
IV
Uno de los últimos reproductores de música que no habían sido confiscados por el gobierno reproducía «We can be heroes´´, de David Bowie.
El cuerpo de Lucía se movía al ritmo de esta. Sus movimientos eran acompasados, y a su alrededor flotaban partículas de polvo en medio de los tímidos rayos de sol al atardecer. Su vestido, con flores estampadas, se mimetizaba con la misma naturaleza.
Ramón la observaba en silencio, apoyado contra una pared del granero. Estoico, soportaba la decepción de no tenerla. O, más bien, de creer haberla tenido.
Fue allí mismo, apenas una semana antes. Sus cuerpos estaban tumbados en medio de tantos otros, al término de una de las orgías que los más jóvenes organizaban para recordarse a sí mismos que aún podían sentir algo. Y recordárselo a los que los buscaban ahí fuera.
Recordó como hablaron de aquello esa noche, de su «revolución sin armas´´. En ese momento, habían sido solo dos cuerpos que se buscaron en medio de tantos otros. Dos corazones que querían comprobar si seguían latiendo.
Ramón y ella tenían poco más de veinte años. Pertenecían a la última generación en la que nacieron niños con emociones. Los dos habían dejado atrás mucho, incluida la familia, atrapados en una pesadilla en la que no pidieron nacer.
Eso les hizo establecer un vínculo desde que se conocieron. Cuidaban el uno del otro porque era lo único de la humanidad que podían cuidar. Finalmente, aquella noche, habían disfrutado de un sexo increíble.
Pero ahora, a la luz del día, se desvanecían las esperanzas que vio crecer entonces. Mientras la miraba fumar un cigarrillo que había cogido de la boca de otro chico, comprendió que ella nunca bailaría para uno solo.
-Vamos- le dijo Esteban, un chico albino de pelo corto- Nos toca guardia.
El grupo conocido por el gobierno del nuevo mundo como «los no cambiados´´ se refugiaba en una granja en medio de las montañas, a varios kilómetros de Madrid. Cuando llegaron, llevaba tiempo abandonada y no aparecía en la mayoría de mapas.
Allí, guardaban las viejas costumbres del mundo antes de la pandemia. Reían, bailaban, hacían orgías y ocasionalmente se emborrachaban. Incluso tenían pequeñas sesiones de cine en el granero. Siempre eran las mismas películas, las que sobrevivieron a la destrucción.
También tenían libros, y, en honor a ellos, usaban nombres en clave sacados de estos. Cada nuevo miembro del grupo debía elegir un libro y un personaje, uno que les hubiese marcado especialmente.
Ramón respondía así al sobrenombre de Holden Caulfield, su héroe personal y protagonista de «El guardián entre el centeno´´.
Esteban, por su parte, siempre decía «llamadme Ismael´´ si le preguntaban su nombre. Eran las únicas líneas que había leído en su vida, pero bastaron para cautivarle. Lucía, que aún bailaba en la pequeña fiesta de el granero, era Madame Bovary.
El recuerdo de que tras aquella noche de sexo ella le había dicho su verdadero nombre quemó a Ramón por dentro. Era una barrera que nunca traspasaban, y por ello creyó que habían tejido un vínculo más personal.
Cuanto más lo pensaba, más idiota se sentía.
-Olvídate de ella. Solo quiere recordar que aún está viva- dijo Esteban. Ambos estaban solos en el puesto de vigilancia, ocultos entre las ramas de un viejo pino desde el que tenían una espléndida vista del territorio circundante a la granja.
Pensó en las minas que habían sembrado a lo largo de este. Solo los miembros de su grupo poseían mapas donde estaban señalizadas.
Llevaban escopetas al hombro, y una radio por si debían dar aviso. Usaban frecuencias secretas que el gobierno aún no había logrado detectar, y que durante un tiempo les sirvieron para contactar con otros como ellos ahí fuera.
Pero, poco a poco, las señales fueron descendiendo hasta que solo quedaron ellos.
-De esa ya ni me acuerdo- respondió Ramón, que observaba la tupida vegetación a su alrededor como si desease encontrar en ella algún enemigo con el que descargar su ira.
