Cortos de tinta: «Nuevo orden´´ (Capítulo 9)

IX

Eva conectó la cámara que le habían dado, y que colocaba siempre en la mesita frente a su cama para grabar. Se sentó en el borde de esta, y pensó sobre lo que diría.

-Todos los días hay cambios. Me siento como un rio a punto de desbordarse.

A pesar de que en la granja muchos dormían hacinados en las habitaciones o en otras partes de la casa, a ella le habían dado un cuarto para sí sola. Por un lado, le parecía mal tener ese privilegio solo por ser quién era.

Pero, por otro, agradecía estar alejada de las fuertes emociones que percibió en su llegada. Al menos, hasta que aprendiera a comprender las suyas propias.

Los científicos del grupo le habían entregado una cámara para que pudiera grabar a diario, y describir los cambios que percibía. Era una forma, según le dijeron, de mantener alta la esperanza del grupo.

Y también, aunque eso no se lo dijeron, de estudiar cómo iban evolucionando sus emociones para saber hasta qué punto había resistido el virus.

Tras su llegada a la granja, no la molestaron demasiado. Uno de ellos, el doctor Arias, la visitaba de vez en cuando y le sacaba un poco de sangre para hacer pruebas. A ella no le importaba. Aquel hombre tenía el pelo cano y un rostro amable que inspiraba confianza.

Una de las veces que fue a verla, tarareó una melodía que llamó la atención de la chica. Por un momento, se sintió transportada a aquel sótano donde la música dejó de ser algo más que una sucesión de notas para ella.

-Es don´t be shy- dijo mientras le extraía un poco de sangre- No recuerdo el nombre del cantante.

Según explicó, la canción era especial para él porque le recordaba a su hija. Cuando era pequeña, solía ir a su habitación. Su madre había muerto siendo ella poco más que un bebé, y la ayudó a peinarse hasta que aprendió por ella misma.

Siempre vinculaba, según le dijo, esa canción con el recuerdo de ella y los días en que la ayudaba a peinarse. Entonces, solía tenerla puesta de fondo en la radio.

Eva confirmó así que las canciones no eran especiales por sí mismas, sino por los recuerdos y sensaciones que eran capaces de evocar en otros. Aunque el doctor nunca se lo dijo, supo que su hija no había sobrevivido a la pandemia.

Y lo supo por los esfuerzos que él ponía en aferrarse a su recuerdo. Esto le ayudó a entender que, si se observaba y escuchaba a las personas, se podía llegar a descubrir lo que elegían callar y sus motivos para ello.

En cuanto a ella, sentía que Eleanor Rigby se había convertido en la única canción con la que podía asociar una sensación parecida. Sin embargo, Pedro, la persona a la que esta estaba ligada, no había hecho más que evitarla desde que llegaron.

Se preguntó por qué había ocurrido esto, y quién era el responsable si lo había. Tal vez, él solo representó un papel que ahora ya no era necesario. A su padre tampoco le había visto demasiado, pero sabía que se mantenía informado por los científicos.

En el caso de Pedro, ni siquiera estaba segura de esto.

– ¿Qué es el amor? – preguntó un día a Lucía. Estaban sentadas en el porche, que las refugiaba con su sombra de un día soleado. Parecía que el tiempo había decidido compensar los días pasados de lluvia con altas temperaturas.

Junto con el doctor Arias, Lucía se convirtió en la persona que más visitaba a Eva. Desde su llegada, habían establecido rápidamente algo parecido a un vínculo. Lo que las personas con emociones llamaban amistad, o eso creía.

Aunque nunca se lo dijo, intuía que otras personas de la granja, sobre todo los jóvenes, preguntaban a su amiga sobre cosas relacionadas con ella. Como si para ellos fuese una especie de celebridad, o mesías. Comprendió que esto último en cierto modo lo era.

Sin embargo, nunca sintió que Lucía (o Madame Bovary, como la conocían ellos) se creyera su papel o utilizara sus encuentros para sacarle información. Simplemente, la dejaba ser ella misma y sus emociones no eran invasivas como las de aquella multitud.

