
Capítulo 4: Ana recibe la llamada
Cuando finalmente el negro altavoz del pasillo pronunció su nombre, Ana sabía con quién iba a encontrarse.
Miró a través de la única ventana de su habitación del complejo y pensó en ella. Esther.
Toda su historia se narraba a través de ventanas.
De niñas, sus clases estaban una frente a otra. En los descansos, se asomaban a las ventanas de estas y se miraban a través del pasillo que las separaba.
Ana, mucho más payasa que su compañera, imitaba cada movimiento que esta hacía como si fuera su reflejo.
A muchos les irritaba que se comportara así. A Esther no. Así que se hicieron amigas.
Vivían en un pueblo de la sierra madrileña. La casa de Esther estaba en lo alto de la cuesta más empinada de este. Desde la ventana de su habitación, podía verse todo el pueblo.
A medida que crecían, aquella ventana se volvió para ellas un símbolo de libertad. Nunca habían salido del pueblo, y la imagen contenida en ese pequeño rectángulo se les aparecía como una promesa de lo que el mundo tenía para ofrecer.
Pasaron muchas horas en aquella habitación. Hablando. De todo y de nada. Soñando. Escuchando música. Pintándose las uñas de rosa para parecer más mayores.
Rosa. Era el color que siempre asociaba con su amiga.
No solo porque era su color favorito. Lo asociaba a muchas cosas relacionadas con ella. El bikini que se ponía cuando iban a la piscina. El lavabo con paredes de ese color donde daban de comer a su mascota, una tortuga.
Aquellos fueron años color de rosa.
Cuando la megafonía pronunció su nombre, todas las paredes eran de color blanco. Ya no había más rosa. Para nadie.
A diferencia de Juan, no llegó a ver a los hacedores. La última imagen que se llevó de la bóveda fue la de las mariposas blancas revoloteando por encima de su cuerpo desfallecido.
Una se posó en su pecho. Logró registrar la imagen segundos antes de adentrarse en la oscuridad de la inconsciencia. Era bella a su manera. Extraña. Pero hipnótica. Perfectamente simétrica. No pudo dejar de mirarla.
Lo último que oyó fueron las ruedas de la camilla, estructura sólida bajo su espalda, mientras la llevaban a la sala de los durmientes.
Brillos. Reflejos de un sol de verano en el agua. Fue lo primero que percibió cuando el sueño dio comienzo.
Seguía tumbada. Pero ya no se movía. El mundo se movía sobre ella.
La imagen del cielo de verano era tal como la recordaba de su adolescencia. Pocas nubes sobre un tapiz azul que se movían despacio. Tan despacio que, si no se observaban con atención, parecían un fotograma congelado en el tiempo.
Le gustó esa idea. Congelar el verano.
Pero sabía que no podía ser. Que el tiempo avanzaba. Que todo tenía su final. Que avanzan lenta pero imperceptiblemente hacia el final del verano. Hacia el final de tantas cosas.
El final de su amistad. Cuando Esther aceptó participar en el programa.
Nuevas sensaciones. Se aferró a ellas para apartar su mente de lo que la esperaba al despertar.
Las cigarras cantando de fondo. Era un verano muy caluroso. De ese tipo de calor que se abraza a la piel y nunca termina de abandonarla.
Húmedas gotas recorriendo su cuerpo. Se secaba al sol, boca arriba, y podía mirar al cielo a través del filtro de unas gafas oscuras.
Miró las uñas de sus pies. Rosas. Como en los años de su adolescencia.
Miró el agua de la piscina, a cuya superficie el sol seguía arrancando destellos de luz. La imagen que había visto al iniciarse el sueño cobraba sentido. El espacio se completaba.
Se incorporó y echó un vistazo a lo ya conocido.
La piscina. La valla que la rodeaba. El suelo de cemento en el que se secaban sus huellas mojadas. El trampolín que quemaba las palmas de los pies en días como aquel.
Todo era conocido pero distinto. Llegado a través de las brumas de un sueño. Pero real al tacto y a la vista.
Volvió a tumbarse, disfrutando de las sensaciones.
Junto a la piscina, dos tumbonas. Dos amigas. Dos vidas que comenzaban.
-Eh- dijo Esther, y se giró a mirarla sabiendo como siempre había sabido desde que llegó a la isla que ella sería a quien vería en el sueño- ¿Te apetece otro largo?
Sin poder evitarlo, colocó una mano en su rosada mejilla. Cálida. Rosa como todo lo que relacionaba con ella. Tal como la recordaba.
-¿Pasa algo?
-No. Me quedé dormida. Pero ya desperté.
Esther se quitó los cascos con los que escuchaba música a través de su móvil. Esta llegó como desde un lugar lejano, reproduciendo los éxitos de un verano igual de lejano.
