Cortos de tinta: «Nuevo orden´´ (Capítulo 5)

V

Tras acceder por internet a los archivos públicos del ministerio sobre los ciudadanos, Eva dio con su madre. O, más bien, con la mujer que una vez fue inseminada y la llevó en su vientre el tiempo suficiente para engendrarla.

Se detuvo ante la puerta de su edificio, un bloque de pisos cerca de la puerta del sol, y meditó sobre lo que iba a decir en caso de que alguien le abriese la puerta.

¿Qué hacía exactamente allí? En el nuevo mundo, los hijos no solían buscar a sus padres. Por lo que su presencia allí ya podría levantar sospechas. Había preparado la excusa sobre un trabajo de la escuela por si le hacían preguntas.

Sin embargo, ni ella misma sabía lo que estaba buscando. Tal vez una pista, cualquier cosa, sobre aquella playa. Y sobre por qué le generaba aquellas emociones tan peligrosas. Pero fue escuchar la voz al otro lado del telefonillo y sentir que estaba en el lugar equivocado.

Aquella voz era tan impersonal y carente de algo que la hiciese única que le costó aún más creer que fuese de la misma mujer que contemplaba el mar. Solo era una más de las que poblaban el nuevo mundo.

Como la suya hasta hacía unos días, pensó. Pero ahora que había llegado hasta allí, levantaría aún más sospechas si se marchaba. Así que contestó.

El salón del apartamento, donde estuvo sentada minutos después, era tan impersonal como la voz de su dueña. Las paredes eran de un blanco aséptico, los muebles meramente funcionales. Y la mirada de la mujer llamada Patricia, de un gris parecido al acero.

– ¿Para qué es ese trabajo de la escuela? – preguntó. Su pelo era rizado y le llegaba hasta los hombros. La piel, blanca. Elena se sorprendió observando sus rasgos e intentando que al hacerlo no delatase ninguna emoción.

Ni siquiera la de la curiosidad con la que intentaba saber si se parecían a los de ella.

-Me encargaron escribir una redacción. Acerca de mi madre.

Mientras hablaba, los ojos de la joven se desplazaban por el apartamento lo más disimuladamente que fue capaz. Intentaba descubrir algo, pero no sabía bien el qué. Tal vez algo que le hiciese pensar que Patricia era, o había sido, humana.

-Nunca oí sobre redacciones así. No les encuentro el propósito.

-Es para la asignatura sobre el mundo antiguo. Quieren que estudiemos las relaciones entre padres e hijos, y las comparemos con las de antes del virus.

-Tampoco le encontré el propósito a esa asignatura cuando era estudiante. Dime en qué puedo ayudarte, y no alarguemos el encuentro más de lo necesario.

La parte de Elena que había despertado recientemente se estremeció de forma interna ante aquella frialdad. Recordó a la familia del video, y de pronto le pareció que sus miembros estaban movidos por algún tipo de energía que en ellos había muerto.

Nunca lo había visto de aquella manera, y le gustaría haber podido seguir así. Pero ahora, mirara donde mirase, solo veía a las personas como marionetas que se movían por la inercia de unos hilos invisibles.

Y ella era una de esas marionetas.

-Solo serán unas preguntas.

Eva puso en marcha la grabadora de su móvil para dar a la entrevista un aspecto más oficial. En realidad, pensó, la conducta de la mujer no podía entenderse como mala educación. En el nuevo mundo, nunca alargaban los encuentros innecesariamente y no solían hacerse visitas.

Pero que en su interior hubiese algo que se sentía dolido por la frialdad recibida en un lugar donde esperaba encontrar a quien una vez la sostuvo en brazos con cariño fue suficiente para que se preocupara más.

No sabía exactamente cuál era el nombre de la emoción que sentía, pero sí el que le darían los demás si alguien descubría lo que albergaba dentro de sí. Y lo sabía porque había oído hablar de ello en los medios.

Anomalía del sistema, se repitió a sí misma. Y ya sabía lo que haría si descubrían su existencia.

La mayoría de las preguntas fueron rutinarias, pensadas solo para dar la apariencia de entrevista de verdad. Pero, pasados unos minutos, llegó a la única que de verdad le interesaba. El momento en el que sabría si allí había de verdad un hilo del que tirar.

