
Capítulo 1: La llegada
¿A dónde iban a parar las almas perdidas?
Muchos años antes Juan había escuchado esa pregunta. Nunca supo la respuesta. Pero si había un lugar en la tierra que se pareciese, se dirigía a él.
Echó una mirada por el ojo de buey en su camarote. Nada. El barco atravesaba un anillo de niebla que rodeaba la isla, y que creaba la sensación de que la misma existencia allí fuera se había desvanecido en jirones.
Movimiento. El de las olas bajo el barco. Si se concentraba y se quedaba quieto, podía sentir como este se elevaba y descendía cada vez que cabalgaba una.
El sonido de una bocina. Estaban llegando a tierra. Salió de su camarote y avanzó por los estrechos pasillos en dirección a la cubierta. Lo acompañaba solo la maleta en la que estaba contenida toda su existencia.
Silencio. Una alfombra verde que recorría los pasillos amortiguaba el sonido de las ruedas.
Cuando tocaron tierra, una escalerilla les permitió descender. Eran muchos, tal vez cientos, todos con existencias reducidas a maletas.
En la playa, un comité de bienvenida. Blancos, pulcros. Expresiones amables. Tras ellos, la densa vegetación que cubría la isla.
Sobre ellos, el sonido de las gaviotas que habían conseguido atravesar la niebla.
Solo quedaba un paso para que se convirtieran en isleños de pleno derecho. Uno por uno, arrojaron sus documentos de identidad a un fuego recién encendido. Mientras este luchaba contra el desapacible clima, el plástico se fundía.
Desprovistos de su identidad, siguieron al comité de bienvenida. Un sendero, pavimentado para los isleños, atravesaba la selva virgen en dirección ascendente.
Juan, rezagado, miró una última vez el barco que acababa de zarpar. En cuestión de minutos, fue engullido por la niebla.
Pasos. Los de aquel grupo de recién llegados por el sendero. Jóvenes. Por encima de veinte, no más de treinta.
Rostros. Ninguno memorable a excepción de una chica de pelo azul que no parecía mucho mayor que Juan. Una chica con la ceja partida.
Le hubiera gustado preguntarle cómo se había hecho eso. Pero su compañera, otra chica morena con el pelo recogido en dos coletas, ya lo hacía. Su animada voz destacaba en medio de los sonidos de las ruedas.
Era la única que charlaba.
En medio de una explanada situada en lo alto de la isla, destacaba un edificio de color blanco. Allí era donde se dirigían.
Paredes blancas. Aspecto aséptico. Color tan pulcro como el de los miembros del comité. La única obra construida allí por el hombre, exceptuando el sendero.
Junto al edificio principal, se alzaba la bóveda. Una estructura de metal con forma circular. Una esfera perfecta en la que destacaban poros abiertos recubiertos de plástico.
Allí, les habían dicho, habitaban los hacedores de sueños.
Soledad. La que sintió en su nueva habitación. Paredes blancas y un frío casi quirúrgico. Desprovista de personalidad. Poco más grande que su camarote.
Sobre la cama, su nueva ropa. Camisa, pantalón y zapatos al pie de esta. Color tan blanco como el de las paredes.
Se desvistió pensando que la soledad no era nueva para él. Recordó, como un observador distante, su imagen en medio de miles de personas atravesando la Gran Vía de su ciudad, Madrid.
Una gota en medio del océano. Demasiado insignificante. Demasiado sola.
Guardó su antigua ropa en una taquilla donde habían grabado la inicial de su nombre. Dos vueltas de llave, y estaba hecho. Su antiguo yo ya no le pertenecía.
Una sonrisa. La que le dirigió brevemente la chica de pelo azul cuando se cruzaron por el pasillo. Oprimía con la mano el lugar vendado del brazo donde acababan de sacarle sangre.
Dolor. El de la aguja cuando penetró su carne en busca de una muestra. Juan fue dócil y esperó en silencio a que todo acabara.
El sonido de un lápiz. Uno de los responsables del ala médica, donde se encontraba, tachaba en una hoja de papel las distintas afecciones por las que le iba preguntando. No tenía alergias, ni problemas cardíacos. Ni enfermedades mentales.
Papeleo. Solo se trataba de volver a comprobar lo que ya habían examinado cuando decidió presentarse voluntario al programa.
Una pregunta. La que todos se hacían cuando completaban las pruebas médicas y los devolvían a sus habitaciones.
¿Cuándo los llevarían ante los hacedores de sueños?
Juan no hubo de esperar mucho. Aquella misma tarde, sobre las ocho, la megafonía anunció su nombre.
Rostros de nuevo, pero ahora vueltos hacia él. Los de los otros residentes con los que se cruzó por el pasillo mientras le llevaban a la bóveda. Le observaban. Algunos con envidia, otros con expectación. Otros tan solo esperaban. Y esperaban.
Pero la megafonía no los reclamaba.
Miedo. El que sintió cuando le dejaron solo, y las puertas de plástico que servían de entrada a la bóveda se abrieron. Respiró de forma agitada. Se había estado preparando para ese momento, y su corazón lo sabía.
Dio un paso, y sintió la densa vegetación. Las puertas se cerraron a sus espaldas, y supo que estaba solo.
Lo que conocía, lo humano, terminaba. Se adentraba en lo desconocido.
Extrañeza. La que provocaba un nuevo tipo de oxígeno abriéndose camino a través de sus pulmones. Siguió caminando, preguntándose cuántos pasos sería capaz de dar antes de perder el conocimiento.
En un foro de internet, había llegado a leer que el máximo eran treinta. Gastó muy bien cada uno de los suyos. No quería que ocurriera sin ver antes a los hacedores.