Esteban no se mostró nada convencido. Desde que se conocieron, había sido una especie de hermano mayor para el otro, y sabía leerle mejor que otros. Solo su aspecto físico (Ramón era moreno y de piel aceitunada) desmentía que fuesen hermanos.
-Si pudieras cambiar, ¿querrías? – preguntó Ramón de pronto, cogiendo a su compañero por sorpresa- Piénsalo un momento. No sientes dolor, ni decepción. Ni pueden hacerte daño.
-Te ha dado fuerte, ¿eh?
-No lo decía por eso. Tú solo piénsalo un momento.
– ¿Por qué no querrías sentir dolor?
-Es lo normal, ¿no? A la gente no le gusta sentir cosas malas.
-Pero, ¿querrías sentir cosas buenas?
-Sí, claro.
-Y, sin tener dolor para distinguir lo bueno de lo malo, ¿no crees que eso sería como no existir?
Ramón permaneció en silencio. Nunca lo había enfocado de esa manera. Acercó la escopeta a su cuerpo como si fuera una vieja compañera. El sol empezaba a ponerse, pero aún les quedaban varias horas de guardia hasta que les relevasen.
-Dime, ¿cuál es tu mejor recuerdo?
La pregunta de su compañero volvió a dejar a Ramón sin palabras. El sol del atardecer se filtraba entre las ramas de los árboles, otorgando al puesto de vigilancia una atmósfera mágica y privada. A lo lejos, oyeron graznar a un pájaro.
-Recuerdo una vez que subí aquí, y había un nido. Uno de esos putos pájaros casi me picotea la cabeza. Estuve a punto de caerme, y el que venía de guardia conmigo no paraba de reírse. Fue la primera vez que usé el arma, para espantar a los pájaros. Así lo solucionamos.
-Lo sé. Estuvieron días imitando el sonido de un pájaro, para asustarte.
-Ya. Al principio me tocó los huevos. Pero acabé riéndome también.
-Es bueno que recuerdes eso.
-Bueno, ¿y tú qué? ¿Cuál es tu recuerdo?
Esteban guardó silencio. Subido al árbol, parecía en esos momentos el capitán de la novela que le sirvió para elegir su sobrenombre. Buscando en el horizonte ballenas gigantescas.
-Disparé a mi padre en la cara porque estaba gritando para que me cogieran esos. Fue antes de venir aquí. Ya ves, yo también me acuerdo de la primera vez que usé un arma.
-Joder. Lo siento.
-No lo hagas- dijo, empleando su tono de hermano mayor- Todos recordamos cosas, incluso ellos pueden. Lo importante es que eso nos avergüence, o nos haga reír o sentir celos. Es lo que nos diferencia de ellos.
Ramón echó la vista atrás, hacia la granja. Pensó en la fiesta que a veces organizaban los jóvenes en el granero, y que habían dejado a medias. La recordó bailando, una herida en su memoria que aún sangraba.
-No, yo no querría dejar de sentir dolor- continuó Esteban, como si leyese sus pensamientos- El dolor es necesario. Me recuerda que sigo siendo humano.
Sentado en el porche de la granja, Fernando observaba como la luz del atardecer desaparecía por el horizonte. El padre de Pedro era más viejo, y había pasado muchas tardes como aquella esperando que explotara la primera mina y les advirtiera de que ellos por fin habían venido.
Pero no sería ese día que ya terminaba.
Para la gente que estaba allí, él era Pascual Duarte. Nunca se preguntaban el porqué de la elección de un nombre, pero en su caso le acompañaba como una losa. Pues él, como el protagonista de la novela elegida, era un asesino.
No había matado como tal a su mujer, pensó. Ella de alguna forma ya estaba muerta, al menos las partes de su ser que amaba. Ni siquiera mató a la cosa en la que se había convertido. Pero había estado dispuesto.
Descubrió una parte de sí mismo que no creía posible. Muchas veces había pensado en matar a quien intentara separarle de su familia, pero eso había desaparecido con ella. Entonces, ¿por qué o por quién siguió luchando después?
