
III
Cuando Aurora despertó, un delicioso aroma flotaba en el ambiente.
Por un momento, se sintió llevada de vuelta a su infancia. Aquellos días en los que caminaba descalza por el pasillo, ansiando tanto llegar a la cocina que había dejado atrás sus zapatillas. Todo ello porque sabía lo que allí le esperaba.
Pensó en las tortitas, las deliciosas tortitas de chocolate que su madre sabía preparar tan bien. En la nueva realidad, estas habían vuelto y por unos momentos pudo conservar la ilusión de que su madre esperaba en la cocina.
Se aferró a ella mientras comenzó a desperezarse, dispuesta a arañar unos minutos más al nuevo día antes de abandonar el cómodo refugio de las sábanas.
Pero entonces se dio cuenta de algo: no había sábanas. Ni tampoco sentía el colchón de la cama bajo su piel. Abrió los ojos, y una nueva escena surrealista en sintonía con las que había vivido el día anterior se apresuró a recibirla.
La cama estaba debajo. Su hermana Amanda aún dormía, y su hueco al otro lado estaba vacío, con el colchón todavía dibujando la silueta que con su peso había marcado. No había sábana, ya que ella se la había llevado consigo.
Estaba flotando sobre la cama y su hermana, muy cerca del techo de la habitación. La llave aún brillaba en su cuello, pero la luz de esta se iba extinguiendo con la misma rapidez con la que crecía su desconcierto.
Entonces, al mismo tiempo que el brillo se apagó, la joven volvió a sufrir los efectos de la ley de la gravedad.
Cayó con estrépito sobre la cama, provocando que su hermana fuese directa al suelo. Ella se quedó quieta, su alborotado pelo rojo tapándole parte de la cara, intentando asimilar lo que había ocurrido.
-¿¿¿Qué haces???- preguntó Amanda, levantándose y usando un tono de voz ronco, propio de quien es despertado bruscamente.
-Perdón- respondió Aurora mientras se guardaba la llave bajo la camisa del pijama- Tuve una pesadilla.
-Tía, qué rara eres.
-Chicas- llegó entonces, providencialmente, la voz de Elena a través del pasillo- Venga, que ya está el desayuno.
-Pues esta noche no duermes aquí ya- sentenció Amanda antes de salir apresuradamente de la habitación. Pese a que ambas hermanas eran muy diferentes en muchas cosas, el olor de las tortitas por la mañana les resultaba igual de irresistible.
Una vez sola, Aurora sonrió pensando que ni siquiera la nueva realidad había podido cambiar eso.
Sacó la llave y se quedó un momento mirándola, conteniendo las ganas de arrojarla por la ventana. Finalmente, no lo hizo, aunque mientras se levantaba de la cama pensó, frustrada, que tenía una curiosa forma de protegerla.
Estaba empezando a cogerle manía a ese pedazo de latón.
El desayuno fue tan apetitoso como el olor había prometido. Las tortitas y el zumo de naranja lograron mitigar por un momento el recuerdo de lo que había ocurrido el día anterior, pero el sabor de las primeras, tan parecido al de las que hacía su madre, volvió a preocupar a Aurora.
Ahí iba, pensó, otra parte de su ser que la tía Elena había heredado.
-He pensado- dijo esta mientras se servía un poco de zumo- que podemos ir si queréis al pueblo este puente- Son las fiestas del campillo.
Amanda asintió enseguida, pues ella siempre había sido una devota del pueblo, donde parecía más feliz que en la ciudad. De hecho, gran parte de sus amigos eran de una peña de allí. Pero Aurora sabía que la oferta escondía algo más.
Elena y su madre eran de un pueblo llamado Tinajas, en la provincia de Cuenca. De jóvenes, se fueron juntas a trabajar a Madrid, pero nunca habían perdido las raíces, hasta el punto de que Aurora estaba convencida, sin preguntarlo siquiera, que su madre estaba enterrada allí.
