Cortos de tinta: Página en blanco, undécima parte (Final)

XV 

Cuando el avión descendió y las nubes se empezaron a retirar, contemplé por primera vez la ciudad de París.  

Tenía seis años, y mi familia viajaba conmigo. A medida que nos acercábamos a tierra, mi visión del mundo a través de una pequeña ventanilla se fue clarificando. Me acerqué a esta con asombro, marcando las huellas de mis dedos como mudos testigos de mi presencia allí. 

París era un espectáculo de luces. El crepúsculo azulado que precede al anochecer bañaba la ciudad, haciendo aún más reconocibles sus edificios más característicos, como la torre Eiffel, al quedar la silueta de estos recortada contra él.  

El río Sena también era reconocible. Se extendía como una lengua de plata bañada por la luz de la incipiente luna. A medida que descendíamos, se hacía de noche y los miles de luces que habitaban la ciudad durante esta se hicieron visibles.  

Una vez tocamos tierra, el asombro no descendió. Elena y yo observamos la amalgama de colores y sonidos que atravesaban la ciudad desde la parte trasera de un taxi, sentados entre nuestros padres. 

Nos perdíamos en un viaje a lo desconocido en mitad de la noche mientras la ciudad nos seducía y engullía.  

Nuestro destino era uno de los hoteles de Disneyland Paris. Nos habíamos divertido mucho eligiéndolo porque cada uno tenía una forma diferente: desde un resort para marineros hasta habitaciones en medio del bosque en forma de caravanas. 

Pero el que más nos había gustado tenía la forma de un pueblo del antiguo oeste.  

Adentrarse en él fue para mi hermana y para mí como descubrir un mundo oculto dentro de otro. Una vez cruzadas las puertas de recepción, apareció ante nosotros un auténtico pueblo antiguo de esos que solo habíamos visto en las viejas películas de televisión. 

Ahora, nosotros nos habíamos transportado dentro de una. Avanzamos, nuestras siluetas proyectadas por la luz lunar sobre un suelo de tierra que teníamos miedo de pisar muy fuerte por si delatábamos nuestra presencia a alguna banda de forajidos. 

Nuestra habitación formaba parte de una de las hileras de casas. En cualquier momento, mientras caminábamos hacia ella, parecía que una bola de polvo cruzaría ante nosotros y un duelo daría comienzo. 

Sin embargo, me sentía a salvo. Un chico de recepción me había regalado amablemente un pañuelo rojo de vaquero y me lo anudé en el cuello para que si los tiros empezaban los buenos supieran que era uno de ellos. 

Mi hermana, en cambio, había tomado partido por los indios. Esa noche dormimos en una cama con doble litera, ella arriba y yo abajo. Cuando mis padres ya dormían, escuché su voz llegándome entre susurros, como si me hiciera una confidencia. 

-Suerte que te has cortado el pelo, vaquero. A los indios nos gustan las cabelleras de los rostros pálidos.  

Un rato después, cuando soló yo quedaba despierto en aquella habitación ambientada como si perteneciera a otro tiempo, observé la ventana y pensé en el exterior. En el pueblo que ahora dormía confiado. 

En el porche de cada casa había un barril a modo de decoración. Era uno de esos pequeños detalles que escapaban a los ojos de los adultos, pero que un niño con vocación de vaquero como yo sabía captar.  

Imaginé que en cada uno de ellos un indio esperaba agazapado el momento en el que todos durmieran para asaltar aquel pueblo. Imaginé a mi hermana sonriendo en sueños, sabiendo que los suyos coleccionaban cabelleras.  

Menos la suya. Estaba a salvo por ser una feroz guerrera india. 

Mi mente avanzó en sueños más allá del recuadro de luz de la habitación. Volví a caminar por el pueblo, esta vez sin hacer ruido pues había tenido la prudencia de dejar los zapatos junto a la cama. De pronto, un ruido reclamó mi atención. 