¿Por su hijo? Durante un tiempo se dijo que sí, pero ahora le había mandado a una peligrosa misión de la que dependían muchas cosas. Solo escuchaba su voz a través de un teléfono, y se alegraba cada vez que detectaba en esta la entonación que transmitía las emociones.
No eran muchos allí. Él había quedado al cargo después de que el anterior líder se volara la tapa de los sesos para impedir su captura. Su primera decisión fue cesar los ataques terroristas. El de la Gran Vía fue el último, y solo lo llevó a cabo por su vinculación emocional con el lugar.
Allí vio su primera función de teatro con sus padres, cuando el mundo aún seguía su antiguo cauce.
Pero ahora su hijo les había pedido que cesaran los ataques. La misión que debía llevar a cabo requería que el gobierno no estuviese demasiado alerta. Que siguiese ocupado mirando hacia afuera.
Entre ellos, había antiguos militares que facilitaron armas. También algunos científicos. Solo se identificaban los que tenían una profesión esencial para la supervivencia. El resto, solo eran personas anónimas en un mundo de locos.
O tal vez no, pensó mientras oscurecía a su alrededor. Tal vez fuesen solo un grupo de locos creyéndose los cuerdos. Y él era el líder porque había llegado más lejos que ninguno para mantener aquella farsa.
Hasta el punto de sujetar el rostro de su mujer en el agua hirviendo, y despertarse aún por las noches oliendo su carne quemada.
-Se está levantando aire- dijo Lucía a su espalda. Fumaba en el porche, como símbolo de rebeldía ante el nuevo mundo. Allí el tabaco estaba prohibido porque no consideraban racional que alguien dañase conscientemente sus pulmones- No deberías quedarte aquí fuera.
Fernando sonrió en silencio. Como los otros jóvenes del grupo, su Madame Bovary veía en el tabaco y el sexo su herramienta para seguir sintiéndose viva. No podía reprochárselo, ellos aún tenían energía para reivindicar aquello por lo que se suponía que luchaban.
El resto, él a la cabeza, tal vez solo seguían por inercia.
-Los jóvenes nos preguntábamos- dijo, sentándose a su lado. El humo del cigarro se desvanecía al igual que la luz del día, como los jirones de un sueño- Quiero decir, hay muchos rumores. Pero, ¿es verdad?
No necesitó preguntarle a qué se refería. Aunque habían querido mantener una cierta cautela, por el incierto resultado de la misión, era algo demasiado grande para ocultarlo del todo. Alguien acabó hablando, o tal vez necesitó hablarlo con otros para confirmar que no estaba loco.
-Sí. Ella existe. Y la hemos encontrado.
Lucía apenas podía contener su alegría ante sus palabras. Fernando imaginó que se contenía por respeto al líder, pero si por él hubiese sido, le habría pedido que no lo hiciera. Habría sido un pequeño milagro en un mundo donde las emociones habían desaparecido.
-Entonces, aún tenemos una posibilidad.
El líder asintió. No quiso compartir sus amargas reflexiones con una joven que aún creía en el mañana, pero se preguntó hasta qué punto merecían sobrevivir cuando la naturaleza, en forma de virus, había decidido dar paso a un nuevo orden.
Sin embargo, la anomalía a la que se estaban agarrando también había surgido por causas naturales. Así que tal vez, si aún quedaba alguien arriba observándoles, aún quisiera que fueran capaces de quemar la cara de sus esposas para seguir sintiendo.
Al menos, pensó, sus emociones garantizaban que seguiría sufriendo por lo que hizo.
-Vuelvo dentro- dijo ella cuando terminó de fumar. El aire agitaba su cabello mientras le observaba con sus ojos verdes en la oscuridad- Usted no es una mala persona. Hacemos lo que podemos con lo que tenemos.
Fernando escuchó la puerta cerrarse a su espalda cuando ella se fue. Vivir años ocultando sus emociones parecía haber hecho que estas fuesen fáciles de leer para otros. Siguió a Lucía cuando el sol terminó de desaparecer.
Se preguntó si su hijo, cuando lo vio ponerse ese día, aún era capaz de sentir algo.
