Cortos de tinta: Post Mortem (Prólogo)

Prólogo 

El coche se detuvo ante la presencia del primer ser humano que había visto desde hacía varios kilómetros.  

Bajó la ventanilla, lamentando dejar entrar la niebla. La misma que cubría los lados de aquella carretera de una sola dirección. La misma que no dejaba ver el cielo, y mantenía húmeda la tierra a ambos del camino con la promesa de una lluvia que no culminaba. 

La misma que le había acompañado desde que, tras distraerse intentando encontrar su emisora favorita, estuvo a punto de salirse de la carretera. 

-Disculpe- dijo el conductor. Le hablaba a un anciano que pintaba en un lienzo la carretera ante ellos, incluyéndose a sí mismo mientras pintaba el mismo cuadro. Esto le otorgaba a la imagen un efecto tridimensional.  

El hombre, que ni siquiera se giró, tenía la piel arrugada como un pergamino que amenazaba con resquebrajarse al tocarlo. Vestía una gabardina y un sombrero grises, y tenía una larga barba del mismo color que casi le llegaba a la cintura. 

-Disculpe- insistió Santiago, el conductor- ¿Sabe a qué distancia está el pueblo más cercano? 

Necesitaba repostar, pues hacía tiempo que la luz amarilla se había quedado fija junto a la aguja que indicaba que el combustible llegaba a su fin. El GPS, al igual que la radio, había dejado de funcionar desde hacía varios kilómetros. 

En aquel escenario, solo el motor del coche le había hecho sentir que algo más latía allí además de su corazón. 

Al recibir de nuevo el silencio por respuesta, Santiago se dispuso a seguir su camino. Pero una voz le detuvo cuando solo había avanzado unos metros. Necesitó mirarle varias veces para asegurarse de que el hombre que pintaba, sin dejar de hacerlo, era quien había hablado. 

-Todo recto. En unos cinco minutos llegará usted a un bar con gasolinera. 

Tras dedicarle una breve sonrisa donde mostró unos dientes amarillos parecidos a las teclas de un piano, el hombre que pintaba dio un paso atrás y contempló su obra como si necesitara contemplarla desde una nueva perspectiva.  

– ¿Por qué no me contestó antes? 

-Necesitaba ver a qué velocidad se desplazaba su vehículo para poderle decir lo que tardaría- respondió sin alterarse lo más mínimo, y dejó un momento el pincel para quitarse el sombrero y hacerle un gesto de despedida. 

-Déjeme decirle- añadió- que tiene usted un perfil muy grecorromano. 

Santiago, cansado de charlar con aquel hombre extraño, siguió su camino sin despedirse. Adentrado de nuevo en la niebla y solo con los faros de su vehículo para guiarle, comenzó a sentirse solo de nuevo. Y a preguntarse si no soñaba. 

Si no se había quedado dormido al volante y ahora soñaba entubado en un hospital. O si estaba en su cama, y el inicio del viaje sólo fue un sueño dentro de otro sueño. 

Los contornos de un edificio empezaron a hacerse nítidos en la niebla, sacándole de sus reflexiones. Se acercó con prudencia, alejándose de la carretera y cruzando un camino de tierra. Un cartel con neones violetas hacía las veces de reclamo para los viajeros. 

En él se leían dos palabras: «Bar Suzuki´´. 

Desde dentro del coche, aún con el motor encendido, Santiago observó la gasolinera junto al establecimiento. Sin embargo, estaba desierta. No así la entrada junto a la que había varios coches de distintos tipos, velando en silencio el regreso de sus dueños. 

Bajó del coche. El edificio, de dos pisos, no tenía nada peculiar más allá del cartel. En el piso de arriba solo se veían dos ventanas con las persianas bajadas y agujeros en estas a modo de pequeños centinelas. En el de abajo, una puerta por cuyas rendijas se filtraba luz violeta. 

Escuchando sus pasos en la tierra mojada, Santiago se acercó a esta y entró. 

Lo que encontró allí era mucho más peculiar. El sonido de una máquina de juego, al fondo, era lo único que recordaba a un bar de carretera normal. A sus pies, crujía un suelo de madera formado por tablas entre las que había medio metro de separación. 

La luz violeta, procedente de neones en el techo, era la principal fuente de iluminación. Aparte de él, los otros clientes eran un hombre que fumaba sentado en una mesa junto a la puerta y otro que estaba jugando con la máquina del fondo, de espaldas a él. 

Luego estaba el dueño. De pie tras una barra de cuero negro, vestía un traje blanco impoluto y aparentaba unos cincuenta años. Era moreno, con calva incipiente y un fino bigote pulcramente recortado. Sus pequeños ojos marrones brillaban con avaricia ante la llegada de un cliente. 

-Buenas tardes- dijo con actitud servil. Parecía haber permanecido quieto, como una figura de cera, hasta que la puerta se abrió- ¿Qué va a tomar? 

Tras decir esto se giró para mostrar, orgulloso, el surtido de bebidas que estaban expuestas tras la barra. Santiago, sin embargo, decidió conducir la conversación hacia donde le interesaba. 

– ¿Sabe quién atiende en la gasolinera? Iba a Segovia, pero creo que me he perdido y no conozco la zona. 

