Cortos de tinta: «Simulatio´´ (Capítulo 5)

Capítulo 5: Madre

María Vidal, más conocida como «madre´´, pasó toda su vida en busca de un poder superior que mantuviera el orden y otorgara a todo un sentido.

Cuando era niña, ese poder era su padre.

Recordaba las noches antes de irse a dormir, cuando él contaba historias inverosímiles situadas en mundos fantásticos. Historias con las que siempre se iba a la cama con una sonrisa.

Su madre negaba con la cabeza, desaprobándolo. Creía que su padre la estaba llenando la cabeza de pájaros.

Pero, cuando él comenzaba a hablar y sus ojos azules adquirían aquella expresión soñadora, casi infantil, el hechizo surtía efecto y no había forma de dejar de creerle nada de lo que dijera.

Años más tarde, cuando recurrió a viejas fotografías para averiguar más cosas de él, supo que trabajó unos años como mago cuando era joven.

María siempre pensó que con ella había hecho su gran truco.

Porque cada noche, sus historias marcaban el final de un día para dar paso a otro. Eran parte del orden natural de las cosas, lo que les daba sentido. Ya entonces, pese a ser una niña, supo que eso la hacía sentir segura.

Cuando pensaba en ello, aún era capaz de recordar muchos detalles: la luz de la lámpara de la mesita reflejándose en las pupilas azules, dándoles un aspecto casi febril. El torbellino de palabras que, entre cuatro paredes, dotaba de vida a una serie de fantasmagorías.

Hadas. Centauros. Pájaros de fuego. Mujeres gato. Monos con pinzas de cangrejo en lugar de manos. Por las noches, todo era posible.

Un día, todo se acabó.

Luz. La débil luz de la mañana entrando por la ventana de su habitación. Pasos desesperados en el pasillo, puertas cerrándose y abriéndose. Llantos. Los de su madre al final del pasillo.

Esos eran los recuerdos que guardaba de la madrugada en que su padre se fue de casa.

María supo que algo había muerto dentro de ella. No sabía qué era. No lo sabía entonces. Años después, comprendió que su vida había perdido el centro por primera vez.

Porque supo incluso antes de que su madre se lo dijera que aquello había sido definitivo. Que él no iba a volver a casa.

La vida continuó. Su madre no volvió a casarse, y su padre se convirtió en la palabra prohibida. María averiguó algunas cosas sobre él con el paso de los años.

Que vivía en otra ciudad. Que tenía otra familia. No averiguó si se había vuelto a casar.

Algunas noches, se quedó mirando la ventana de su habitación hasta quedarse dormida, y se imaginó la otra ciudad como un espejo invertido de la suya.

Allí, en otro edificio, había otra ventana. En la ventana, otra luz. Dentro de esa luz, su padre hacía cobrar vida historias fantásticas para otra niña.

Una vez, con quince años, fue hasta allí. Su madre pensaba que estaba en el cine con una amiga. Pero ella necesitaba saber.

¿El qué exactamente? No sabía.

Si su padre era feliz. Si se acordaba de ella. Si la quería. Si la había querido alguna vez.

Volvió sin respuestas. No fue capaz de enfrentarse a su padre para obtenerlas. No fue capaz de enfrentarse a sus propios miedos. Mientras no existiera un por qué, seguía habiendo espacio para infinitas posibilidades.

Incluida la de que su padre seguía pensando en ella.

Vagó por la ciudad. Tomó algo en un café y ensayó preguntas que nunca llegó a hacer. Caminó por la calle fijándose en cada hombre que pasaba cerca suyo, e intentando decidir cuál de ellos se parecía más a su padre.

Regresó en autobús a casa sintiendo el mismo vértigo que al llegar. El de quien sabe que su vida ha perdido el centro.

Su madre envejeció. Se volvió una persona diferente, más cerrada en sí misma. Menos dada a confiar en la gente. María observó este proceso en silencio, sorprendiéndose al darse cuenta de que no podía odiar a su padre por irse.

