Cortos de tinta: «Simulatio´´ (Capítulo 2)

Capítulo 2: Cecilia y Ana

27 de marzo de 2045.

Fue todo lo que pudo escribir en la página de Word. 27 de marzo de 2045. La fecha en la que empezó a escribir.

Alrededor de ella, la página en blanco se abría como un abismo.

Aún no le dejaban tener acceso a internet, solo a programas básicos. No se lo permitían a nadie que no superara los dos meses. Temían que el contacto con el exterior creara interferencias en el proceso.

Sobre todo, si la mente ya se había mostrado inestable en el primer contacto.

27 de marzo de 2045. Llevaba una semana en la isla.

Contempló la página en blanco. El abismo le devolvió la mirada.

Círculo. Toda la isla era un gran círculo rodeado de mar. Por las mañanas les dejaban salir a pasear por un patio de piedra. Caminaban en círculos sin hablar demasiado.

Cada uno de ellos era un círculo cerrado a los demás.

Caminaba en silencio por los blancos pasillos del recinto. El lugar era a veces hotel, a veces cárcel, a veces segunda residencia.

Madre les observaba.

Así había oído que se referían a la doctora cuyo rostro vio primero al despertar. De nombre María, supervisaba el proyecto.

No solía interactuar con ellos, pero les observaba. Tenía toda la información. Supervisaba su evolución. A veces les hablaba. Juan se sintió afortunado.

Madre le había hablado.

Un mes. Algo sin importancia en el exterior. Cargado de ella allí dentro.

Cada mes llegaba el barco que les trajo. Traía comida, y a nuevos residentes. Aquello era un acontecimiento. Rompía la monotonía.

A los que superaban el mes en la isla les dejaban dar paseos por esta, supervisados por miembros del personal.

Juan registró en su mente todas las sensaciones relacionadas con el exterior. El viento en la cara. El sonido del mar y las gaviotas. La arena metiéndose por su zapato. La crecida vegetación rozando sus rodillas al caminar.

Cuando le permitieran salir, las viviría de nuevo. Como un niño. Como un prisionero.

A veces se sentía ambas cosas.

Ley del silencio. La única allí no escrita. La única no explicada al llegar. La única que todos seguían.

Nadie preguntaba lo que no debía.

Juan solo la rompió una vez, los primeros días. Preguntó por qué no les dejaban salir solos sin supervisión. Preguntó si temían que alguien se fugara. Si alguien lo había intentado.

El silencio fue la respuesta. Aprendió a callar.

Un rostro en la oscuridad. A veces, de noche, le acechaba la visión en forma de pulpa ensangrentada.

Su pasado le perseguía. Con su luz y su oscuridad. Ambas superpuestas en un solo rostro.

Pensó en su vida como una línea recta que se detenía al llegar a un círculo. El círculo de la isla.

No había nada más allá. Paredes blancas, ropa blanca. Sol blanco a través de las ventanas que apenas atravesaba tímidamente el muro de niebla.

No había nada más allá. Solo la isla. Solo el presente. Debía dejar morir el pasado.

Pero el pasado volvía.

Una sala en el tercer piso. Desde allí dejaban comunicarse con el exterior a los que pasaban de dos meses. Siempre estaba vigilada.

Pensó en su actual aislamiento, y se dio cuenta de que no extrañaba ninguna voz más allá de la niebla.

Se preguntó cuánto tiempo llevaba viviendo en un círculo dentro de sí mismo.

Mentiras. Sí extrañaba una voz. La que aún le hablaba cuando cerraba los ojos. La misma que le habían devuelto los hacedores. La misma que luego le habían arrebatado.

Abrió la ducha, y dejó que el agua caliente se deslizase sobre su cuerpo. Intentó recordar qué le motivó a ofrecerse voluntario.

¿Qué buscaba recuperar en aquella isla? ¿Era una persona, o una idea de sí mismo?

¿Qué era el amor?

Para él, el amor había sido todo su mundo contenido en 90 metros cuadrados.

Toda su existencia. Su filosofía. Lo que sentía. Lo que era. Lo que pensaba que podría ser en un momento de su vida.

Eso había ido a buscar a la isla.

¿Quién era? Una página en blanco. La vaga promesa de una línea recta que nunca alcanzó su destino.

Sin presente. Sin futuro. Con un pasado incierto como los jirones de la niebla.

¿Podía revivirlo?

La boca negra. Así llamaban a la megafonía, única nota de color discordante en el blanco inmaculado de las paredes.

Solo le quedaba esperar a que volviese a escupir su nombre.

Solo le quedaba esperar a saber si, la segunda vez, los hacedores obraban el milagro.

Vida. Solo a la hora de la comida parecían recuperarla.

El comedor era amplío. Mesas metálicas. Blancas paredes y azulejos. Ventanales a través de los cuales podía verse el mar.