La tapa de uno de los barriles se levantó, y un indio alzó la cabeza. El brillo de sus fieros ojos se veía acrecentado por su semblante orgulloso y adornado con pinturas de guerra. Me quedé quieto, sin posibilidades ya de esconderme.  

Por primera vez en mi vida, un indio me dirigió la mirada.  

Sin embargo, pronto el brazo donde sujetaba su hacha de guerra descendió. Regresó al interior del baúl, tal vez pensando que se había precipitado y que el momento de atacar no sería hasta que todos los rostros pálidos durmieran. 

Recordé, sonriendo, las palabras de mi hermana. Mi fino pelo, que me habían cortado antes del viaje, me salvo de ser la primera cabellera arrancada esa noche.  

XVI 

Al cruzar la entrada de aquella atracción, sentías que la muerte formaba parte de tu mundo. 

Situada en la zona temática del oeste de Disneyland, estaba ambientada como una antigua mansión victoriana. El ambiente fúnebre que la rodeaba se sentía incluso en la ambientación del jardín, lleno de árboles casi despojados de sus ahora amarillentas hojas.  

Era como un pequeño pulmón moribundo en medio del prometedor verano. 

Varios aspersores situados bajo un recalentado techo de cristal nos refrescaban mientras las abejas zumbaban de fondo. Avanzábamos por la larga cola sorteando una serie de laberínticos pasillos que llevaban al porche de la casa.  

El techo de cristal era nuestro mudo acompañante durante el recorrido. Nos protegía del calor, pero se mostraba tan desprovisto de vida como los árboles. 

La muerte se hizo una fotografía conmigo. Aún hoy la conservo, y veo al niño que era entonces sonreír junto a un empleado del parque vestido con ropas negras, un puntiagudo sombrero y el rostro en forma de calavera. 

Cuando por fin entramos, mi hermana se pegó a mí buscando el contacto de otro cuerpo viviente en el oscuro vestíbulo que estábamos atravesando. La puerta se cerró a nuestras espaldas, privándonos del recuerdo del sol. 

Ninguno de los dos lo entendíamos en ese momento, pero aquella atracción era nuestra primera experiencia con la muerte. A los seis años, esta no existe. Los adultos no la nombran, y tu cerebro apenas empieza a comprenderla. 

Es un elefante en la habitación encerrado en hospitales. 

Allí, en cambio, la muerte se celebraba. Los empleados vestían como esqueletos o enterradores, y todo, desde la iluminación hasta el mortecino color escogido para los decorados, remitía a ella sin nombrarla.  

Como en un juego, Elena y yo entrábamos en la guarida de la muerte y la mirábamos a la cara. 

Recuerdo el ascensor en el que nos hacían subir una vez entrábamos en la casa. Nos colocaban a todos en el centro, y a nuestro alrededor se veían distintos cuadros decorando las paredes. Cuadros que no encajaban en la atmósfera del lugar. Cuadros que celebraban la vida. 

Unos muchachos jóvenes bañándose en un rio, una pareja celebrando un picnic…recuerdo el movimiento del ascensor cuando este comenzaba a bajar, y una voz en francés relataba una historia mientras la luz se atenuaba y nuestra perspectiva de las imágenes cambiaba.  

Lentamente, una parte hasta entonces oculta de los cuadros comenzaba a revelarse. Bajo el rio donde los chicos se bañaban, cientos de criaturas nadaban hacia ellos con intención de morderles. Una furiosa horda de hormigas brotaba de la tierra y marchaba en dirección a la pareja.  

Y, cuando la narración llegaba a su fin y las luces se apagaban, una luz que simulaba el efecto de un trueno llegaba desde el techo. Todos, incluida mi hermana, alzaron la cabeza para ver la imagen que allí se reflejaba. 

Pero yo no. Me agarré a mi madre, y no la solté hasta que la luz regresó y las puertas del ascensor se abrieron. No fue hasta unos años más tarde que me atreví a preguntarle a Elena lo que todos salvo yo vieron.  