Con el paso de los días, descubrió que simplemente se sentían a gusto la una con la otra.

-Es complicado- respondió mientras las cigarras cantaban de fondo a causa del calor- No creo que nadie te lo pueda explicar en pocas palabras.

– ¿Tú has tenido alguno? – preguntó Eva, y Lucía rio de una forma que le resultó especial. Con el paso de los días, descubrió que era un tipo de risa común a las chicas que implicaba complicidad. Pero también tenía algo único y especial.

Como si su amiga mostrara un poco de su alma en esos pequeños gestos.

-Algunos te dirían que demasiados. Y de muchos tipos. Pero te diré algo: al final, no importa la experiencia. Todos somos cobardes en el amor. En el fondo, nos da miedo.

– ¿Y eso por qué?

-A la otra persona le da poder sobre ti. Para hacer cosas buenas, pero también para dañarte. Y a la gente no le gusta sentirse vulnerable.

-Entiendo. Donde yo vivía no teníamos nada de esto. Solo existíamos para nosotros.

-Y, ¿eso no os hacía sentir solos?

-Ni siquiera pensábamos en ello. Supongo que no se echa de menos lo que no existe.

-Nosotros somos contradictorios. Nos da miedo el amor, pero a la vez lo buscamos. Sea del tipo que sea. Ninguno queremos estar solos.

Mientras hablaban, vieron como un grupo de diferentes edades salía de caza al monte. La resistencia empezó robando comida de camiones que la transportaban a la ciudad, pero con el tiempo se incrementaron las medidas de seguridad, y algunos acabaron muertos.

Así que empezaron a cazar. Era más seguro, y tenía menos posibilidades de acabar delatando su posición.

Uno de los miembros del grupo que salió aquel día estaba era Ramón, el Holden Caulfield de la resistencia. La llegada de Eva había hecho creer a Lucía que sus roces eran cosa del pasado, pero él seguía mirándola con deseo, aunque apartase la mirada cuando se sabía descubierto.

Lucía se llevó la mano instintivamente a la barriga, aunque la apartó cuando el grupo pasó de largo. Eva advirtió el gesto, pero no hizo preguntas.

-Y tú, ¿tienes algún amor? – preguntó Lucía, en parte para desviar el tema- Si me has preguntado por el amor, será por algo.

-Aún no sé ni si puedo sentirlo. Ni si me gusta tener vínculos con otros. Pero me gusta esto. Me refiero a poder hablar contigo.

-A mí también. Pero nuestro vínculo es distinto. La amistad no se escoge, solo surge.

– ¿Y el amor sí se escoge?

-El sentimiento, no. Pero dar el paso de querer a alguien, de comprometerte y entregar esos sentimientos a otro sí es una decisión. Ten cuidado si la tomas. Porque te expones, y siempre saldrás dañada. Incluso con la persona correcta.

-Y, si los sentimientos os hacen daño, ¿no sería para vosotros más fácil vivir sin ellos?

-Tal vez. Pero la vida no trata sobre evitar el daño, sino sobre elegir quién o qué merece la pena que te lo haga. Sin lo amargo, nunca apreciarás lo dulce.

Eva no estaba segura de entenderlo del todo, pero pese a ello allí estaba, huyendo y escondida porque había decidido aferrarse a algo que aún no comprendía. De alguna forma, también ella era contradictoria.

O tal vez, había empezado en el fondo a entender algo que aún no podía expresar en palabras. Lo único claro era que ya no se sentía la misma persona. Y se preguntaba si alguna vez podría, o querría, serlo.

Tal vez, tras mucho tiempo dormida, había empezado a entender lo que era vivir.

-Creo que aún no sé lo suficiente sobre el amor, ni sobre vosotros- dijo, preguntándose si alguna vez sería capaz de dejar de ser una observadora de todo aquello que sentía y veía en otros. Si alguna vez se atrevería a vivir- Pero me gustaría.

Lucía guardó silencio un momento. Una de sus sonrisas cómplices, de esas que solo usaba cuando se sabía en posesión de un secreto muy valioso, se dibujó en sus labios.