Generosas raciones de comida para todos los gustos esperando a que se sirvieran. Sentados a las mesas, con sus bandejas delante, algo les ocurría.

El hambre volvía a hacerles sentirse humanos.

El personal de las instalaciones no intervenía. Tan solo había unos pocos. Apartados. Invisibles. Como si no estuvieran.

Como si solo ellos estuvieran.

Un día, dos rostros conocidos se sentaron frente a Juan.

-Bueno, ¿qué? ¿Cómo es?

Pelo negro. Dos coletas. Habladora. La recordaba. Era la única chica que hablaba el día que llegaron.

La miró a la cara. Sus ojos rezumaban expectación.

-No manches, mujer, el güey ni siquiera nos conoce- intervino su compañera de mesa- Perdona. Me llamo Cecilia. Ella es Ana.

-Yo soy Juan.

Pelo azul. Ceja partida. Una sonrisa en medio del pasillo antes del análisis de sangre. A ella incluso la recordaba más.

Acento mejicano. Volvió a sentir ganas de preguntarle por su ceja. Calló.

-Bueno. A ti ya te llamaron, ¿verdad? – volvió a insistir Ana, pasadas las presentaciones.

-Sí, pero no estuve mucho tiempo.

Bebió un trago. El zumo se deslizó por su garganta. Las miradas de ambas se le clavaban. Más agresivas las de Ana. Más reservadas las de su compañera.

-Perdonad, pero no quiero hablar de ello. No salió muy bien.

Esperó decepción. Solo encontró una callada empatía. Junto a esta, algo más.

Miedo.

-Todos estamos un poco acojonados con eso- confesó Ana mientras partía un filete- Ya sabes, si en un mes no te adaptas te devuelven.

Juan asintió. Conocía la regla. Todos la conocían.

Nadie hablaba de ella.

Ana era diferente. Rompía las reglas. Hablaba cuando los demás callaban. Se sentaba con un desconocido. Preguntaba sin tapujos.

No parecía importarle.

-Ya no te apures- intervino Cecilia- Cuando te llamen, solo relájate. Verás que todo va bien.

Cecilia era más cauta. Más silenciosa. Más como Juan. Se preguntó qué las habría llevado a juntarse.

Se sintió intrigado.

-Y vosotras, ¿de dónde venís? – les preguntó, mostrándose por primera vez propenso a la conversación.

-Yo de Madrid- dijo Ana, y Juan indicó que él también era de allí.

-Yo soy de Méjico, pero llevaba seis años viviendo en Valencia- contestó Cecilia.

-Bueno, ¿y cómo es? ¿Qué se ve? ¿Cómo son?

De nuevo, la mirada de ambas centrada en él.

Juan narró brevemente su encuentro con los hacedores. Sus emociones, hasta cierto punto. Se guardó lo más importante.

-Supongo que ves aquello que has venido a buscar- dijo, a modo de conclusión.

Desde ese momento, dejó de acaparar la atención de Ana. Esta, totalmente transparente, no ocultaba sus emociones.

Hablaba. Obtenía lo que deseaba. Desviaba su atención. La conversación siguió. Su objetivo principal había pasado para ella.

Cecilia era diferente. Le observaba con cautela, pero también con interés. Volvió a sentirla. Aquella sensación de que eran parecidos.

Los dos guardaban secretos. Los dos lo sabían. Los dos se estudiaban.

Terminó la comida. A la hora de entregar las bandejas, la mejicana se quedó algo rezagada. Juan lo notó.

Se puso a su altura.

-Disculpa si te agobió- dijo.

-No pasa nada. Yo también querría saberlo si fuese ella.

-Todos queremos. Pero Ana a veces es como una niña. A mí me agrada porque me recuerda a mi hermana, que era más chavita.

Entregaron la bandeja. Salieron a un pasillo como tantos otros, blanco y aséptico. Perdieron de vista el mar.

-Espero que vaya todo bien. Para las dos.

-Yo también lo espero.

Tono de despedida. Pasos. Círculos que se alejaban.

-Otro día, si queréis, podemos comer juntos.

Miradas. Cautela. Sensación de estar estudiando el próximo movimiento.

-¿Aunque Ana te agobie con sus preguntas?

-No me ha agobiado. Me habéis caído bien.

-Juan, disculpa, pero no creo que podamos ser amigos. No te conviene.

-¿Por qué?

Silencio. A esas alturas ya solo eran dos siluetas en medio del pasillo. Cecilia se decidió a hablar. El mundo se sacudió.

-Porque soy una asesina.

Pasos. La vio alejarse hasta desaparecer por una esquina.

Juan se quedó solo, un círculo en medio del mar. Sacudido por la zozobra de unas olas invisibles.

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