-Era un ahorcado- me dijo una tarde mientras los dos nos secábamos al sol tras nadar un rato en la piscina, rodeados de un ambiente lo suficientemente idílico y veraniego como para expulsar las sombras que hasta entonces no me atreví a enfrentar- Creo que era un hombre. O una mujer. 

Al escuchar aquello pensé que, si les hubiese preguntado a mis padres o a cualquier otra de las personas que estuvieron en el ascensor ese día, tal vez me habrían hablado de una imagen totalmente diferente. Tal vez no hubiera una única verdad. 

Pero esa no era la elección que extraer de ese día, sino que, de los dos, Elena fue la que se atrevió a mirar a la muerte a la cara. 

El resto del recorrido lo hicimos subidos en unos sillones de cuero negro que nos llevaban por toda la mansión. Ya no tuve miedo de mirar pues la barra de seguridad que nos mantenía fijos en el asiento alejaba las fantasmagorías de nosotros. 

Contemplé con asombro las distintas imágenes que nos íbamos encontrando, algunas de las cuales aún retengo en mi memoria: una bola de cristal flotando que mostraba un rostro hecho de niebla verde, un duelo de vaqueros fantasmas en un pueblo abandonado o un siniestro baile de espíritus.  

Con las maravillas que nos mostraban, los espíritus parecían pedir que nos uniéramos a ellos al menos hasta que acabara el recorrido. Y, en el último tramo de este, atravesamos un pasillo lleno de espejos que nos devolvían imágenes de fantasmas sentados junto a nosotros. 

Al final, la luz. Un pasillo nos llevaba de vuelta a esta justo tras cruzar un puesto de venta donde un empleado nos ofrecía llevarnos una foto de recuerdo. De mi familia, fui el único que la cogió. Era la que nos habían hecho en el pasillo de los espejos.  

Cuando volví a sentir la luz del sol y escuché los sonidos propios de un parque de diversiones, totalmente ajenos a la atmósfera fúnebre que acabábamos de dejar atrás, sentí una extraña tristeza. Me pregunté si los muertos no añoraban el sol.  

Si todo lo que hacían y nos habían mostrado, incluidos los pasajes que daban miedo, no eran sino intentos por aferrarse a lo que una vez habían tenido y ahora extrañaban. Aquellos pensamientos se reforzaron cuando vi que el fantasma de la foto era un niño de mi edad. 

Caminé junto a mi familia bajo un sol de justicia, y me pregunté si la muerte nos había abandonado de verdad. Si no esperaba, agazapada, tras cada uno de nosotros sabiendo que en aquel mundo de luz volvía a no ser nombrada, y por tanto a perder su capacidad de existir. 

Elena, por otra parte, caminaba erguida y despreocupada, totalmente ajena a mis pensamientos. Creo que aquella fue la primera vez que sentí orgullo de ser su hermano. Porque de los dos ella sí había pasado la prueba. 

Ella sí había mirado a la muerte a los ojos. 

XVII 

El resto de los tres días que pasamos en París los recuerdo como flashes en medio de un sueño, corpóreos solo durante un momento antes de desvanecerse y dar paso al siguiente. 

Recuerdo la atracción del tren de la mina, y la forma en que el suelo de madera donde hacíamos cola temblaba cuando la vagoneta cruzaba un tramo del recorrido que estaba sobre nosotros. Recuerdo la forma en que el aire desplazaba mi ropa cuando esta se ponía en marcha. 

Y la sensación de que todo, incluido el miedo, quedaba atrás. 

Recuerdo el oscuro túnel en el que la vagoneta se detenía antes del tramo final del recorrido, y los cientos de ojos rojos que nos miraban desde las paredes simulando ser una bandada de murciélagos que habitaba la mina. 

Recuerdo, en contraste, la tranquilidad del barco de vapor que atravesaba el parque y nos permitía ver las diferentes zonas. También la enorme rueda de este, que batía el agua de forma hipnótica dejando un reguero de espuma por donde el barco se desplazaba.  