Rubia. Imponente pese a tener solo quince años en su bikini rosa. Con el pelo recogido en dos coletas y un lunar muy característico cerca del labio. Ana nunca se lo contó a nadie, pero empezó a recogerse el pelo de esa forma como homenaje a su amiga.
Viéndola así, dolía aún más pensar que su cuerpo acabaría en el fondo de otro lago, al que se arrojaría años después.
-¿Otro largo, entonces?
Ana asintió. Su bikini era rojo con lunares blancos, complementando el de Esther.
Se quedó sentada sobre su tumbona, cogiéndose las rodillas. Miró la valla que las separaba del exterior. Aquella piscina, situada en el monte junto al pueblo, era propiedad de la familia de Esther. Cada verano desde que se hicieron amigas iban allí.
Con sus padres al principio. Solas después. Pero aquella soledad solo formaba parte de un simulacro, como sus uñas pintadas. El simulacro de aparentar ser mayores cuando seguían siendo unas niñas protegidas del exterior por una valla.
Todo era un juego. Nada tenía consecuencias. Así eran aquellos años. Por eso los amaba.
Por eso los hacedores se los habían devuelto.
Observó a Esther cuando intentó subir al trampolín, y cambió de opinión debido al calor. Acabó lanzándose al agua desde uno de los bordes de la piscina.
Al igual que ocurrió antes con las nubes, la imagen de su cuerpo en el aire antes de tocar el agua quedó registrada en la mente de Ana como un fotograma congelado en el tiempo.
Un pedazo de la juventud que, cuando cerraba los ojos, seguía estando ahí.
Después del largo, volvieron a tumbarse al sol. Boca abajo, sus rostros quedaron uno frente al otro mientras se secaban y escuchaban música con el móvil.
-Te quité tus pensamientos- dijo Esther cogiendo una pelusa que se había enredado en la ceja de su amiga.
-Pues ya me los estás devolviendo.
-No, ahora son míos. Me los tienes que contar.
Ana recordó que aquello era algo que su amiga solía hacer. Sintió una cierta calidez mezclada con una punzada de inquietud. ¿Hasta qué punto aquellos seres se introducían en sus mentes?
Inhumano. Eso era lo que hacían en la isla. Pero en ese momento se encontraba lejos de allí, y aquellos recuerdos, aunque interpretados por mentes alienígenas, la pertenecían.
Se dejó llevar por esa sensación, más cálida, y estuvo a punto de olvidar.
Olvidar el verdadero motivo por el que se había ofrecido voluntaria.
-Ha sido muy raro- dijo mientras se recostaba sobre la tumbona y elevaba sus pies de dedos rosas entrecruzados, balanceándolos sobre su espalda- He tenido un sueño que bueno. Si te lo cuento pensarás: esta pobre está chalada.
-Cuenta.
Antes de que empezase a hablar, los oyeron. Ana volvió a sentir un escalofrío. Era imposible que la simulación estuviera compuesta de tantos detalles.
Pero allí estaban, y eran tan reales como todo lo demás.
Un grupo de chicos bajaban del monte, donde habían estado trabajando en el huerto de un labriego. Jóvenes, mayores de edad. Sudorosos. Piel bronceada por el sol.
Bajaban por el único camino que descendía por el monte, y que pasaba junto a la piscina. Así se habían conocido.
Así comenzó el juego.
A un lado y a otro de la valla sabían que solo era eso. No había consecuencias, y aquello lo hacía más divertido.
Los chicos las miraban. A veces, de forma más descarada. A veces con disimulo. Pero siempre reducían el ritmo de sus pasos cuando pasaban junto al recinto vallado.
Fue Ana quien le propuso la idea a Esther al oído una de esas veces.
Siempre era ella la que empezaba. Se echaba crema solar en las manos y, despacio, se las untaba bien.
Después, empezaba a echársela a Esther por la espalda. A veces se recreaba incluso más y echaba un chorro por esta hasta llegar a la altura de la parte de abajo del bikini, asegurándose de que la vieran.
Entonces, comenzaba a frotar.
Los chicos miraban. Una vez uno de ellos, el más mayor y descarado, se acercó a la valla y agarró esta con la mano. Se quedó un rato de pie, mirándolas sin ningún disimulo. Pero eso era lo más lejos que habían llegado.
Saber que el juego terminaba donde empezaba la valla lo hacía aún más divertido.
A veces, lo prolongaban. A veces, le desabrochaba a su amiga la parte de arriba y echaba también crema en la zona que segundos antes había estado cubierta por la tela rosa.
A veces, incluso se lo quitaba del todo y lo arrojaban a un lado, cerca de la piscina. Ana la echaba crema también por los costados, rozando sus firmes pechos de quinceañera, cuyas formas se insinuaban al estar tumbada de perfil.