La posibilidad de encontrarse con su tumba en la nueva realidad que había provocado provocó que casi se atragantara con un trozo de tortita.
-¿Estás bien?- preguntó su tía. La joven supo que la invitación para ir al pueblo obedecía a un intento por parte de Elena de arreglar las cosas tras la bronca del día anterior. Lo sabía porque su madre, a veces, también lo hacía.
Una vez más, miró a su tía y se preguntó hasta qué punto el recuerdo de su madre acabaría fundiéndose en ella, como dos imágenes que se superponían hasta formar una sola. Sin embargo, decidió no comentar nada.
-Sí- se limitó a responder- Se me ha ido por otro lado.
Sus sospechas se confirmaron un rato después, cuando ya se había puesto el uniforme y estaba preparada para ir a clase. Era viernes, algo que normalmente ponía de muy buen humor a la joven. Pero no fue así aquella vez.
-Oye, Aurora- dijo Elena mientras le quitaba una pelusa que llevaba en el jersey- Lo he pensado y, si quieres, puedes ir al concierto siempre y cuando me prometas que irás a refuerzo. Sé que es importante para ti, y no quiero quitarte eso.
Sin duda, la cara que puso la joven no era la que Elena esperaba, pero no pudo evitarlo. Acababa de descubrir la primera gran diferencia entre su madre y ella, pues la primera nunca cedía tan fácilmente después de un castigo.
Aquello, sin embargo, solo hizo a la nueva realidad aún más macabra. Era como si su deseo se hubiese cumplido, devorando su alma en el proceso. Cuando abandonó el apartamento con Amanda, sintió el peso de la culpa de nuevo sobre sus hombros.
-Eh- le dijo esta mientras bajaban juntas en el ascensor- ¿Estás empanada o qué?
Aurora no pudo evitar mirar su reflejo en el espejo del ascensor. Toda aquella preocupación sin duda se manifestaba exteriormente, pues su piel lucía más pálida de lo habitual y su rostro se veía algo desmejorado, con arrugas marcadas bajo los ojos.
Recordó que su abuela, fallecida dos años antes, también las tenía y se sintió más vieja de golpe.
-Estoy bien- se limitó, sin embargo, a decir.
-Bueno. Igual si tienes suerte Hugo no lo nota.
-¿Qué dices? ¿Qué Hugo?
-El de bachiller que te mola.
-Huy, qué mentira.
-Pues te has puesto roja.
Aurora lanzó una breve mirada al espejo, y se dio cuenta de que era cierto. El hecho de estar más pálida de lo normal hacía que el color de sus mejillas se marcase más, casi igualando el de su cabello.
Odiaba cuando su hermana la cazaba de esa forma, y decidió contraatacar.
-Y tú, ¿cuándo le vas a pedir salir a Diego?
-Es un amigo nada más.
-Pues te pegas por él y todo, ¿qué diría mamá, digo, la tía? – contestó Aurora, y aquel breve lapsus trajo los malos sentimientos de nuevo a su ánimo. Sin embargo, discutir con su hermana estaba haciendo que se sintiera mejor porque le recordaba que no todo había cambiado.
-Como te chives, te mato.
-La hija modelo metiéndose en peleas.
-Por lo menos estudio, no como otras.
-No es lo mismo. Ella ya tiene asumido que voy para cajera del Mercadona, pero tú eres la esperanza de la familia.
-Eso es tope clasista, ¿sabes? – contraatacó Amanda mientras el ascensor se detenía, y ambas salían.
-¿El qué?
-Lo del Mercadona. Es un oficio muy digno.
-Vale, pecho plano.
-Culo carpeta.
-Eh- les llamó la atención de pronto Lorena, una mujer de la limpieza cincuentona, que estaba fregando el rellano en ese momento- Cuidado con dónde pisáis, que acabo de fregar.
Aurora se sobresaltó un poco al escucharla. Lorena llevaba trabajando en el edificio desde que podía recordar, y siempre se ponía de muy mal humor cuando alguien pisaba por donde había fregado.