Recuerdo la atracción que simulaba un viaje a la luna, y como antes de que la vagoneta cayera por la cuesta más alta veíamos a la mismísima luna que nos sonreía y guiñaba un ojo. La misma luna que imaginaba ver por las noches en el techo de nuestra habitación.  

La misma que siempre me guiñaba el ojo antes de iniciar una nueva caída, esta vez en el sueño.  

Recuerdo mis risas en los coches de choque, y como mi madre y yo siempre nos las arreglábamos para golpear más veces a mi padre y a Elena. Y los caballos del tiovivo que giraba en medio de una tormenta de verano. 

Recuerdo viajar tras la sombra de Peter Pan, y enfrentarme a la malvada bruja de Blancanieves y a su espejo. También buscar a Quasimodo subiendo las infinitas escaleras de Notre Dame. Y los brazos blancos a causa de la crema protectora de mi madre mientras se sacaba una foto junto al Sena. 

El último día, me despedí de París desde lo alto de la Torre Eiffel. Mi padre no se atrevió a llegar al último piso a causa de su vértigo, y me sentí orgulloso de mi mismo por haber subido junto con mi madre y Elena. 

Desde allí, tuve la impresión de ver la ciudad por primera vez. Como cuando lo hice desde el avión, pero diferente. Ya no la miraba desde arriba, era parte de aquella ciudad a la que la tonalidad anaranjada del atardecer otorgaba el carácter de un sueño.  

Pero, tarde o temprano, siempre hay que despertar.  

La tarde con sus escasas nubes que parecían detenidas como en un cuadro dio paso a la noche. Y las nubes dieron paso a los fuegos artificiales del desfile con el que se clausuraba el día en Disneyland. Allí estábamos los cuatro una última vez para despedirnos.  

Recuerdo ver la parte final en brazos de mi madre, mientras el sueño amenazaba con vencerme. Las carrozas con los distintos personajes pasaban ante mí, y sus manos enguantadas me decían adiós.  

Todas estas son las imágenes que, como los jirones de un sueño, forman en mi mente el recuerdo de aquel viaje. Pero, tarde o temprano, siempre hay que despertar.  

XVIII 

Mi cuerpo viajaba en la parte trasera del autobús. Pero ya no era del todo mi cuerpo.  

Había crecido, y algunas canas aparecían entre mi pelo negro para atestiguarlo. Mi cuerpo era ya el de un adulto de más de treinta años.  

Cuando llegué al final del recorrido, acabé en un sitio que era y ya no era mío. El pueblo de mi madre parecía igual al de mis recuerdos infantiles. En sus calles aún eran perceptibles los ecos de las experiencias vividas en el país de mi infancia. 

Mientras caminaba, escuchaba. Y mientras escuchaba, recordaba. 

El sonido de una pelota rebotando por un callejón parecía preceder a mi yo infantil, que aparecería tras ella en cualquier momento. Sin embargo, otro niño era el que bajaba por él.  

Algo era distinto. Las personas sentadas en la terraza de un bar miraban sus teléfonos móviles en lugar de charlar entre ellas. La información avanzaba a mayor velocidad. El mundo era más rápido, y las personas siempre caminaban a pasos apresurados. 

O tal vez yo iba demasiado lento. Tal vez el mundo era el mismo, pero yo había cambiado.  

Sentada junto a la entrada de una casa, encontré la primera nota de normalidad. Elena me esperaba donde habíamos acordado cuando le dije que llegaba. Vestía la máscara del asesino de una película de terror de los noventa. Un rostro con forma de fantasma. 

– ¿Por qué me miras así? – dijo mientras se llevaba las manos a la cara- ¿Estoy horrenda? 

-No, no. Estás más guapa que nunca.  

Sus ojos me sonrieron a través de las dos pequeñas rendijas de la máscara, y cuando se quitó esta comprobé que ella también había cambiado. También era una adulta, pero por un momento logró engañarme para que creyera que el tiempo no había pasado.  

Estuve hasta bien entrada la tarde en su casa, y nos pusimos al día. Su marido estaba visitando a su madre en la ciudad, y se había llevado a su hija mayor, Lucía. El pequeño, Andrés, se quedó con ella pues era aún un bebé. 