Por las noches, donde la mayoría se reunían en el salón de la granja, escucharon música. A veces lo hacían usando los reproductores, y otras, como aquella noche, escuchaban la voz de alguno de ellos. La voz humana tenía un timbre y una pureza únicos, y les diferenciaba de ellos.
La elegida para cantar esa noche fue una mujer de pelo plateado y piel ligeramente arrugada que había llegado dos años antes con su marido, también entrado en los sesenta. La escuchaba fascinado en un sillón de cuero, con una escopeta a sus pies.
Aquello no era extraño, pues muchos no se separaban de sus armas. Tal vez para defenderse, tal vez para usar las últimas balas contra ellos. Pero cuando miraban la espesa vegetación que les rodeaba, solo veían posibles enemigos.
La mujer escogió el nombre de Christine, la cantante de el fantasma de la ópera. Era fácil recordarlo para los demás debido a su cristalina voz. El marido, por su parte, era Gulliver. Un viajero, como tantos otros, perdido en un mundo extraño.
La canción escogida era «Girls just wanna have fun´´. Aunque no lo contaron, ella la cantó por primera vez para él en una habitación de hotel. Ahora tenía un matiz triste, pero seguía siendo la misma voz que les hizo enamorarse.
Fernando se sentó en un sofá cerca de la ventana. Esteban, el chico que pedía que le llamaran Ismael, acababa de ser relevado en el puesto de vigilancia. Tampoco se separaba de su arma, y de vez en cuando su miraba se desplazaba a los árboles más allá del porche.
Ramón se cambió de sitio cuando Lucía se sentó a su lado. Ella lo interpretó como un gesto violento, pero no dijo nada. Comprendía que lo de aquella noche no había tenido el mismo valor para ambos. Las cosas no serían fáciles entre ellos en los próximos días.
Allí estaban, aquel extraño grupo cuyas conexiones emocionales les hacían únicos en el nuevo mundo. El miedo, los celos y la paranoia se escondían con ellos en esa pequeña granja aislada de todo.
No ocurrió nada significativo hasta que la canción se acercó a sus estrofas finales.
La voz fue poco a poco perdiendo los matices que la hacían característica. Al principio, el hechizo de su efecto impidió al resto de los presentes comprender lo que pasaba. Pero, poco después, un miedo familiar se instaló en sus ánimos.
Ante ellos, un nuevo «vaciado´´ tuvo lugar. La música de Christine ya solo era una melodía monótona que casi parecía burlarse de lo que antes escucharon. Sin ritmo, sin emoción, se fue apagando hasta solo ser un susurro. Y después nada.
El nuevo ser humano que tenían ante ellos ya no encontraba razones para seguir cantando.
Desapareció el miedo, y se convirtió en incertidumbre. Todos buscaban con la mirada a alguien que se hiciese cargo de la situación. El elegido fue Fernando, que se puso de pie con más resignación que decisión.
No era la primera vez que uno de ellos se convertía. De hecho, cada vez quedaban menos. Solían preguntarse quién sería el próximo en caer. Por esto, sabían lo que ahora debía hacerse. Pero, ¿lo sabía también el marido de la afectada?
-Gulliver- dijo, dirigiéndose a él por su sobrenombre. Ella ya solo los miraba con ojos vacíos de expresión- Necesito que me entregues tu arma.
El interpelado no hizo ningún movimiento. La escopeta seguía a sus pies, pero no estaba en una situación de poder. Lo mantenía atrapado un sentimiento que ya solo fluía en una dirección. ¿Cuál sería su próximo movimiento?
A espaldas del líder, Esteban tampoco se separaba de su arma. Su mirada de cautela asemejaba la de un cazador observando a un tigre, sabiendo que este es aún más peligroso cuando se siente acorralado.
Durante los segundos siguientes, Fernando se preguntó si dentro de Gulliver estaba el mismo instinto de supervivencia que una vez encontró dentro de sí mismo para desgracia de la que fue su mujer.
La resolución fue muy rápida. Gulliver cogió el arma y apuntó al líder. Nunca supieron si solo para amedrentarle o si habría disparado de verdad, porque Esteban fue más rápido y pronto estuvo muerto en el suelo, con una mancha de sangre creciendo en su camisa de cuadros.