– ¿Recién llegado? – dijo de pronto el dueño, y un hombre corpulento que hasta ese momento había permanecido junto a una puerta frente a la barra, tan quieto que no había reparado en él, cruzó una mirada con este. 

-Supongo que sí. Ya le digo que no conozco la zona. 

-En ese caso, amigo- contestó el dueño, sacando una botella y un vaso de debajo de la barra- Sepa que la casa invita a una ronda especial.  

Mientras hablaba llenó el vaso con un líquido verde manzana que resultaba hipnótico de mirar. A espaldas de Santiago, el hombre corpulento entró por la puerta junto a la que había estado parado. El suelo de madera crujió bajo sus pies hasta qye estuvo dentro. 

Después, el silencio. 

-Disculpe, pero solo quiero llenar el depósito. Necesito continuar el viaje. 

-Tómese su tiempo. Será por tiempo- respondió el dueño, empujando el vaso hacia él y sonriendo de una forma extraña, como si comprendiera una broma privada de la que su acompañante no era partícipe- Además, ha llegado a tiempo para el número musical. 

El dueño dio dos palmadas, y la iluminación cambió. La luz violeta se atenuó un poco, y todas las miradas se dirigieron hacia algo en lo que el recién llegado no había reparado hasta ese momento: un agujero en el techo en forma de círculo bajo el que no había mesas ni sillas. 

Antes de que Santiago pudiera protestar de nuevo, algo descendió limpiamente de allí. Algo que quedó suspendido sobre el suelo al descender su caída con la misma rapidez con la que la había comenzado. 

Una esfera de cristal. Pero lo más extraordinario era lo que contenía: la cabeza de una mujer de piel pálida y cabello tan rojo como el carmín de sus labios.  

Santiago, que acababa de dar un trago a su bebida y aún sentía a esta recorriendo su garganta y activando de nuevo sus sentidos, haciéndole sentir la primera emoción humana en mucho tiempo, se creyó de pronto sumergido en una extraña ensoñación. 

Sentimiento que se acrecentó cuando la cabeza abrió los ojos, verdes e igual de irreales que el mundo que la rodeaba.  

-Siempre que te pregunto- comenzó a cantar con una voz hermosa, pero con un matiz extraño, como si en ella se hubiera apagado la vida- que cuándo, cómo y dónde… 

Santiago estuvo a punto de dejar caer su bebida. La realidad se había roto a su alrededor y él estaba de nuevo solo, un corazón rodeado de carne y músculos en medio de fantasmagorías. Entonces, algo salió de la puerta del fondo volviendo el sueño pesadilla.  

Un cuerpo sin cabeza, perteneciente a una mujer joven, se movía hipnóticamente al ritmo de la música. Sus brazos, de piel tan pálida como la cabeza, tanteaban el aire intentando aferrar a un amante invisible.  

-Tú siempre me respondes- continuó la cabeza, mientras el cuerpo se movía debajo en perturbadora sincronía- quizás, quizás, quizás… 

El vaso cayó al suelo, rompiéndose en pedazos. Santiago sentía como dos realidades, la del bar y la del coche cuando intentó sintonizar la emisora, se superponían volviendo aún más irreal la percepción de lo que le rodeaba. 

En ambos casos, pequeños detalles que antes no había percibido comenzaron a salir a la luz como inscripciones ocultas bajo capas de barniz añadidas por un pintor invisible. 

Detalles como el pecho del dueño, ligeramente hundido en el centro. O la mancha que atravesaba su aparentemente impoluto traje, y que se parecía de forma sospechosa a la huella de un neumático. O los agujeros de bala en el cuerpo del cliente fumador por los que escapaba el humo.  

– ¿Le ocurre algo, amigo? – preguntó el dueño, pero Santiago ya no estaba allí. Volvía a estar en su coche, pero sus ojos no miraban a la carretera. Estaban ocupados, como su mano, en encontrar la emisora que siempre le acompañaba en los viajes largos.  

Volvía a darse cuenta de que se estaba saliendo de la carretera, y volvía a girar el volante en el último momento. Pero no a tiempo de evitar el camión que, por primera vez desde que había empezado a recordar, veía dirigirse hacia él.  

-O estoy soñando, o estoy muerto- contestó, a punto de gritar. Y no por lo que le rodeaba, sino porque al ponerlo en palabras la realidad pareció armarse como un puzle ante él. Recordó el cuadro del pintor, y se sintió de la misma manera. 

Una figura que contemplaba un mundo en un lienzo sin saber que su realidad no era más que otro lienzo.  

-No está usted soñando- le respondió el dueño, de nuevo con aquella siniestra sonrisa, y volvió a dar una palmada. Varias manos surgieron de pronto de entre las tablas del suelo, agarrando los pies de Santiago e impidiéndole moverse. 

Lo último que vio fue al hombre corpulento saliendo de la misma puerta de la que antes había brotado el cuerpo sin cabeza. En su mano llevaba un cuchillo de carnicero del que las luces violetas arrancaron un destello fantasmal.  

De un solo golpe, Santiago cayó al suelo. La canción terminó, y el cuerpo hizo una reverencia mientras unos pocos aplausos resonaban en la oscuridad.  

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