– ¿Alguna vez vivió cerca del mar?

Silencio. Los ojos de Patricia seguían observándola impasibles, como una barrera acerada imposible de saltar.

-Siempre viví en la ciudad. ¿Cuál es el propósito de la pregunta?

-Solo quería comprobar si los datos que tenía eran correctos.

-Si los has sacado de un archivo oficial, deben serlo.

Eva supo que este era el momento donde debía tener más cuidado que nunca. Aquel sentimiento de autoprotección tan poco natural en ese mundo volvió a revolverse, instándola a salir de entre aquellas asépticas paredes que ahora parecían una trampa.

-Me refería- continuó, sabiendo que ya no podría irse de allí sin haber puesto al menos toda la carne en el asador- Tengo un recuerdo de una playa. Aparecía usted, yo solo era un bebé. Necesito averiguar por qué lo sigo recordando.

Patricia guardó silencio. Imaginó que simplemente negaría todo, que se marcharía de allí tal como había venido. Pero lo que ocurrió después terminó de desconcertarla.

-Apaga la grabación- dijo, la voz igual de fría. Los ojos sin la más mínima emoción. Pero algo en su tono hizo a la chica obedecer. Y entonces se quedaron a solas con sus palabras.

– ¿Te ha ocurrido algo fuera de lo normal al pensar en la playa?

Esta vez sí, era el momento decisivo. ¿Podía confiarse realmente ante aquella extraña a la que solo recordaba de un sueño? Y ni siquiera estaba segura de que quedase dentro de ella algo de lo que hacía especial a la figura materna de la playa.

¿O sí? ¿Estaba fingiendo, atrapada como ella?

-No puedo explicarlo- se decidió a decir finalmente Eva- No recuerdo haber estado allí, pero algo reacciona como si quisiera estar. Como si…aquello hubiese sido especial para mí, y lo extrañase. Sé que no debería sentirlo. Pero es así.

-Se llama añoranza. Es una emoción del mundo antiguo. Lo habrás estudiado en clase.

-Sí. Pero, ¿por qué está en mí?

Patricia se levantó, y fue hacia la ventana. Bajó un poco más las cortinas de esta, como si quisiese ocultarse. Después, volvió a sentarse enfrente de Eva de forma que solo una mesa de cristal las separaba.

– ¿Sabe alguien que has venido aquí? Porque esto no era una entrevista del colegio, ¿verdad?

La joven negó con la cabeza. Aún no sabía que significaba todo aquello, pero algo había cambiado. Se sentía un paso más cerca de descubrir todo aquel misterio que perturbaba su mente racional.

-Has hecho bien viniendo hasta mí. Yo me ocuparé de todo.

– ¿A qué te refieres, mamá?

Llegó sin avisar, en parte motivado por el recuerdo del sueño y la mezcla de emociones. Eva nunca se había sentido tan vulnerable y expuesta ante alguien. Ni siquiera comprendía el sentimiento que la había llevado a pronunciar esas palabras.

Pero el saber que tenía una madre que se ocuparía de todo le llevó a añorar aquellos brazos protectores que una vez la sostuvieron bajo la luna.

-Ya verás como todo se arregla- le dijo ella, respondiendo a las palabras solo con un acercamiento físico que Eva no supo interpretar.

Entonces, sin previo aviso, la agarró con fuerza y taponó su nariz. La chica intentó revolverse como pudo, pero Patricia aumentó la presión y trató de tenerla agarrada hasta que se quedase sin aire.

-Ellos no lo aprobaran. Pero el suero ya falló una vez.

Eva no tuvo tiempo de interpretar estas palabras. Empezaba a notar la falta de aire, y no sabía cómo librarse de su atacante. Ya no albergaba ninguna duda de que aquella mujer no era la misma de su sueño. O, al menos, sus sentimientos ya no lo eran.

Su mirada se desplazó a la alfombrilla blanca que había bajo la mesa de cristal. Patricia estaba de pie sobre ella. Haciendo un esfuerzo, la pisó. Las fuerzas empezaban a fallarle, pero logró desplazarla hacia adelante unos centímetros.

