
Prólogo
La hoja silbaba mientras cortaba la carne del cuello de su víctima. El hijo, que era quien la empuñaba, observó cómo la sangre brotaba de su cuello a modo de géiser. El líquido, de un rojo carmesí, escapaba de entre los dedos que intentaban contenerlo.
Finalmente, se desplomó sobre la mesa de cristal ante el sofá. El ojo muerto de color marrón de su propietario miraba sin ver el suelo de madera bajo este.
El hijo se quedó un momento de pie contemplándolo, la sangre goteando de la hoja de su cuchillo. No aparentaba más de diecinueve años, y vestía un jersey de color rojo, unos vaqueros y unas zapatillas. Su pelo era castaño rizado.
Pero lo más destacable era su rostro, oculto tras una máscara blanca.
El hijo, el padre y la madre habían llegado a la casa, un chalet a las afueras de Madrid, hacía menos de diez minutos. Como hacían siempre que se decidían a actuar, no habían planificado demasiado sus acciones.
Buscaban una casa. Y una familia que estuviera dentro de ella. El resto era historia ya grabada en las hojas de sus cuchillos. Porque la historia siempre se escribía con sangre.
El hijo salió al jardín, y contempló las estrellas. Era verano, y las luces de la piscina aún estaban encendidas. En el agua de esta flotaban los dos pequeños cuerpos de los hijos de la familia, un niño y una niña.
La madre les había abierto la garganta, y su sangre se mezclaba con el azul del agua. El niño llevaba dos pequeños manguitos en los brazos.
Solo en el jardín, miró al cielo si nubes y cuajado de estrellas. Se preguntó si en otras partes del mundo se vería igual. Y si en alguna de ellas alguien consideraba la posibilidad de apretar el botón de activación de un arma nuclear.
Pensó en ello. Miles de vidas sesgadas a causa de un solo impacto. Y después, el silencio. Alguien vería un partido de futbol en su casa, como hacían en el chalet de al lado, sin dedicar mucho tiempo a pensar en los fallecidos.
Todo sucedería de forma tan aleatoria como lo que había tenido lugar esa noche. El hijo bajó la mirada hasta el jardín y contempló los alrededores. Se dió cuenta de que estaba dentro del mundo donde lo que había imaginado podía ocurrir.
Si eso era así, sus actos no parecían tan terribles.
Cinco minutos después, pusieron el coche en marcha. El padre y la madre iban delante, el hijo detrás. Los tres llevaban máscaras blancas que simulaban rasgos humanos. Encendieron la radio, que hablaba de muchas cosas y de nada.
Finalmente, la apagaron y siguieron en silencio.
La madre conducía. El padre hacía crujir sus nudillos en el asiento del copiloto. La mujer le había dado problemas en la cocina, pero finalmente logró someterla machacándole la cabeza con la puerta del horno.
De recuerdo, se llevó algunos arañazos hechos con sus largas y rojas uñas que ya no olvidaría. Las cortó después para que no quedasen rastros de su ADN.
Siguieron avanzando en silencio, tres fantasmas en la noche. Abandonaron la urbanización y sus luces y siguieron la carretera, que avanzaba internándose en la oscuridad con la raya blanca que separaba ambos carriles como única nota de color.
Sus ojos tenían la misma expresividad que las máscaras. Porque hacía tiempo que dejaron de ser humanos.
Pararon para comer una hamburguesa en un restaurante de comida rápida que encontraron en la carretera. La pidieron, y la comieron en el coche, que aparcaron en la parte trasera. El padre se preguntó cuántas veces más podrían usarlo antes de que alguien lo reconociera.
Comieron en silencio, con las ventanas abiertas. Hacía calor. Era una noche cualquiera del verano de 2010. Las cigarras cantaban, y la atención del país estaba puesta en el partido del mundial que jugaba en esos momentos la selección.
Eso había facilitado sus movimientos esa noche.
Se habían despojado de las máscaras al llegar, y lucían como una familia normal. Salvo por el hecho de que no lo eran. El único lazo que les unía era el impulso de matar.
-¿Queréis más patatas?- preguntó el padre, levantando la bolsa. La madre las rechazó con un movimiento de cabeza, pero el hijo acercó la mano y cogió un puñado.
-Deberíamos ponernos en marcha- comentó la madre- España iba ganando. Pronto habrá más movimiento en la carretera.
El padre dio el último sorbo a su vaso de coca cola a modo de respuesta y, tras lanzar este por la ventana, puso en marcha el motor del coche.
Regresaron a la carretera.
-Aún sigo pensando en el tipo del sofá- preguntó el hijo, cuya mirada hasta ese momento estaba fija en la línea discontinua de separación entre carriles- Quiero decir, que para mí ha sido el primero.
Recordó la sensación que había tenido mientras la cuchilla se desplazaba a través de la carne. Para él fue como ver la escena desde fuera. Como si él y su víctima no formaran parte del mismo plano de realidad, y por tanto no pudiera sentir empatía hacia él.
Cuando terminó, sintió que había iniciado un viaje de no retorno. Pero, de alguna forma, se sintió más tranquilo. Como si una pieza que faltara en el universo del que formaba parte estuviera al fin en su sitio.
Y, cuando vio su mano manchada con la sangre de su víctima, le pareció que la veía por primera vez.
Mientras les contaba todo esto, la madre volvió a tener la sensación que los tres conocían bien. Para ellos era como tener sed. Pero hasta que se habían juntado para ir a por víctimas no sabían que la tenían.
A veces les ocurría con semanas de diferencia. A veces, como ese día, en cuestión de horas. Pero, incluso sabiendo que si no tenían control podrían llegar a atraparles, nunca se resistían a su llamada.
Así que dio la vuelta, y comenzó a circular sin luces por el carril contrario.
No se volvieron a poner las máscaras, pues la noche les amparaba. Esta era el mar, y ellos los depredadores.
Su víctima no tardó demasiado en aparecer. Un vehículo familiar con las luces encendidas circulaba sin saberlo hacia ellos. Se preguntaron si les daría tiempo a ver a los ocupantes antes del inevitable final.
El estímulo siempre era mayor cuando podían mirarles a los ojos.
Cuando solo unos metros separaban a ambos coches, justo antes de quedar iluminados por los faros del otro, encendieron los suyos.
El resto ya había tenido lugar en sus mentes antes del desenlace. Los neumáticos del otro coche mordiendo el asfalto y dejando una marca en este al intentar ejecutar un giro imposible que le hizo volcar.
Y el impacto. El sonido de cristal roto, de metal resquebrajándose y de gritos humanos mezclados con los anteriores sonidos. Aceleraron, y cuando la noche enguyó al coche volcado, las ruedas de este aún giraban en el aire.
Las notas de una canción veraniega en la radio del vehículo siniestrado quedaron flotando en en el aire, ofreciendo un cruel contraste con el montón de hierro muerto en el que se había convertido.
El padre, la madre y el hijo siguieron su viaje sin rumbo pero con un destino claro: la sensación y el próximo momento en el que se entregarían a ella.

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