El miedo tardó en marcharse de aquel salón que minutos antes creyó encontrarse en el viejo mundo. Y no por la violencia que acababa de desatarse, sino por la manera inhumana en que Christine observaba el cuerpo del que fue su marido.
Con ambas cosas habían aprendido a convivir, pero la segunda no cesaba de recordarles que un día el brillo de sus ojos también podía desaparecer.
-Date la vuelta- dijo Fernando cuando, un rato después, estuvo solo con la infectada en el establo de la granja. Allí ya no había caballos desde hacía años. Solo estaban ellos dos, y él sostenía una escopeta.
Durante un tiempo, mantuvieron prisioneros a aquellos que se convertían. Era demasiado arriesgado dejarles ir, pero podían ser útiles a los científicos para intentar encontrar un remedio. O eso creían, pero tal vez solo era una excusa.
Si la ciencia no encontró una cura cuando disponía de numerosos recursos y el apoyo de los gobiernos, ¿cómo iban a hacerlo en una granja? El estudio de los infectados no produjo ningún resultado mientras el virus se propagaba.
Tal vez solo evitaban enfrentarse al hecho de que seguían siendo humanos.
-Date la vuelta, no me mires- insistió Fernando mientras apuntaba a Christine. En esta ya no había miedo. De hecho, si los infectados hubiesen podido compadecer, eso es lo que habría sentido por el hombre cuya arma temblaba en sus manos.
El número de cambiados crecía de forma alarmante, así que tomaron una decisión. Oyeron que el otro bando solo eliminaba a sus prisioneros cuando el cambio no era posible. Se preguntó hasta qué punto eran mejores que ellos.
-No me mires- repitió una última vez. Por un momento, los ojos que se le quedaron grabados años atrás regresaron a través de Christine para atormentarle. La mujer de rostro quemado en la calle levantaba una vez más su dedo acusador.
Observó el gatillo, lo único esa noche capaz de acallar los gritos.
Las manos de Ramón también temblaban, dificultándole encender un cigarrillo. Estaba con Esteban en el bosque tras la granja, a pocos metros de esta. Las linternas que llevaban iluminaban el terreno donde acababan de excavar con palas una tumba.
Gulliver ya estaba dentro, y pronto le seguiría su mujer.
El compañero de Ramón más tranquilo, lo encendió por él. No era la primera vez que mataba, y empezaba a convertirse en algo tan simple como seguir respirando.
Se preguntó si sentía lástima por Gulliver. Cada día, observaba los rostros de compañeros y amigos preguntándose quién sería el próximo. Y el suyo no estaba entre los que más habría lamentado ver desaparecer.
Gulliver nunca habló mucho, y solo estaba realmente unido a su mujer. Se consoló pensando que la muerte no era peor que vivir viendo como la frialdad en los ojos de ella le recordaba lo que se había ido y no volvería.
-Eh, Holden- dijo a su compañero. Soltaba el humo de forma más confiada que este, y sonreía de una forma lúcida y triste- Si soy el siguiente, quiero que seas tú el que acabe conmigo. ¿Lo prometes?
Ramón, el último Holden Caulfield de la tierra, asintió intentando mostrar la misma seguridad que su compañero. Pero, aunque le doliese reconocerlo, era más niño y estaba más asustado.
-Hay rumores por algo que contó Lucía. Dicen que ella es real.
-Si lo es, espero que venga a nosotros. No quedamos demasiados.
Al oír esto, un nuevo escalofrío recorrió a Ramón. La luz de las linternas iluminaba otros lugares del bosque, cercanos a la tumba, donde la tierra cubría otros cuerpos.
-Pero, ¿crees que ella puede solucionarlo todo?
-De momento, solo pienso en este cigarro- contestó Esteban, tomándose su tiempo para dar otra calada como si la saboreara- Y en charlar con un buen amigo. Tal vez mañana no pueda hacerlo.
El otro asintió en el mismo momento en que oyeron un disparo venir del establo. A lo lejos, una bandada de pájaros elevó el vuelo entre graznidos.
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