El plan tuvo éxito. Su agresora tropezó, soltando levemente la presa. Sin tener tiempo ni ocasión de restablecer su equilibrio, golpeó con la cabeza en la mesa y cayó al suelo.

Eva se apartó. Durante los segundos siguientes, luchó por recuperar el ritmo normal de la respiración. Cuando lo logró, se quedó mirando la mancha roja que ahora se extendía por la inmaculada alfombra desde la cabeza de Patricia.

Esta no se movía. La chica sintió que observaba desde fuera una escena donde ella, en contra de todo lo que le habían enseñado, había agredido y tal vez matado a otro ser por puro deseo de supervivencia.

Pero, le gustase o no, era ella quien había empujado la alfombra.

Recogió las cosas para marcharse. Si desaceleraba la respiración y caminaba por aquel mundo como había hecho tantas otras veces, podría llegar a casa. Nadie podía ver la nota de color que estaba creciendo dentro de ella, y que la apartaba de la masa.

Tampoco era probable que descubriesen el cuerpo rápidamente. Pero, cuando lo hiciesen, se actuaría con contundencia dado lo extraordinario del caso. Salvo que se resolviera como un accidente doméstico, era el primer asesinato cometido en el mundo racional.

Y eso les pondría sobre la pista de que alguien allí no lo era.

Cuando logró calmarse, salió al rellano. Era muy probable que interrogasen a los vecinos, así que tuvo cuidado de no ser vista. No recordaba que la hubiesen visto al entrar, y así debía seguir siendo. Observó las mirillas, que le parecían ojos espiándola.

Espero en un tramo del rellano, envuelta en sombras, mientras en el piso de abajo un hombre salía de su apartamento. Fue el único incidente. Cuando sintió los pasos alejarse escaleras abajo, reanudó la marcha.

Había vivido en la ciudad toda su vida, pero de pronto se sentía una extraña entre aquella gente. Si actuase como ellos, habría informado del accidente. Pero debía escabullirse, y no solo porque era culpable.

Sino porque los hilos que movían a todos los demás ya no estaban sobre ella.

Cuando alcanzó la calle, se esforzó por no acelerar el paso. Vista al frente, mirada inexpresiva y rostro impasible. Era su abecedario, la estrategia que había memorizado para sobrevivir en un mundo que ya no era el suyo.

Se acercó todo lo que pudo a los grupos de gente, buscando confundirse con ellos. Buscando ocultar el color de su interior entre mareas de grises. Si no llamaba la atención, pensó, no descubrirían su secreto.

Mientras cruzaba un paso de cebra en dirección al metro, creyó haberlo conseguido. Tal vez, pensó más tarde, de no haber mirado una última vez al portal para asegurarse de que nadie la seguía así hubiese sido.

Pero, cuando lo hizo, encontró a Patricia de pie en medio de la carretera. Con la cabeza rota y la sangre cayéndole por la cara y manchando su ropa, parecía poder distinguir su nota de color entre toda la gente que caminaba por la gran vía.

Y, cuando su dedo acusador se levantó para señalarla, la joven se estremeció. El grito de Patricia para alertar a los suyos de que caminaban junto a una extraña quedó ahogado por los frenos de la furgoneta que terminó atropellándola.

Se quedó inmóvil, esta vez definitivamente, en el asfalto. Pero no entregó su vida en vano. Eva se había delatado, incapaz de contener su miedo. Ahora, a su alrededor en el paso de cebra y desde las ventanillas de algunos coches, solo veía rostros inhumanos.

Los de aquellos que acababan de descubrir a una intrusa.

Comenzó a caminar, el resto observándola como a una cucaracha enorme que hubiesen descubierto en la pared de uno de sus salones. Aceleró ligeramente el paso, observando a todos aquellos con los que se cruzaba hasta donde su rango de mirada le permitía.

Solo había avanzado unos metros cuando otros siguieron sus pasos: una mujer que vestía ropa de gimnasio, un hombre de cincuenta que estaba parado junto a un semáforo, e incluso el camarero que servía copas en una terraza cercana.