A su alrededor, una atmósfera fantasmagórica. Una selva dentro de otra selva. De un primer vistazo, la vegetación que la formaba podía confundirse con la del exterior.
Pero una observación más detallada revelaba la presencia de una extraña sustancia gris y líquida que emanaba de la niebla allí reunida. Todo lo que existía en aquel espacio había nacido de ella. Algunos la llamaban «las lágrimas de los hacedores´´.
Los primeros científicos que observaron el fenómeno dijeron que, al principio, solo había niebla. Después, esta aprendió de lo que veía a través de la bóveda de contención. Apareció la vegetación.
Aparecieron las polillas blancas que revoloteaban por aquel espacio en perfecta sincronía, como una nube.
Belleza. La que emocionó a Juan cuando alzó la mirada y contempló el tamaño de aquellos seres, superior al de las polillas normales. Batían sus alas sobre él en perfecta sincronía. Esperaban. Observaban.
Un banco de niebla. El que como un puente entre dos mundos los separaba a él y a uno de los hacedores.
Tenía su altura, pero, a diferencia suya, no había adoptado una forma fija. Su silueta tenía el color verde de la vegetación y la indefinición de la niebla. No poseía una forma definitiva de estar en el mundo.
Sus ojos brillantes, de color violáceo, encontraron los castaños de Juan. Este contuvo la respiración, sintiéndose pequeño ante el encuentro con lo desconocido.
Entonces, perdió el conocimiento. No llegó a los treinta pasos.
Ruedas. Las de la camilla que introdujo el personal del edificio. La blanca luz del pasillo revotaba en los trajes protectores que vestían. Sus respiraciones se filtraban a través de mascarillas conectadas a bombonas de oxígeno.
Sacaron rápidamente a Juan, y le enchufaron a un aparato que le suministró oxígeno de su mundo.
Pitidos. Los de los aparatos electrónicos que controlaban sus constantes vitales, estables, mientras dormía.
Otros durmientes que ya habían visto a los hacedores descansaban en las camillas contiguas. Tras un cristal, los médicos observaban.
En medio de un silencio casi absoluto, Juan empezó a soñar.
Luz. Destellos dorados filtrándose a través de unas cortinas. Dorado de amanecer.
Silencio. El despertador no sonaba, señal de que era domingo. Se relajó, sabiendo que tenía todo el tiempo que quisiera para permanecer arropado por las sábanas.
Textura. La de la cama, blanda y dura a la vez, bajo su cuerpo. Su sien palpitando apoyada contra la almohada. Su corazón reduciendo la marcha en algún rincón de su pecho. Las sensaciones eran reales. Él era real.
Abrió los ojos, y contempló el regalo del hacedor.
Estaba de nuevo en un céntrico apartamento de Madrid. Aquel en el que se suponía que su vida iba a empezar. Dos años. Solo dos años antes.
Fuera, en la realidad, todo se había hecho trizas. Allí, todo renacía.
Observó el cuerpo que dormía a su lado. Sonrió pensando que era tal cómo lo recordaba: el único chico de veintisiete años que ya tenía todo el pelo blanco. Le tocó, y la sensación era la misma que dos años antes.
Su cuerpo, bañado por la luz dorada, era duro y bien proporcionado. Sus músculos, habitualmente en tensión, dormían.
Sus ojos se inundaron de lágrimas. Húmedas, saladas. Reales. Le besó detrás de la oreja, como solía hacer. Le abrazó, temiendo que al abrir los ojos se hubiera marchado. No lo hizo.
Vistiendo solamente una camisa fina y un pantalón corto, Juan se levantó y caminó por el apartamento. Le invadió una sensación extraña. Todo era suyo y ajeno, al mismo tiempo.
Las paredes color pastel, que ahora lucían matices dorados. El baño, de azulejos azules. El lugar donde guardaba el cepillo de dientes, que ya no era solo uno. La pareja descansaba a su lado.
Una fotografía perfectamente extraída de su memoria en movimiento. Un escenario en una obra de teatro donde él era el protagonista.
Regresó a la cama y se tumbó a esperar el momento en el que el telón se alzara y pudiera saludar al público.
O tal vez no era así. Tal vez lo anterior era el sueño, y ahora despertaba.
Se giró hacia él. Desplazó su cuerpo, imitando su posición. Le miró a los ojos.
Encontró un rostro destrozado, cubierto de sangre y con pequeños trozos de cristal sobresaliendo de la carne. El sueño convertido en su más vívida pesadilla.
Gritó.
Pitidos. Distantes al principio, más cercanos a medida que su percepción se readaptaba a la realidad. Sus constantes vitales, alteradas en el momento del despertar, volvían a la normalidad.
Rostros. Varios de los médicos que supervisaban aquella área le observaban desde una posición superior. Solo una voz llegó hasta él. La de una mujer cincuentona, pelo rubio recogido en un moño y expresión amable.
Humedad. La de sus lágrimas deslizándose por sus mejillas.
Dureza. La de la camilla sobre la que estaba tumbado, triste sustituto de la cama de su apartamento.
Olor. El del plástico de la mascarilla que le suministraba aún oxígeno, llevando este al interior de unos pulmones que habían probado el de los hacedores.
No giró la cabeza. No quería encontrar otra vez ese rostro. Ni tampoco el de otro durmiente.
Lloró por el cielo perdido de color pastel con destellos dorados. Maldijo aquel infierno quirúrgico y aséptico.
-Tranquilo- dijo la mujer, inclinando su rostro sobre el suyo con expresión maternal y tranquilizadora- Tranquilo. Estás de vuelta.
Deja un comentario