Una vez, siendo muy niña, pisó sin querer y la mujer de la limpieza estuvo a punto de darla con una escoba. Escapó por poco, y este incidente hizo que en su imaginación infantil Lorena apareciese como una bruja.
Esto, unido al hecho de que siempre que la veía intentaba esconderse detrás de su madre y que una vez le había preguntado a esta si las brujas existían mientras la miraba, y la otra la había escuchado, no ayudó a mejorar su relación.
Debido a ello, como le había ocurrido otras veces, se sobresaltó al escucharla. Pero aquella vez, a diferencia de otras, a su reacción no la siguió un comentario borde ni una replica mordaz. Al revés, Lorena estaba mirándola con la boca abierta y expresión de asombro.
A su lado, solo unos centímetros más allá, su hermana Amanda tenía el mismo gesto. Aurora solo necesitó ver dónde se encontraba para entender por qué, y acordarse nuevamente para mal de la llave que colgaba de su cuello.
Acababa de cruzar el vestíbulo de un salto, pasando por encima del suelo mojado, y se encontraba junto a la puerta.
-¿Cómo has hecho eso?- preguntó Amanda cuando, un rato después, ambas bajaban las escaleras de la estación de metro de su barrio.
-¿El qué?
-Tía, has cruzado medio vestíbulo de un salto.
-Venga ya, si estaba casi en la puerta. Te estás confundiendo.
-Sé lo que he visto.
-Lo que pasa es que íbamos discutiendo, y no has estado pendiente. Te has imaginado cosas.
En ese momento, por suerte para Aurora, el metro provocó una tregua en la discusión. Mientras las dos hermanas iban en dirección al andén, un pitido les indicó que las puertas del vagón estaban a punto de cerrarse.
-Mierda- soltó Amanda, que ese día tenía examen a primera hora, y echó a correr sujetándose bien la mochila, que llevaba colgada solo por un asa. Aurora la siguió, contenta de tener una distracción, pero odiando tener que correr. Detestaba hacer ejercicio.
Las puertas comenzaron a cerrarse mientras las hermanas cruzaban el andén a todo correr. Esquivaron milagrosamente a dos personas, pero de poco les sirvió. La puerta era ya una rendija cuando la alcanzaron, y parecía que nada las salvaría de esperar al siguiente.
Entonces ocurrió la siguiente cosa inesperada del día.
Aurora, por pura desesperación, metió una pierna y logró impedir el cierre completo. Enseguida notó un ligero dolor, ya que la puerta no se movió ni en una dirección ni en otra. Se arrepintió pensando en que luciría un pequeño moratón que las medias no ocultarían, pues no llevaba.
Intentó mover las puertas con la mano, y las caras de enfado y sorpresa de los viajeros que la observaban desde el otro lado del cristal pronto mudaron en asombro. De haber podido ver la suya, se habría dado cuenta de que lucía igual.
Las puertas se movían. La presión de sus manos, que no debía ser suficiente para empujarlas, estaba consiguiendo llevarlas hacia los lados. Pronto, su pierna quedó libre y dejó de sentir la presión.
Se sintió más aliviada, y terminó de abrir la puerta, la única abierta en ese momento en el vagón. Solo tuvo unos segundos para asombrarse de su propia hazaña antes de saber que había vuelto a meterse en líos.
-Venga, sube. ¿No tenías prisa? – le espetó a su hermana mientras subía al vagón, sacando su móvil y centrándose en él para evitar las miradas del resto de los pasajeros y la de la propia Amanda, a la que había vuelto a dejar sin palabras.
Cuando el vagón se puso en marcha, pensó en la llave y en la agilidad y fuerza que había demostrado Sergio en su breve lucha con el pintor. Si ahora ella era como él, se preguntó que otras habilidades extrañas tenía aún por descubrir.
La mañana, sin embargo, transcurrió relativamente normal. Cuando quedaban diez minutos para el recreo, comenzó a enviarse mensajes de móvil con Patricia por debajo de la mesa. Hacía rato que había desconectado de la clase que tenían en esos momentos, inglés.