Todos iban tras ella, en serena procesión. Con paso firme, pero constante. Cada vez que aceleraba ligeramente, ellos reproducían la nueva velocidad. Y otros se les iban uniendo.

La calle, antes tan amplia, no tardó en parecerle a Eva un laberinto mortal. En las calles de alrededor, otras marionetas aún no habían descubierto su condición. Tal vez entre ellas pudiese aún pasar desapercibida.

Pero allí, todos podían ver su color.

Echó a correr. Y, como si sus perseguidores funcionasen como una mente colectiva, apretaron también el paso. Aquellos que iban por delante parecían observar la carrera como suplentes que se estuvieran preparando para intervenir.

Uno se echó sobre ella. Logró esquivarlo por poco, sus manos casi agarrando la tela de su uniforme escolar. Observó que la gente de la calle se estaba haciendo a un lado, como si les dejaran espacio para correr. Por un momento, creyó que tenían miedo de lo que ella tenía dentro.

Pero luego recordó que había sido una de ellos. Y sabía que no tenían miedo.

Una nueva masa de personas se dirigía hacia ella por el pasillo que les habían abierto. Y, junto a los de detrás, estaban a punto de formar una pinza que la dejaría atrapada en el medio.

Sus ojos, desesperados, se desplazaron en busca de una salida. Solo encontró un taxi aparcado junto a la acera, cuyo conductor ayudaba a sacar el equipaje del maletero a un cliente que parecía venir del aeropuerto.

Eva nunca había conducido, pero en el programa de estudios para los alumnos de los dos últimos cursos se habían incluido algunas clases como parte de la preparación para la vida adulta. Así que no lo pensó dos veces.

Se lanzó hacia la puerta del conductor, y una vez dentro metió primera. El taxista reaccionó rápido, y logró meter la mano por la ventanilla abierta. Intentó agarrar a Eva, pero la velocidad que ella metió hizo que pronto quedase atrás.

Mientras intentaba alejarse conduciendo, muchas de las personas que la habían perseguido por la acera se lanzaron contra el coche. Algunos intentaron repetir la maniobra del taxista, y uno incluso rompió la ventanilla del copiloto.

Otros directamente se lanzaban sobre el capó. Eva recordó que aquellas personas no temían la muerte si con eso protegían a la colectividad. Aquella era otra desventaja que ahora tenía respecto a ellos.

Además, estaba la recién adquirida consciencia de estar eliminando a otros para sobrevivir. Pero decidió pensar en eso más tarde, si es que había un más tarde para ella. Se centró en su temeraria conducción, que le llevó a estar cerca de chocar en varias ocasiones.

Al menos, pensó, había algo bueno en aquello. Los que habían logrado subirse sobre el capó caían a causa de los giros tan bruscos del coche. Pronto tuvo el parabrisas delantero despejado, y pudo ver al menos hacia donde se dirigía.

Sin embargo, uno logró aguantar y meter medio cuerpo por la ventana rota del copiloto. Era un joven solo unos años mayor que ella, y vestía una camisa de cuadros. Estiró los brazos intentando atraparla, y consiguió agarrarle una pierna.

Por si esto no fuera suficiente problema, Eva vio como solo unos metros más adelante un grupo de coches formaba una fila para taponar la gran vía y cerrarle el paso. Volvió a tener la sensación de enfrentarse a una mente colectiva, y se sintió pequeña e impotente.

Pero sabía lo que la esperaba si era capturada, así que con la otra pierna pisó el acelerador lo más fuerte que pudo hacia una esquina de la calle, la única que aún no había sido bloqueada. El joven hizo un último intento por agarrarle el brazo, pero le golpeó la cara fuertemente con el codo.

Lo consiguió por solo unos centímetros. Logró colarse por el espacio de la esquina, y el joven desapareció al golpearse con el coche más cercano. Ni siquiera gritó pese a quedar casi partido en dos. Eva luchó por centrarse en la calle, ahora libre, y dejar la culpabilidad para más adelante.

La esperanza, sin embargo, no le duró mucho. Otro coche fue directo hacia ella y se estrelló contra el taxi, logrando empujarlo casi hasta la acera y haciendo que se chocara contra una señal de tráfico que quedó doblada en la parte de en medio.