-Ven conmigo esta noche. Llamaré a tu puerta cuando esté todo preparado. Hay algo que quiero enseñarte.

– ¿Sobre el amor?

-Sí. Sobre otras formas de amor.

Debido a la última ejecución que tuvo lugar en el establo, los jóvenes cambiaron el lugar donde desarrollaban sus orgías. Aquella noche, se eligió una de las habitaciones del piso de arriba, la que estaba al fondo del pasillo.

Como le había dicho durante su conversación de ese día, Lucía llevó a Eva allí. Esta pudo ver con sus propios ojos como distintos cuerpos se unían. Algunos en camas, otros en el suelo usando alfombras para amortiguar la dureza. Algunos atractivos, otros no tanto.

Era, como Lucía había dicho, otra forma de amor. Una que no implicaba poder ni dominio. Y que no tenía por qué durar más allá de aquella noche. Un intercambio, hecho en igualdad de condiciones, sin más propósito.

Más allá que el de celebrar una humanidad que podían perder en cualquier momento.

Lucía no participó esa noche, pese a que recibió varias peticiones. En una cama, Ramón tuvo sexo con la que había sido su mejor amiga hasta la llegada de Eva, Esther. Pudo darse cuenta perfectamente de que el chico estaba más pendiente de si ella los miraba que de su propia pareja.

Decidió no entrar en su juego, y se centró en estar con Eva.

Esta por su parte observaba todo con una curiosidad mezclada con un sentimiento nuevo. No conseguía ponerle un nombre, pero estaba provocando ciertos cambios en su cuerpo que ella no realizaba de forma consciente.

Su respiración era más acelerada, y sus pupilas se dilataban. Su cuerpo se había convertido en una casa cuyas puertas se abrían por zonas, dejando entrar la luz.

– ¿Te gustaría acostarte con alguien? – preguntó Lucía, de nuevo con su misteriosa sonrisa. Daba la sensación de que no se le escapaba nada relacionado con su nueva amiga- No creo que te costara encontrar a alguien. Aquí eres como una celebridad.

Eva no respondió. Sin embargo, volvió a pensar en aquello horas después, cuando estaba sola en su habitación intentando dormir.

De pronto, era consciente de muchas más sensaciones que antes: el roce de las sábanas en su cuerpo, las risas procedentes de la habitación en la que había estado o los muelles de su cama, que le recordaban a los de aquel cuarto.

Tuvo que levantarse dos veces, y una de ellas bajó a por un vaso de agua. Al subir, volvió a escuchar aquellas risas y se dio cuenta de que se había mordido el labio superior sin motivo aparente. Regresó a su cuarto con el corazón yendo a velocidad superior a la normal.

Allí, en soledad, revivió algunas de las imágenes y sonidos de su visita de esa noche. Los gemidos de las mujeres, la forma en la que los cuerpos se buscaban unos a otros, los ojos de uno de los chicos o los fuertes brazos de otro que desembocaban en unas manos callosas.

Al pensar en ellos, los recordó sosteniendo el cuerpo de la chica con la que estaba practicando sexo. Y se preguntó, mientras pensaba en el movimiento acompasado de ella hacia arriba y hacia abajo, si podrían sostener también el suyo.

Pensando en todo esto, notó húmeda la zona de su entrepierna y fue al baño para lavarse.

Al volver, se quedó un rato más escuchando la casa en la que se había convertido su cuerpo. Las palabras de Lucía preguntándole si quería acostarse con alguien aún flotaban en la oscuridad. Las escuchó junto con el latido de su corazón, que la acompañó hasta el umbral del sueño.

Lo primero que se preguntó al día siguiente es por qué Pedro siempre aparecía detrás de cada una de las imágenes asociadas a la última noche.

Fue también en aquellos días cuando asistió por primera vez a la proyección de una película. Las proyecciones se llevaban a cabo en el establo, donde tenían incluso una pequeña pantalla colgada en una de las paredes.

Se trataba de una vieja película en blanco y negro. En ella, un hombre con un fino bigote y que caminaba de forma graciosa se enamoraba de una chica ciega y trataba de conseguir dinero para la operación que le devolvería la vida.