Aquel espíritu libre, tan dado a imaginar mundos y transportar a los demás a estos, simplemente no estaba hecho para vivir con alguien que para sentirse seguro necesitaba etiquetar y estructurar el mundo a su alrededor.

Se preguntó cuánto tiempo llevaría planificando hacer lo que acabó haciendo.

Con el tiempo comprendió que lo que extrañaba no era a su padre como tal, sino algo más profundo. La sensación de que el mundo era de una forma y al despertar lo seguiría siendo. La seguridad con la que se dormía siempre de niña.

El centro. El sol de su universo. Eso era lo que había perdido.

Cuando cumplió dieciséis, encontró uno nuevo.

A pesar de estudiar desde pequeña en un colegio religioso, nunca había sentido interés por Dios. Pero un día, cuando vino un sacerdote y les dieron la posibilidad a los alumnos de ir a confesarse, ella decidió hacerlo.

Aquella fue la primera de una serie de largas conversaciones con Dios.

Nunca llegó a saber si realmente fue creyente alguna vez, o tan solo estaba buscando un nuevo padre. Un nuevo centro. Pero acercarse a Dios le sirvió para tener un amigo con quien poder hablar.

Durante años, antes de irse a dormir, mantenía monólogos en la oscuridad.

Todo lo que era, sus sentimientos, miedos, secretos. Todo se lo confesaba a aquella realidad intangible de la que, de alguna forma, se sentía parte. Aprendió a mirar más allá de sí misma, a entender el mundo como algo más que su propia existencia.

Los límites, se decía, eran un concepto humano. No divino.

Cuando comenzó a vivir sola tras quedarse con el apartamento que había sido de su abuela, le tomó mucho cariño a la ventana de su habitación. Una pequeña a través de la que podían verse las estrellas.

A través de ella se encontraban, cada noche, lo personal y lo divino.

Mientras conversaba con Dios, observaba el tapiz tejido por él en el cielo y se daba cuenta de que ella, dentro de lo infinito, también existía. Para Dios, ella también tenía un significado.

Su vida recuperó el centro.

A pesar de formar parte de una familia de abogados y filólogos, ella decidió estudiar ciencias. No lo vio como una contradicción con sus creencias de entonces, ya que nunca entendió la división entre religión y ciencia.

No, al menos, desde su forma de entender la primera.

A través de la ciencia, disfrutaba buscando la presencia de Dios en todo lo que existía. En los átomos, en la lluvia, en las mismas leyes de la física. En el fondo, seguía siendo aquella chica que buscaba a su padre en cada hombre que veía.

Cuando se convirtió en madre, su mundo sufrió otra sacudida.

Lo que más recordaba de él era el triciclo rojo que le compró cuando tenía dos años. La forma casi hipnótica en la que las pequeñas ruedas de este se movían. Su risa al comprobar que era capaz de conducirlo solo, con su madre siguiéndole detrás.

Un día, pensó, aprenderá a avanzar sin mí. Seré lo que deje detrás. Pero es ley de vida.

No. No lo fue para ellos.

Una científica como ella, acostumbrada a trabajar con probabilidades y a reducir el mundo a formulas, solo pudo recordar en días posteriores todos los factores que se juntaron aquella mañana y dieron lugar al fatídico desenlace.

El sol que incidió en el semáforo, dificultando ver que había cambiado a luz roja. El conductor que se había distraído con una retransmisión deportiva. Su propia distracción, motivada por una amiga que la había saludado.

Las ruedas, que seguían pedaleando por el paso de cebra.

Aquella fue la última vez que escuchó la voz de Dios. Porque cuando esa noche, cuando trató de hablarle para encontrar una razón que explicara el final de una vida tan joven, Dios no respondió. Tampoco lo hizo las noches siguientes.

Su vida volvió a quedarse sin centro.