Cuando lo metió en la cuna, observé en su rostro ciertos rasgos que me recordaban a ella. La misma sonrisa pícara. El mismo pelo azul. Movía sus pequeñas manos en el aire intentando atrapar los cristales que colgaban sobre su cuna, y a los que la luz del pasillo arrancaba reflejos dorados. 

Fue en la cocina, mientras tomábamos un café, donde el pasado terminó de desvanecerse como lo haría un sueño. Si me había recibido la Elena de mi infancia, ahora charlaba con la mujer adulta a la que esta había dado paso.  

La misma a la que no había visto desde hacía más de un año. La misma de la que mi ajetreada vida me había separado, y con la que solo me encontraba en breves momentos como aquel. Cuando alguno de los dos se decidía a levantar un teléfono.  

– ¿Sigues escribiendo? – me preguntó, y yo asentí. Su rostro había perdido del todo los rasgos juveniles. Pequeñas arrugas comenzaban a dibujarse como avanzadilla de la madurez.  

-Leí una de tus historias. Era muy terrorífica. Me asombra que se te ocurran cosas así. 

-De niños nos gustaba imaginarlas. 

-Sí. Pero tú te quedaste a vivir en ellas. 

Acabado el café, salimos al patio. Elena sacó dos sillas y nos quedamos allí sentados un rato, observando la ropa colgada en el tendedero ser movida por una brisa de verano. El aire, preñado con la tormenta eléctrica, resultaba húmedo al respirarlo.  

Mi hermana me habló de pronto, sacándome de mis ensoñaciones. 

– ¿Eres feliz?  

-Sigo adelante. Intentado encontrarme y dar con mi camino. Si esta parte de mi vida tuviese que tener un título, sería «página en blanco´´. 

– ¿Y cómo termina? 

-Aún no tiene final. 

Comenzó a llover. Y mientras el suelo blanco del patio se iba tiñendo de un color más oscuro a medida que se juntaban las pequeñas gotas de agua, ayudé a mi hermana a recoger la ropa y volver con ella dentro.  

Nos quedamos observando la tormenta desde la ventana de la cocina. 

– ¿Sigue estando en el pueblo la casa vieja? La que estaba junto al ayuntamiento. 

-No- me respondió ella, sus ojos de un color tan azul como el cielo antes de las nubes de tormenta- La derribaron hace años. 

-De pequeño imaginaba que nos íbamos a vivir allí. 

– ¿Con papá y mamá? 

-Sólo nosotros.  

-Deberías llamar a mamá más a menudo. El otro día me preguntó por ti.  

El primer trueno se escuchó en la distancia. Sonreí pensando en que pronto la tormenta arrasaría el pueblo, y el agua descendería por las cuestas mientras en los canalones que bajaban de las casas se escucharía la melodía del agua.  

– ¿Sabes que de pequeño me imaginaba que éramos adoptados? Que tú y yo éramos distintos. Como una familia dentro de otra. 

– ¿Sí? Qué cosas. 

-Creo que los dos conectábamos tan bien porque éramos como dos marcianos que preferían vivir en un mundo de su invención. 

-Puede ser- dijo mi hermana sonriendo, y por un momento creí ver una sombra del pasado en su mirada- Pero nunca te imaginé quedándote en el pueblo. Este sitio es muy pequeño, y tu imaginación demasiado grande. 

– ¿Tu futuro sí lo imaginabas aquí? 

Se escuchó otro trueno, esta vez encima de la casa, y el niño comenzó a llorar. Mi hermana fue a calmarlo, no sin antes contestar a mi pregunta desde el quicio de la puerta. 

-Sí. El mío sí.  

Salió, y me quedé escuchando a la lluvia golpear sobre el tejado de la cocina. En el exterior, una lengua de agua lamía el patio de piedra.  

Escampó una hora antes de que mi autobús llegase. Salí a la calle, donde la humedad podía respirarse en el pavimento y la tierra mojada a modo de efímero testimonio de su existencia. La lluvia, al igual que las nubes que la habían provocado, pronto desaparecería del pueblo.  