Por lo visto, el método de enseñanza del profesor, que se limitaba a poner diapositivas y a leer lo que venía en ellas había sido suficiente incluso para su estudiosa amiga, y ella también comenzó a mensajear.
«Mañana es el día´´, le dijo en uno de ellos. « ¿Sabes ya lo que te vas a poner? ´´
Antes de responder, Aurora volvió a sentir una punzada de tristeza. Había decidido ir al concierto ya que, pese a todo, era su única oportunidad de volver a sentirse normal por unas horas. Sin embargo, aquello no evitaba que recordara a sus padres.
Pero lo peor era la sensación, que iba y venía en ella desde el día anterior como las olas lamiendo las olas de una playa antes de retirarse para luego volver, de que aquello eran las consecuencias de su deseo.
De que había hecho desaparecer a sus padres para tener una recompensa que ahora le parecía tan nimia, aunque 24 horas antes hubiese creído lo contrario. Cuanto más lo pensaba, peor persona se sentía.
Decidió centrarse en responder a su amiga. El día anterior habían estado hablando sobre la ropa, pero no habían logrado ponerse de acuerdo. Le vinieron a la mente en ese momento unos pantalones vaqueros de Patricia que creía que le valían, y decidió pedírselos.
Pero, por segunda vez en dos días, la voz de un profesor la devolvió bruscamente a la realidad.
-Aurora- dijo el profesor desde la mesa al frente de la clase- ¿Le explicas a tus compañeros de que va lo que estamos dando hoy? De paso, tráeme tu móvil. Tienes otro cero.
La joven maldijo por debajo su suerte mientras se ponía de pie. Lanzó una breve mirada a Patricia, que había conseguido guardarse el móvil en el bolsillo de la falda sin ser vista.
«Suertuda´´, pensó mientras se dirigía a la mesa del profesor.
Por el camino, improvisó una excusa. Argumentó, sin dar muchas explicaciones, que estaba pasando un momento difícil, lo cual era cierto, y que le costaba concentrarse.
La noche anterior le había costado dormir, y esperó que su rostro reflejara un cierto abatimiento que intentó acompañar con una voz lastimera. Tal vez, pensó, con aquello lograse que se apiadaran de ella por una vez.
Sin embargo, cuando le entregó el móvil al profesor se encontró, por tercera vez aquel día, con un rostro desencajado a causa de la sorpresa.
Miró a sus compañeros, que acompañaban el estado de ánimo del profesor. Su cerebro, ocupado hasta unos segundos antes con maquinaciones para intentar dar lástima, tardó un poco en registrar lo que había ocurrido.
Cuando lo hizo, su cara mostró por unos instantes el mismo desconcierto que las de los demás.
-Bueno- dijo el profesor, quedándose el móvil e intentando restablecer la normalidad- Ve a sentarte. Esto queda confiscado hasta el final de la clase.
Aurora asintió, y escuchó cerrarse el cajón donde el profesor había guardado el móvil mientras volvía a su pupitre. Logró hacerlo sin mirar a los demás, aunque por una vez lamentó estar sentada en una de las últimas filas, donde ellos sí podían mirarla al girarse.
Todo lo que había explicado en su camino hasta la mesa lo había hecho en inglés, con un perfecto acento británico.
Cuando sonó la campana que indicaba el inicio del recreo poco después, logró escabullirse del resto de la clase y dirigirse al baño de chicas, situado al final del pasillo. Se metió en uno de los retretes y cerró la puerta, logrando unos preciosos instantes de paz.
También había tenido que evitar a Patricia, que la interrogó sobre lo ocurrido algo dolida pues creía que su amiga había sabido inglés todo ese tiempo y por tanto la había estado engañando cuando le pedía ayuda.
Sacó la llave, y tuvo que contenerse para no arrojarla al inodoro y tirar de la cadena. Se suponía, o eso le habían dicho, que la estaba protegiendo, pero no había hecho más que meterla en problemas desde que el día había empezado.