Su relación terminó, y el trabajo pasó a ser lo que cosía los fragmentos de su vida. Se centró en su carrera, llegando a ser una científica muy respetada. Recibió varios premios, e importantes subvenciones para algunas de sus investigaciones.

Su cercanía al poder motivó que la llamaran cuando cayó el meteorito.

Durante su primer viaje en barco a la isla, se preguntó si aquello era lo que Dios entendía por gastar una broma pesada.

Había pasado toda su vida queriendo ver un alienígena. Incluso antes de descubrir su vocación científica.

Nunca supo si fue fruto de su amor por la fantasía, que aún vivía en algún rincón de su interior tras haber sido inoculado por su padre, o de su concepción de la existencia como algo mucho más amplio que los límites humanos y que adquirió siendo religiosa.

Pero el deseo de conocer otras vidas y civilizaciones, y sobre todo de descubrir si habían logrado funcionar mejor que los humanos, era algo que la había acompañado desde pequeña.

Ahora, estaba ante ella. En una pequeña isla de la costa gallega cuyo nombre hasta ese momento desconocía.

Aquellos seres venidos del espacio habían resultado ser muy diferentes a lo que suponía. De cuerpos transparentes y ojos violáceos que aumentaban su brillo al detectar presencia humana, no podían ser más diferentes a ella.

Entonces, descubrió sus habilidades.

María fue de los pocos que, tras entrar en la fase de sueño, no vieron un evento o persona del pasado que extrañasen. Su visión se concentró en el futuro.

En uno de sus posibles futuros. Uno que acabó haciéndose realidad.

Como en el accidente que se llevó la vida de su hijo, retuvo los más importantes detalles de su sueño. Aquellos que la ayudaron a darle un sentido y a interpretar lo que quería decir acerca de sí misma.

Flashes. Los de las cámaras de la prensa. Todos los medios más importantes se habían dado cita en aquella sala abarrotada.

Preguntas. Las que buscaban confirmación para las claves de un nuevo mundo donde humanos y alienígenas coexistían. Donde la investigación liderada por ella había sido la clave para descubrir cómo los recién llegados eran la clave para hacer realidad sueños.

Donde esta habilidad se convertía en la solución para dar esperanza a un mundo, y a una generación, que carecían de ella.

Donde su vida volvía a adquirir un centro.

María Vidal había pasado toda su vida en busca de uno. Acabó encontrándolo en unos seres llegados del espacio. Sus nuevos hijos, los internos del centro, eran el material sobre el que estos trabajaban.

Los anhelos y sueños de estos convertidos en la llave de una insólita alianza entre dos civilizaciones. Todo gracias a sus descubrimientos en la isla.

Su padre, pensó, habría sonreído al ver aquello. Su hija, aquella niña fascinada por sus historias de fantasía, había acabado siendo la dueña de un paraíso donde las de cualquiera podían hacerse realidad.

Cuando miraba a los hacedores a través de los monitores que reproducían las grabaciones de las cámaras de vigilancia en la bóveda, reflexionaba como aquel filtro de imagen azul era lo que separaba su mundo de otra realidad más grande.

Como la ventana de su primera casa, era un punto de encuentro entre lo pequeño y lo infinito. A menudo, sonreía al pensar en cómo su vida parecía un ciclo que volvía sobre sí mismo.

Por las noches, cuando reflexionaba acerca de la posibilidad de que el gobierno acabara arrebatándola el control del centro, pensaba en que ella nunca se iría del todo. No sabía cómo, pero encontraría la forma de no dejárselo arrebatar.

Porque, después de dar muchas vueltas a lo largo de su vida, sentía que aquel era su centro. Todo lo que había vivido la había llevado, de alguna forma, hasta aquella isla rodeada de niebla. Ella debía ser la guardiana de la ventana.

La que mantenía juntos lo pequeño y lo infinito. Ese era su centro. Esa era su vida.

Jamás imaginó que aquel propósito la llevaría incluso a matar.

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