Eva no recordó el título ni tampoco grandes detalles sobre su argumento en los días siguientes porque su atención durante el visionado estuvo en otros detalles.

Otras personas estuvieron con ella en el momento de la proyección. No muchas, pero sí las suficientes para que se hubiese sentido incomoda como el primer día. Sin embargo, y al igual que ocurrió durante la orgía, la atención no estuvo puesta en ella.

El cine era diferente a la música y la literatura. Se componía de imágenes en movimiento que, encadenadas unas con otras, creaban una narrativa. Pero, sobre todo, era una experiencia más colectiva.

La atención de los presentes estuvo puesta en la pantalla durante la proyección. Eva descubrió que, si lo narrado era lo suficientemente bueno, sumergía a cada espectador en un mundo donde no parecía existir nada a su alrededor ni detrás suyo.

Era casi como un proceso de hipnosis. No había mundo más allá de los límites de la pantalla.

Pero, al mismo tiempo, a través de él las emociones se expresaban de forma colectiva. Eva sintió como a su alrededor la gente reía o se emocionaba, especialmente en el final, cuando la mujer ciega podía ver y reconocía al hombre que había luchado por ella.

Aquella vez, a diferencia del día de su llegada, no se sintió invadida por las emociones. De alguna forma, era parte de un lugar privado donde personas que hasta ese momento eran extrañas se reunían y compartían los mismos sentimientos.

Y, entre ellos, se sintió libre de expresar los suyos propios. Nadie los forzaba, ni le preguntaba por ellos, simplemente surgían de forma natural gracias a lo que estaba viendo. Y al hacerlo ya no se sentía espectadora, sino que formaba parte de algo que todos compartían.

Por primera vez, estaba dentro del grupo. Formaba parte de la vida.

Se preguntó si, al igual que ocurría con la música, el cine era capaz de provocar emociones evocando recuerdos en quienes lo veían. Se animó a preguntar a algunas de las personas que vieron la película con ella.

La respuesta más interesante se la dio una mujer anciana. Aparentaba más de ochenta años, y era uno de los miembros de la resistencia de más edad. Su pelo era totalmente blanco, y su piel estaba surcada de arrugas.

Según le dijo, las películas eran distintas según la persona con quien las veías. La de ese día la vio por primera vez con su padre, gran amante del cine, en una reposición que hicieron en la antigua filmoteca de Madrid.

Decía recordar como este le explicó cuando salían que el director era un genio porque en el final la cámara adoptaba el punto de vista de la ciega y mostraba al otro personaje como si le vieras por primera vez, igual que lo hacía ella.

Según le explicó, esto tenía mucho mérito ya que el hombre estaba interpretado por Chaplin, uno de los actores más famosos de la historia. Y, en esa escena, tenías la sensación de estar viéndole por primera vez.

Sin embargo, Eva no necesitó preguntar para saber que lo que más emocionaba a la mujer de aquella película era el recuerdo de su padre. Y tal vez el recuerdo de otras personas, aquellas con las que la vio el resto de las veces.

Así, las películas también estaban asociadas a un recuerdo. La primera vez que la gente iba al cine con sus padres, el día que le pedían matrimonio a sus parejas, el primer amor…todos ellos fantasmas evocados por las imágenes.

Y que gracias a estas volvían a la vida durante dos horas. Una máquina del tiempo cuyo combustible eran la memoria y las emociones.

Sin embargo, no todos los recuerdos de Eva asociados a esos días en la granja fueron de descubrimiento. Estuvo también el día que escucharon las aspas del helicóptero.

A ella la avisaron cuando estaba aún grabando con la cámara en su habitación, explicando los últimos cambios que se habían producido. Habiendo entendido lo importantes que eran esos mensajes para la resistencia, se llevó la cámara con ella.

Fue ese día cuando descubrió la trampilla bajo el salón. Esta conducía a algo parecido a un sótano, pero mucho más pequeño que el de Madrid, y sin ningún tipo de decoración. Allí abajo, hacinados, estaban los miembros de la resistencia.

