
III
-Esta llave- dijo mi madre- Abre todas las puertas.
Era una llave como cualquier otra. Pequeña, de latón. Pero en manos de mi madre parecía mucho más que eso.
Eran unas navidades como cualquier otras. Esa tarde nos reuníamos en el salón al calor de la chimenea. Pero cuando estábamos juntos mi madre, mi padre y yo parecían mucho más que eso.
Recorrí la casa de Cuenca junto a ella. Recuerdo nuestras risas mientras los pies descalzos avanzaban por la moqueta y luego por las escaleras sin hacer ruido.
Nuestras sombras, proyectadas en las paredes, a veces crecían para luego encogerse. Otras se encogían para luego crecer. Otras se juntaban hasta fundirse en una. Era como volver a estar dentro de mi madre. Como cuando nada más existía.
Pero siempre se separaban después.
El fuego crepitaba cuando mi padre lo agitaba con el atizador. Para una niña de cinco años como era yo entonces, aquellos colores amarillos y rojos que lo componían entrañaban algún misterio.
Uno de esos que solo entiendes cuando te haces mayor.
Fuésemos donde fuésemos, la llave abría todo. Armarios, baúles con juguetes, puertas. Incluso la nevera, que mi madre abría en cuanto yo acercaba la llave. Era divertido tener ese poder en mis manos. Era divertido no sentirme una niña.
-Ahora- me dijo mi madre cuando volvimos al salón- Intenta abrir el corazón de tu tío.
Era una de las pocas veces que este nos visitaba. Le recuerdo allí sentado, amable pero distante. Siendo uno más pero al mismo tiempo rodeándose de un halo de misterio que a nadie le estaba permitido penetrar.
A nadie salvo a mi madre.
Entre ellos, lo supe entonces pero no empecé a comprenderlo hasta más tarde, circulaba una corriente distinta.
Cuando crecí, empecé a interesarme por la geografía, especialmente por los ríos y por como estos recorrían los países formando extrañas conexiones. A veces juntándose temporalmente, a veces sin llegar a tocarse.
Pero siempre desembocando en el mar.
Las personas, y la forma en que estas se relacionaban a lo largo de sus vidas, empezaron a parecerme iguales. Mi tío y mi madre eran como esos ríos que corren paralelos durante un buen tramo del recorrido.
Mi madre y yo también eramos así. Eso me unía a mi tío. Pero él y yo éramos dos ríos que no llegaban a tocarse.
Por eso mi llave no funcionó con él.
Para romper la solemnidad del momento, mi padre llevó a cabo uno de sus juegos favoritos: agitar el fuego de la chimenea para que este crepitase más y salir corriendo del salón mientras me llevaba en brazos, gritando «`yo me voy, yo me voy´´.
Aquello siempre conseguía hacerme reír. Por unos momentos volvía a ser una niña, una que reía ante la falsa amenaza del fuego, la camisa del pijama levantada de forma que se me veía el ombligo. Combatiendo con mi risa aquel falso peligro, y alejándolo del salón.
Olvidé la llave y a mi tío. Olvidé el recuerdo de que esta no había funcionado con él. Olvidé el misterio que eso representaba para mí.
Uno de esos que solo entiendes cuando te haces mayor.
Fue entonces cuando supe quién era mi tío, y que vivía aislado porque era incapaz de abrirle su corazón a los demás.
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