Pensó en todo lo que tenía por delante, incluida una clase de educación física al final de la mañana, y se estremeció. ¿Qué sería lo siguiente, sentido arácnido?
Espero hasta que el sonido de pasos en el pasillo y de conversaciones de compañeras en el lavabo se extinguiera. No le apetecía encontrarse a nadie en esos momentos, pero en su soledad solo alimentó pensamientos autodestructivos.
Hacia ella por haberlo provocado todo, hacia el pintor por engañarla, hacia Sergio y Ainhoa por no haber explicado nada el día anterior. Finalmente se concentró en la llave, que parecía lo más fácil de odiar.
Espero hasta que el pasillo estuvo prácticamente vacío, y abrió la puerta. Entonces escuchó los susurros.
Cuando pensó en ello más tarde, no supo con certeza desde cuando habían estado ahí. Tal vez llevaban tanto como ella, pero no se había percatado hasta ese momento. Tal vez llegaron allí buscando soledad como ella.
Todo lo que supo es que su profesora de Lengua, a la que los alumnos se referían como «la escoba´´, estaba de pie frente al lavabo. Desde la puerta entornada del retrete la vio y escuchó como alguien la hablaba en susurros.
Aunque no distinguió una sola palabra, sintió el vello de su nuca erizarse ya que había algo extraño en esa voz. No parecía humana, pues le faltaba el matiz que dotaba a una voz humana de calidez. Era fría y aterradora.
Cuando terminó de hablar, la profesora pareció salir de un trance y se dirigió a la salida. Aurora vio desde la puerta entornada como, al igual que ella, lucía un aspecto desmejorado, con ojeras marcadas y el rostro lívido.
Sintió brevemente el impulso de salir para preguntar qué pasaba, pero finalmente la dejó ir. Incluso en esa extraña situación, su profesora infundía respeto y algo de temor.
Cuando el sonido de sus tacones comenzó a oírse más lejano, abrió la puerta y salió. El lavabo estaba desierto aparte de ella, pues las puertas de los otros retretes estaban abiertas y pudo ver que no había nadie.
Frente al lugar donde había estado la profesora solo se alzaban el lavabo y un espejo. El pasillo más allá del baño también era todo soledad y silencio a excepción de los pasos cada vez más distantes de la profesora, que finalmente también fueron engullidos por la quietud.
El susurrador se había desvanecido.
Cuando llegó la última clase, su día terminó de arruinarse. Agarró su bolsa de deporte y se dirigió con los demás al gimnasio para asistir a su clase más odiada: educación física.
Odiaba como llegaba siempre a casa acalorada y sudorosa siempre que tocaba esa asignatura. Su hermana solía burlarse llamándola «tomatito´´, y ella se iba directa a la ducha para no escucharla.
Sin embargo, no tenía opción. Se vistió con las demás, poniéndose el uniforme negro y blanco, con el logo del colegio cosido a la camisa. El vestuario de las chicas se parecía cada vez más, pensaba, a una jaula llena de cotorras que parloteaban a la vez.
La única cosa buena era su profesor, Enrique.
Alto, bien proporcionado y con el pelo perfectamente lavado y algo brillante a causa de la gomina, era el sueño de todas las chicas.
-Aurora- dijo nada más la vio salir del vestuario, provocando que su alumna se acalorase incluso antes de empezar a hacer ejercicio.
-¿Sí?
-Lleva esto al campo- dijo pasándola dos pelotas, una de fútbol y otra de baloncesto. Aurora las cogió y tuvo que aguantar las risitas de su amiga Patricia, que había visto toda la escena.
Ya en el patio, les colocaron en fila e hicieron que, uno a uno, fueran hacia una de las canastas e intentaran encestar. Debían hacerlo en sucesivas tandas durante los tres minutos que duraba el ejercicio y que Enrique cronometraba.