Al igual que las huellas del niño que una vez fui. 

-Se va el tío- dijo Elena desde la puerta de su casa. En brazos tenía a Andrés, y movía la mano diciéndome adiós en un intento de que el pequeño imitase su gesto- Dile adiós. 

Me despedí. Mis pasos se alejaron calle abajo mientras, detrás de mí, la silueta de la mujer en la que se había convertido mi hermana se hacía pequeña y se difuminaba, como una de esas figuras que a veces aparecen de fondo en las fotografías, capturadas en mitad de un movimiento. 

Al final, volvió a entrar en casa y desapareció. 

XIX 

Un día, de camino a casa después del trabajo, observé uno de esos fenómenos que suelen pasar desapercibidos en nuestra apresurada forma de vida.  

Un hombre que vestía ropas de ejecutivo hablaba a gritos por un teléfono en medio de la calle. Sobre el maletero de su coche había colocado un maletín de cuero negro que estaba abierto. 

Una corriente de aire repentina arrastró varios de los papeles que este contenía lejos de su dueño. El hombre, aún al teléfono, maldecía su suerte e intentaba recuperarlos atrayendo las miradas de los transeúntes. 

Pero no la mía. Me interesaba más ver a esos papeles bailar en el aire.  

Como los pájaros de papel que una vez volaron en mi habitación, desafiaron las leyes de la gravedad con la ayuda del aire y se alejaron del tráfico y del asfalto. Volaron como aves sin alas, volaron sin mirar atrás. 

Y ganaron su libertad. 

XX 

Eran las tres de la mañana, y pensaba en mi vida. 

Tumbado boca arriba en la cama, miraba la habitación sin verla. Los contornos de esta, que formaban los distintos objetos que la amueblaban dándole su aspecto cotidiano y reconocible, se habían difuminado en la oscuridad. 

Sólo yo y la cama existíamos. 

Sabía de la existencia de la cama por el roce de la sábana contra mi piel, y por la firmeza del colchón sobre el que mi cuerpo estaba tumbado. 

Sabía de mi existencia porque, para rellenar el vacío dejado por la oscuridad, mi mente proyectaba distintas imágenes que no seguían un orden concreto. Todas ellas, como los fotogramas de una película, hacían un recorrido de mi vida. 

De pronto era un niño que aprendía a montar en bicicleta, y sentía que volaba. De pronto era un joven que viajaba en avión solo por primera vez. De pronto celebraba un cumpleaños rodeado de amigos, y no me imaginaba lo que era estar solo.  

Supe que no era necesario ordenarlos. Me perdí en cada uno de ellos, sabiendo que solo en mi mente podía revivirlos. Sabiendo que, cuando la realidad del presente se difuminaba, el pasado podía regresar. 

Todos ellos formaban quien yo era, y quien una vez había sido. 

XXI 

Era por la mañana, y la casa cobraba vida. 

La luz había regresado, y entraba por la ventana arrancando destellos de las paredes y los muebles blancos en la cocina de mi apartamento. Esta parecía de pronto más iluminada. 

Me preparaba para ir al trabajo y, al igual que yo, la casa estaba en movimiento. Todo, desde el microondas donde se calentaba mi desayuno hasta la lavadora que acababa de comer, vibraba para combatir el silencio de la noche anterior. 

El teléfono también cobró vida, rugiendo con fuerza al igual que una bestia que necesitaba desprenderse del contenido de su estómago.  

Elena había muerto. Eso dijo la voz al otro lado. Su coche chocó contra la pared de un túnel, y su cabeza golpeó el parabrisas. Todo ocurrió en unos instantes. Después, no se movió ni volvió a respirar.  

Elena había muerto, y yo era lo único en silencio en aquella cocina donde los distintos aparatos continuaban vibrando como si quisieran recordarse que seguían vivos. 

Elena había muerto. Tarde o temprano, siempre hay que despertar.  

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