y se abriría oficialmente una investigación.

Mientras tanto, la vida en la isla intentaba continuar como hasta antes del suceso. En la bóveda, el hacedor cuyos ojos contempló Alberto continuaba de pie a la vista de las cámaras.

Y, mientras le observaban, observaba.

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