Pese a que ya habían pasado varias horas desde el último incidente, Aurora no se libró en toda la clase de las miradas y cuchicheos de sus compañeros. Aún no se había acostumbrado a que su vida se hubiera vuelto rara, y ahora los demás empezaban también a notarlo.
Patricia tampoco ayudó preguntándole varias veces si se encontraba bien. Aurora, incómoda y algo molesta, acabó girándose hacia ella cuando le llegó el momento de lanzar.
-Estás pesadita, ¿eh? Ya te lo he dicho.
En ese momento, el compañero que había lanzado antes falló en su intento. Recogió la pelota y se la lanzó a Aurora, que no prestaba atención y se había girado para responder a su compañera.
Sin embargo, esta levantó instintivamente la mano y atrapó la pelota en pleno vuelo sin girarse.
-Estoy bien.
Justo después, lanzó y encestó de forma limpia, sin tocar el aro ni mirar siquiera a la canasta.
-Vale, vale- concedió Patricia, sin palabras como los que estaban detrás de ella en la fila. Aurora se fue al final de esta, queriendo que se la tragara la tierra.
Por primera vez en su vida, se alegró de tener educación física y de que, al tener que cambiar constantemente de actividad, los separaran en grupos y no permaneciera con el mismo grupo de personas durante mucho tiempo.
Enrique no había presenciado el incidente anterior por estar hablando en ese momento con otro profesor, pero los rumores ya corrían entre sus compañeros e incluso Patricia la observaba desde la distancia con extrañeza.
Debió intuir que el día solo iría a peor cuando Marta, la chica que peor le caía de la clase, había reparado en su colgante mientras se cambiaban y había dicho «te queda bien´´ con una risita falsa antes de irse con sus amigas a comentar el chisme.
Sin embargo, el final superó todas sus expectativas.
La última actividad consistía en ir por parejas e intentar meter gol en una portería que vigilaba otro compañero. Si marcaban, el portero seguía siéndolo. Si no, se quedaba el que había fallado al chutar.
Por supuesto, y para terminar de rematar su mala suerte de aquel día, a Aurora le tocó ser portero.
Cuando estaban a punto de acabar los diez minutos que duraba aquel ejercicio, aún seguía en la portería por no ser capaz de parar ni uno solo de los disparos de sus compañeros. Ni siquiera el de Patricia, que en deferencia a ella había chutado flojito y en su dirección.
Y aún le quedaba lo peor.
Andrés y Oscar, los más burros de su clase, iban a ser los últimos en chutar. Mientras se dirigían hacia la portería, se miraban de forma maliciosa, anticipando la diversión que les esperaba.
Aquello hirió el orgullo de Aurora, que decidió intentarlo al menos y vigiló sus movimientos. Cuando estaban en la zona de tiro, Andrés recibió el balón tras un pase corto de su compañero y ella observó su pierna izquierda, que era con la que chutaba.
Lo hizo así. Pero solo para pasarle el balón a Oscar y cederle el gol sin que Aurora tuviera tiempo de reaccionar. Su compañero, sin ninguna piedad, chutó y la joven solo pudo lanzar un grito mientras el balón iba directo a su cara.
Cuando volvió a abrir los ojos pasados unos segundos, esta presenció la escena más surrealista que había visto nunca. Y ya era decir, teniendo en cuenta como era su vida desde el día anterior.
El balón se había detenido a unos centímetros de su cara. Flotaba en el aire, inmóvil como el dibujo de una revista. Y no solo el balón. Andrés y Oscar, este último con la pierna con la que había chutado aún levantada, también se habían detenido.
La misma suerte habían corrido los compañeros que esperaban en fila su turno al otro extremo del campo. Y Andrés, que observaba el ejercicio de pie junto a la línea blanca recién pintada que marcaba el inicio del campo de fútbol.
Cuando levantó la mirada y vio a una bandada de pájaros detenida sobre el campo, comprendió el alcance de lo sucedido.
El mundo que la rodeaba se había detenido a excepción de ella.
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