Después de que los últimos en llegar le confirmasen que no quedaba nadie más, Fernando cerró la trampilla y todo lo que les quedó fue una completa oscuridad donde decenas de respiraciones se esforzaban por contenerse.

Entonces, pudieron oírse con nitidez las aspas del helicóptero que sobrevolaba la granja. Era del gobierno, y la persona que estaba de guardia en el árbol pudo verlo con sus prismáticos a tiempo de avisar. Eva recordó el otro que vieron, así como a Pedro y su cuchillo.

Un estremecimiento le recorrió la espalda. El helicóptero parecía estar justo encima de ellos, y cada vez que rozaba otro cuerpo en la oscuridad tuvo que contener un grito. Recordó el día que huyó por las calles de Madrid.

Y se sintió como si en cualquier momento uno de los que habían sido sus vecinos y compañeros fuese a abalanzarse sobre ella.

La resistencia pudo hacerse con algunas armas antes de bajar al sótano, pero no eran demasiadas. En caso de que los del helicóptero decidieran bajar a inspeccionar, no estaban seguros de poder hacerles frente. Además, siempre estaba la posibilidad de que pidieran ayuda por radio.

Puede que las minas, en caso de pisarlas, eliminasen a algunos de ellos. Pero también estaba la posibilidad de que aterrizasen directamente en la explanada donde estaba la granja.

Así que contuvieron la respiración, preparándose para escuchar el sonido de pasos sobre sus cabezas. No habían tenido tiempo de recoger, y sin duda lo que allí encontrarían delataría la presencia de personas.

E, incluso si no descubrían la trampilla, era probable que dejasen a alguien allí de guardia. Tal vez podrían matarlo, pensaron, pero eso implicaría revelar su posición. Fuera como fuera, la resistencia sería descubierta y empezaría una cacería.

Y fue justo cuando la tensión era más insoportable que oyeron alejarse al helicóptero.

Eva sintió como todas las respiraciones se ponían de acuerdo en salir a la vez, tras un tiempo de contención. Tal vez los soldados habrían recibido un aviso como los que vieron, tal vez el aspecto de abandono de la granja les disuadió se seguir investigando.

Fuese como fuese, el sonido de las aspas se alejó hasta dejar de oírse. Mientras salía con los demás, no sin cierta cautela, Eva se dio cuenta de que una de las respiraciones contenidas había sido la suya. La emoción del miedo no era nueva para ella, pero esa vez había tenido un matiz diferente.

Por primera vez, pensando en todo lo que había descubierto desde la llegada al sótano de Madrid, fue consciente de sí misma y de lo que podían arrebatarle.

La noche antes de que consiguiese volver a ver a Pedro, tuvo lugar para Eva un nuevo descubrimiento.

Desde su llegada, las reuniones del grupo en el salón para cantar y escuchar música se hicieron un poco más alegres. Muchas veces, incluso se animaban a cantar y celebrar juntos. La de esa noche fue una de esas veces.

Algunos, como Fernando, lo desaprobaban porque les parecía abandonar la cautela. Siempre estaba la posibilidad de que el ruido atrajese atención indeseada de algún tipo. Sin embargo, entendían los motivos y no cortaron aquellas muestras de efusividad.

Llevaban demasiado tiempo sin nada que celebrar.

– ¿Me concedes este baile? – le preguntó Lucía en tono de broma a Eva. Había bebido un poco, y eso siempre desinhibía las emociones, como la recién llegada había podido comprobar. En su caso, y aunque ella no estaba al tanto, los científicos habían pedido que no se lo hiciesen probar.

No querían que esto afectara a la manifestación de sus emociones, que preferían ver desarrollarse de forma natural.

-No sé bailar. No lo he hecho nunca- declaró Eva, un poco cohibida ante las manifestaciones generales de alegría. Aún le costaba no sentirse intimidada ante sentimientos fuertes, debido a su antigua tendencia a la introversión.

Sin embargo, Lucía no era de las que se rendían fácilmente.

-Nunca es tarde para aprender. Vamos, ven conmigo.