Eva sobrevivió pese a no haber tenido tiempo ni de abrocharse el cinturón, pero se sentía muy dolorida. La cabeza le chocó contra el parabrisas, y se había hecho una herida de la que sobresalía un pequeño trozo de cristal.

Miró a su izquierda, y vio que el conductor que chocó contra ella estaba muerto. La cabeza, de cuyo oído brotaba sangre, había caído sobre el volante y el claxon no dejaba de oírse. Al igual que Patricia, entregó su vida para proteger la colectividad.

Y, si no se daba prisa en salir, tendría éxito. Por el espejo retrovisor ya veía a un grupo enorme de gente corriendo hacia ella. El coche, de cuyo capó salía humo, había muerto y el tobillo derecho le ardía como si se lo hubiese dislocado.

Pero tenía que seguir. Logró escapar por la ventana rota de copiloto y puso los pies en la calle, descubriendo que el derecho le dolía más de lo que pensaba.

Se alejó cojeando, sin rumbo fijo, por un estrecho callejón. Ya no habría respuestas para ella, pensó. Solo, con suerte, un pequeño lugar oscuro donde meterse hasta que todo pasara. Se preguntó por qué seguía adelante, y si no sería mejor volver a ser uno de ellos.

Pero, pese a que no entendía lo que le pasaba, necesitaba comprender qué era. Una parte de su ser quería volver a esa playa y entender por qué la mujer que miraba el mar dejó de hacerlo junto a ella.

Sin saber cómo, se había contagiado de la enfermedad del antiguo mundo. Y por ella había matado y desatado violencia. Posiblemente, quienes querían sacarle aquello de dentro estuviesen en lo cierto. Quizás debía detenerse y ser atrapada.

Pero, por alguna razón, no lo hizo.

Mientras los pasos de sus perseguidores se acercaban cada vez más, Eva solo tuvo tiempo de fijarse en la furgoneta negra aparcada junto a la acera unos segundos. Lo siguiente que supo es que dos manos fuertes la agarraban, y una bolsa negra le cubría la visión.

Después, fue arrastrada al interior de la furgoneta. Sus huesos le dolieron aún más cuando fue arrojada dentro, y a su espalda escuchó una puerta cerrándose.

Alguien puso en marcha un motor. Fue en ese momento cuando perdió el conocimiento, y ya no oyó nada más.

Cuando despertó, lo primero que notó fue que alguien la había curado. Su tobillo estaba vendado, y lo mismo había ocurrido con su frente, donde ya no notaba el cristal hincado.

Estaba recostada sobre un sofá antiguo y algo deshilachado. Pero el espacio que la rodeaba era mucho más llamativo. Parecía un sótano, pero estaba lleno de cosas que no podrían existir en la superficie.

Una estantería llena de libros se alzaba, antigua y algo enmohecida, junto a un reproductor de música. En una esquina habían colocado una pequeña plataforma con un micrófono, como las que se usaban para cantar en el viejo mundo.

Tras esta, pegado en la pared, había un poster de gran tamaño donde se veía a una banda de cuatro integrantes posando para la portada de uno de sus discos. A Eva le traían recuerdos y creyó haberlos estudiado en clase, pero no los identificó.

Todos estos objetos, y el aire de libertad y rebeldía que despedían, contrastaba con la atmósfera cerrada del lugar. La única ventana estaba tapada con ladrillos, y como fuente de iluminación solo había una bombilla que colgaba de un cable pelado en el techo.

-El gobierno destruyó muchos de estos hace años. Por suerte, no los encontró todos.

La voz de quien había hablado venía de algún lugar cerca de la única entrada. Al girarse, Eva se sorprendió, pero no del todo. Lo que había visto en ese sitio solo estaba autorizado en una de las clases que había tenido ese año.

Y quien se la impartía, Pedro, la miraba desde la puerta.

El primer impulso de la chica fue encogerse sobre sí misma, y recorrer el sitio con la mirada en busca de algo con lo que defenderse. Al fin y al cabo, su profesor estaba ante ella y era probable que la entregase, si no lo había hecho ya.

Pero luego, cuando su mente se calmó, recordó las palabras que acababa de decir. Su mente empezó a atar cabos y, como si se la hubiese leído, Pedro dio un paso al frente.