Jugaban un rato hasta que se iban, y se echaban a reír.
Pensaban en lo que dirían sus padres si las viesen. Pensaban en la suerte que tenían de que no estuvieran. En lo divertido que era jugar a ser adultas cuando no las veían.
Aquella vez fue igual, tan real que Ana empezó a entender porque había tantos que no deseaban abandonar la isla.
-Tía, ojalá este verano no acabase- dijo Ana cuando, de nuevo solas, volvieron a meterse en el agua- Ojalá estuviésemos así. Para siempre.
Esther sonrió de forma sincera y cálida. Cogió aire, cerró la boca y metió la cabeza bajo el agua para refrescarse. Lo hacían de seguido a causa del calor.
Ana nadó hasta llegar a uno de los bordes. Apoyó los brazos en este, y observó las gotas de agua deslizándose por ellos. La piel de las manos empezaba a arrugarse, y todo era tan real que necesitó recordarse a sí misma por qué había ido hasta allí.
Fue entonces cuando se dio cuenta de que su amiga no había vuelto a subir.
-¿Esther?- dijo, nadando hasta el lugar donde la otra se había sumergido. No había nada, ni silueta en el fondo ni burbujas subiendo hasta la superficie.
Las cigarras seguían cantando de fondo.
-¿Esther?- insistió, empezando a inquietarse. Recordó a los que no se adaptaban, y se lamentó por haber pensado tanto en el exterior. Aquello no era real, lo sabía, pero aún así su mente quería aferrarse a ello.
Quería esa mentira. No quería volver a perder a su amiga bajo el agua.
Esther resurgió en ese momento, a su espalda. Entre risas, le hizo una aguadilla y, cuando Ana se revolvió, empezaron a pelearse de broma y a arrojarse agua una a otra.
Nunca supo si el sueño se la había devuelto porque ella lo había deseado. Se asustó por la forma en que, incluso a ella, esa fantasía empezaba a afectarla.
La agarró, en parte para vencer en la batalla del agua y en parte para sentir hueso y músculo bajo aquella piel. Allí estaba Esther. Su amiga. No una fantasmagoría.
Se dejó ir porque, en ese momento, no la importaba nada más.
El sueño siguió. Pero no para siempre. Despertó respirando oxígeno a través de un tubo en su boca. Esther se había quedado con ella durante una hora y media. Más que muchos otros durmientes. Muy cerca del límite, que era una hora cuarenta.
Se disiparon sus temores de no ser apta para el programa. De no adaptarse. Había superado la prueba con creces, y la primera parte de su misión ya estaba hecha.
Solo le quedaba esperar a que el mes pasara. A que empezasen a dejarla salir.
Se quedó sentada sobre su cama, como había hecho sobre la tumbona, mirando por otra ventana muy diferente a la de su juventud. Una que mostraba un mar sin brillo, y un cielo sin sol.
Una donde ya no era una niña. Una donde el juego había acabado.
Esperó hasta volver a acostumbrarse al ritmo de aquel mundo. A sus asépticos colores. A sus sonidos. A la sensación tan diferente que el roce que aquellas sábanas provocaban sobre su piel en comparación con la tumbona.
Una parte de ella seguía allí. Ya no volvería a ser la misma.
Por eso su misión era tan importante.
Cuando la escasa luz que se filtraba a través de la niebla perpetua empezó a debilitarse, se tumbó y observó un techo sin nubes de color blanco. Un fotograma detenido.
Pensó en la cueva situada en un flanco de la isla, al nivel del mar.
Tan estrecha que fue pasada por alto por los de seguridad. Tan pequeña y difícil de acceder cuando la marea crecía que nadie la consideraba una amenaza.
Allí, en silencio, descansaban los explosivos y el detonador.
Mientras el sueño la vencía poco a poco, pensó en cómo lo que había vivido reafirmaba las convicciones por las que se ofreció voluntaria.
Aquel lugar, lo que hacía en las mentes de los durmientes. El deseo de no querer despertar. De desconectar del mundo poco a poco.
Aquello fue lo que vio en los ojos de Esther antes de que se arrojase al mar.
Tenía que hacerlo. Por su amiga. Por lo que había recordado que una vez fue. Por lo que aquella isla la había arrebatado.
Por todas aquellas personas ahí fuera que habían sufrido pérdidas similares, y cuyas esperanzas de cambio descansaban ahora sobre ella.
Cuando pudiese salir, accedería a los explosivos. Bastaba con llevar algunos de ellos hasta la bóveda. Solo un durmiente podía acceder.
Accionaría el detonador cuando la mandasen allí de nuevo. El mundo, con un poco de suerte, empezaría a despertar.
Lo haría. Por Esther.
Solo esperaba que su mente resistiese el tiempo suficiente.
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