Eva finalmente cedió y tomó la mano que le ofrecía su amiga. Fueron juntas hasta el centro del salón. La canción que sonaba esa noche era «El rock de la cárcel´´, muy antigua según le explicaron más tarde. Sin embargo, su ritmo invitaba al baile.

Y a eso se estaban entregando todas las personas que veía. Algunas en parejas como ellas, otras en grupos de tres o cuatro y en algún caso incluso solos. Eva no sabía mucho de baile, pero se daba cuenta de que sus movimientos estaban lejos de ser perfectos. Pero a ellos no les importaba.

-Venga, no estés tan rígida. Suéltate un poco- le dijo Lucía, pero sus movimientos seguían siendo muy lentos y mecánicos, lejos de la naturalidad con la que se movía el resto. Intentó descubrir que le faltaba a ella.

Observó a su amiga. Como le había dicho, se dejaba llevar. Movía las caderas, la cabeza, y aunque estaba lejos de ser una bailarina profesional, lo hacía con cierto desparpajo. La ayudó cogiéndola de las manos, e intentando que siguiese sus movimientos.

Se dio cuenta de que, a su alrededor, las parejas se intercambiaban unas con otras. Sin embargo, Lucía, sabiendo que no tenía la misma confianza con el resto, no se separó de ella en ningún momento.

Así que bailaron juntas, a veces más pegadas, a veces sin contacto. A veces, Lucía cogía la mano de Eva y la levantaba, dando una vuelta bajo esta antes de volver a juntarse. En esos momentos, a ambas les daba la risa.

Buscando que no se quedara quieta en un solo sitio, su amiga le cogió las dos manos y empezó a dar vueltas con ella a lo largo del salón. Se tropezaron con otras parejas e incluso con un sofá, lo que hizo que Eva cayese al suelo.

Pero ya no le importaba. Empezaba a comprender lo que llevaba a todos los demás a bailar como si no hubiese un mañana. Y un nuevo sentimiento, la alegría, se apoderó de ella y la hizo soltarse, abandonando su habitual cautela.

Era consciente de no estar bailando bien. De que sus movimientos, dirigidos por aquella espontánea efusividad, podían resultar extraños, pero no le importaba. Estaba allí, estaba viva, y eso era lo único que tenía en cuenta.

-Gracias- le dijo a Lucía una de las veces que estaban más cerca, pero a causa de la música y el ambiente de alborozo general, no lo oyó.

– ¿Qué has dicho?

-¡¡¡Que gracias!!!- repitió, en tono algo más alto de lo necesario, y ambas se volvieron a reír.

Cuando ya hubieron puesto la canción varias veces, y el baile se acercaba a su fin, decidieron darse las manos y formar un gran círculo en torno al salón. Eva tomó la de Lucía y, sin ver quién le cogía la otra, empezó a girar con los demás.

Y fue en ese momento, mientras se movían cada vez a mayor velocidad, que Eva supo que nunca olvidaría aquella noche en la que bailó «El rock de la cárcel´´ y se sintió viva por primera vez.

El día siguiente, Pedro fue enviado a cortar algo de leña para el fuego. No solían enviar a uno solo para esta tarea ya que, en compañía, era más difícil ser capturado si ocurría algo inesperado. Eva vio en esto su oportunidad para hablar con él.

Al chico no le gustó la idea al principio. Desde que volvieron, se había esforzado por evitarla. No porque le gustase, sino porque era la salida más fácil. A su culpabilidad, y a la sensación de fracaso por no haber podido cumplir su misión sin desarrollar sentimientos.

Y, sobre todo, a la impotencia por no poder evitar el destino de Eva.

-Espero que no te moleste que te haya acompañado- le dijo la chica mientras le traía algo de leña para que él la cortase. Pedro, pensó que su padre lo impediría dada la importancia de Eva para ellos.

Pero finalmente debieron confiar en que él la protegería, como había hecho en Madrid.

-Lo digo porque ya sabes, has estado tan pendiente de mí desde que hemos llegado…

-Ironía- dijo Pedro irguiéndose y limpiando el sudor de su frente- Veo que has cambiado mucho.