-No soy uno de ellos, Eva. Aunque finjo que sí para sobrevivir. Como tú.

La chica, sin embargo, no se calmó del todo. Tenía demasiadas preguntas, y no sabía ni por cuál comenzar. Por el momento, se centró en lo más obvio: Pedro la había curado y llevado hasta un sitio que nunca habría sido aprobado por el gobierno.

Por ahora, no pensaba entregarla.

-Eva, necesito que confíes en mí. Tengo mucho que enseñarte, aunque no es así como hubiese querido hacerlo.

-La última vez que confié en alguien, la cosa no acabó muy bien.

Como si entendiese a quien se había referido, Pedro bajó la mirada y a ella asomó una leve nota de tristeza. La chica recordó que fue él quien le enseñó el video de la playa que lo había iniciado todo, y se preguntó cuanto sabía sobre ella.

-No era tu madre, Eva. Lo sé porque vigilé su casa, sabiendo que antes o después irías allí.

La joven mantuvo una actitud de cautela y observó al otro detenidamente. En ella aún anidaba la curiosidad casi clínica que había regido su vida como ser racional. Pero el recuerdo de una Patricia ensangrentada gritando aceleró su corazón, revelando que ahora podía sentir.

No fue consciente de que Pedro también recordaba. A su madre, también señalándole cuando solo era un niño. En cierto modo, Eva le parecía afortunada. No era su verdadera madre quien había intentado que la capturaran.

– ¿Quién eres tú? ¿Qué sabes de mí?

– ¿Has oído hablar de los grupos insurgentes? Bueno, pues formo parte de ellos. Me infiltré para llegar hasta ti.

Eva procesó aquello. Desde niña, había visto a los no cambiados como seres irracionales que solo querían el caos y el colapso de la sociedad. Pero eso era antes de que uno de ellos la curase, mientras los suyos intentaron matarla.

Y también antes de que se convirtiese en uno de los perseguidos.

-Fuiste tú, ¿verdad? El que me cogió.

-Sí. Tuve mucha suerte. Aquí estamos a salvo, no conocen este sitio.

Mientras hablaba, Pedro recordó la furgoneta negra que había dejado ardiendo en un descampado de las afueras. Cuando la encontrasen, ya no podrían vincularla con él. Durante todo el recorrido usó un pasamontaña para impedir que las cámaras de tráfico grabasen su rostro.

Pese a que su padre se ofreció para realizar él la misión, el hecho de que hubiese vivido y trabajado junto a ellos varios años hacía muy probable que tuviesen su ficha. Pero él solo era un niño entonces, y lo tenía más sencillo para infiltrarse.

Aquel día, la misión había pendido de un hilo. Pero por el momento seguían libres. Le hubiese gustado escuchar la voz de su padre cuando llamó para informar. Así habría sabido que pensaba de él. Pero fue otro quien contestó.

Deseo que algún día pudiese preguntárselo en persona.

– ¿Qué es este sitio? – preguntó Eva, que observaba todo con una cierta curiosidad. Pedro distinguió que bajo la capa de clínica frialdad propio de los cambiados, algo latía bajo los ojos de ella. Aún no muy desarrollado, pero lo suficiente para distinguirla de ellos.

Sonrió, pensando que tal vez aún tuviesen una oportunidad.

-Cuando los cambiados empezaron a ser mayoría, la gente que conservaba las emociones organizó sitios así. Se reunían en ellos de vez en cuando, para recordarse que seguían vivos.

-Y, ¿qué es lo que me está pasando?

-Te lo explicaré todo. Pero creo que ahora deberías echarte un rato.

Eva, que llevaba ya un rato de pie y hablando, comenzó a sentirse mareada. Una vez más, se sorprendió de las dotes de observación de aquel chico. Parecía conocerla mejor que ella misma, y eso la desconcertaba.

Sin embargo, no podía negar que el rato que llevaba allí era el primero en paz que había tenido desde que descubrió que algo estaba cambiando dentro de ella. Así que, dejándose llevar por esa sensación, se echó en el sillón.

-Traeré comida y agua regularmente. Cuando te traje sangrabas bastante, pero pude coger algunas cosas del botiquín del colegio. No se me ha dado mal, ¿verdad?

El chico observó, con cierto orgullo, los vendajes que había aplicado en la frente y el tobillo de ella. A Eva le resultaba agradable su amabilidad, pero el crujido de los huesos del chico al que había matado aún resonaba en su cabeza.

Y dudó de que incluso el sueño lo pudiera acallar.

-No sé si me gusta ser uno de vosotros.

-Descansa por ahora. Las respuestas vendrán después.

-Contéstame a una sola cosa: ¿qué papel juego en esta guerra vuestra, y por qué te arriesgas tanto por mí?

Antes de responder, Pedro observó el escenario vacío del karaoke con expresión nostálgica. Por un momento, a Eva le pareció que alguna vez había cantado en uno. Pero la música que él recordaba era la de la voz de su madre, que un día había dejado de oír.

-Eres la única esperanza de que la música vuelva a sonar en el mundo- le dijo, y la dejó para que durmiese un poco con la promesa de volver en unas horas.

Horas después, en el edificio principal de gobernación, Victoria pasaba las hojas de un informe desclasificado que le acababan de entregar. Estaba en su despacho, tan solo acompañada por el líder de la policía secreta, Héctor.

-Debí ser informada de todo esto.

-Ni siquiera nosotros estábamos enterados. Solo unas pocas personas de los distintos departamentos lo sabían.

Cuando terminó la lectura, Victoria se recostó en su asiento. Pensó en la ciudad, que le parecía ahora un enorme laberinto donde aquella joven tenía cientos de sitios para esconderse. Todas las salidas estaban vigiladas desde una hora antes por orden suya.

Pero eso no la tranquilizaba.

-Quiero verla personalmente.

Poco después, ambos caminaban por un estrecho pasillo de paredes blancas. El sonido de sus pisadas resonaba en este, produciendo eco. Al fondo, un vigilante uniformado se puso de pie y empezó a abrir la puerta de una celda.

Estaban varios niveles por debajo de uno de los centros de investigación del gobierno. Allí, al igual que ocurría en el edificio de gobernación, solo unos pocos conocían la existencia de la prisionera a la que iban a visitar.

La seguridad había sido máxima para evitar una crisis. Pero esta había acabado estallando igualmente.

Victoria volvía a sentirse como en junio de aquel lejano año 97. El cazador había vuelto a burlarse de ella, y llevaba ventaja. Pronto, tendría libertad para seguir cazando allí donde pudiese hacer más daño. O eso creía.

El informe desclasificado tras la crisis que acababa de desatarse hablaba de algo con lo que el cazador no contaba. Un arma secreta con la que el gobierno podía atrapar a la chica que estaba a punto de propagar su enfermedad de nuevo por el mundo.

La puerta se abrió, revelando una habitación acolchada y, al fondo de esta, una figura acurrucada en sombras. Uno de los mayores secretos de estado, que databa de la época de su predecesor en el cargo y del que ella misma no había sido informada, le devolvía desde allí la mirada.

Héctor y el vigilante la trajeron hasta ella. Pudo así contemplar como la emoción que tanto odiaba persistía en aquellos ojos azules como una silenciosa expresión de desafío. Pero aquel día no le importaba.

Porque la prisionera, le gustase a ella o no, estaba a punto de convertirse en un arma de estado.

-Tiene sus ojos- dijo Victoria al mirar a Clara, la verdadera madre de Eva. Recordó la imagen de esta en el archivo, y también que había hecho una visita oficial al colegio donde estudiaba solo unos meses antes.

Ojalá entonces hubiera podido poner fin a todo. Si tan solo le hubiesen informado.

Con un gesto, ordenó que la devolviesen a la celda. La mujer que había mirado al mar tenía ahora la vista debilitada a causa de aquella luz, la primera que veía en mucho tiempo. Su niña, la que mencionó el soldado capturado, seguía ahí fuera.

El sonido de la puerta cerrándose ahogó los pasos de Victoria. Esta ya solo pensaba en que había visto a la presa con sus propios ojos. Ahora, solo faltaba encontrar la forma de que el cazador fuese hasta ella.

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