Eva estuvo a punto de decirle que le habría gustado compartir esos cambios con él. Pero, aplicando la empatía que gracias al chico había aprendido, decidió aplicar una táctica menos agresiva. Al fin y al cabo, él también había sufrido.

-Te he echado de menos.

-Bueno, he visto que te has adaptado bastante bien. Quiero decir, dadas las circunstancias.

-Sí, pero no es lo mismo. Toda esa gente me parece agradable, pero tú fuiste el primero con el que empecé este viaje. Me hubiera gustado, ya sabes, seguirlo juntos.

-Quizás ahora es tu viaje solamente. Quizás yo ya cumplí mi parte.

Pedro cortó de un golpe un nuevo trozo de leña. Los dividía por tamaños, y los seleccionaba para llevarlos después a la granja. Eva observó en silencio sus brazos. Aunque aún tenía las heridas de las manos, estos se veían fuertes y le recordaban a los del chico de la habitación.

-Cobarde- dijo de pronto, haciéndole levantar la mirada con expresión confusa- Recuerdo que en el sótano me preguntaba por qué mentíais. Aún no sé si entiendo lo suficiente para saberlo, pero creo que es porque huyes de algo.

-Y, ¿de qué exactamente? – preguntó él con cierta cautela, preguntándose cuál de sus muchos secretos era el que la chica quería averiguar.

-De que te importo más de lo que estás dispuesto a admitir.

-Nunca te lo he ocultado. Eres importante para nosotros.

-No hablo de ellos, sino de ti.

El miedo y la cautela, habituales en Pedro, empezaron a disminuir. En su lugar, aparecía la confusión por la forma en que Eva le miraba. Se sentía desarmado ante aquella muchacha recién llegada a la vida, que parecía haber descubierto algo de esta desconocido para él.

-Tú y yo somos el mismo tipo de persona. Nos han elegido para algo que nos viene grande, y hemos tenido miedo de crecer. De lo que otros esperaban de nosotros cuando lo hiciéramos. Pero yo ya no voy a esconderme más. Mira.

Tras decir esto, Eva se giró y gritó varias veces a pleno pulmón. El eco de su voz viajó a través de aquellos bosques, y Pedro se preguntó si alguien lo habría oído. O si en la granja estarían pensando que le había pasado algo.

Ella, en cambio, se mostraba como nunca la había visto. Imbuida de una energía desconocida, alimentada por aquellas nuevas emociones que ya no veía como un misterio. En su lugar, las abrazaba llena de confianza.

-Deja de preocuparte. Deja de buscar razones por las que no debería hacer esto. Ya no estamos en un sótano. Nadie nos vigila, ni nos oye. Vamos, únete a mí.

Eva siguió gritando. A veces, en dirección al bosque. A veces, muy cerca de Pedro en un intento de provocarle para que se uniera. Al final, contagiado de la extraña energía de ella, empezó a seguirle la corriente.

Gritaron el uno frente al otro, mirándose las caras. Corrieron por el bosque hasta quedar sin resuello y finalmente, cuando se dejaron caer al suelo, comenzaron a reírse sin saber el motivo.

– ¿No estás cansado de esconderte? – le preguntó ella, el rostro muy cerca del de Pedro- ¿Para qué quieres salvar la vida si no te permites vivirla?

-Eva, no soy quien tú crees.

-Pues deja que sea yo quien lo descubra.

Sin más palabras, le besó. Al principio con torpeza, como si hubiera sentido la necesidad de pasarle algo de la energía que estaba creciendo dentro de ella. Después, él respondió al gesto y, pasada la rigidez inicial, siguieron besándose con pasión y naturalidad.

Permanecieron así un momento, sus ropas cubriéndose con las hojas del bosque. Pedro no se preocupó por la leña, y por un momento tampoco por la granja y la resistencia. Por primera vez en mucho tiempo, había soltado el piloto automático y tenía todo el tiempo del mundo.

Era miércoles por la mañana. Faltaban tres días para que todo saltara en pedazos.

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