
XIV
En el verano del 97 dibujé por primera vez un monstruo.
Como muchos otros niños, había crecido temiéndolos, pero nunca conseguí ver uno ni ponerle cara. Mi madre alimentó mis fantasías enseñándome trucos para ahuyentarlos, como dejar la luz de la mesita junto a mi cama encendida o cerrar las puertas de los armarios para dejarlos allí encerrados.
Hasta que llegó el momento en que se sentó al borde de mi cama y, con el tono de voz de quien percibe que la infancia se empieza a terminar, me dijo que no existían.
Aquel día descubrí que los adultos también podían mentir. Porque sí existían.
El verano del 97 mis padres decidieron que fuese a un campamento de verano a las afueras de Madrid. Solo sería durante el mes de julio, y era uno de esos campamentos donde daban la opción de volver a casa por las noches. Sin embargo, era la primera vez que yo iría a un sitio y Elena no.
Recuerdo esperar bajo la parada de autobús cuyo techo metálico nos permitía refugiarnos del calor a primeros de Julio. Mi padre estaba conmigo. Aún no tenía que ir al trabajo, y me acompañó a petición de mi madre.
Ambos esperaban que aquella experiencia me ayudara a empezar a abrirme. Pero, en cuanto las puertas acristaladas del autobús se abrieron y crucé la frontera que me separaba por primera vez de mi mundo, supe que algo no iba bien.
No recuerdo en qué momento aquella sensación pasó de ser algo indefinido a un sentimiento concreto. Pero sí les recuerdo a ellos. Hermosos, perfectos a su manera, como imágenes recortadas de un álbum.
Rodeados de algo que no se podía explicar con palabras, un halo de aceptación. Algo que ellos tenían y a mí me faltaba.
Les recuerdo yendo conmigo en el autobús, cuando las barreras invisibles aún existían entre nosotros. Cuando el pudor de quien acaba de conocerse nos impedía cohesionar en un solo grupo. En los días siguientes, algo sucedió.
Era un proceso invisible salvo por las consecuencias que tenía en la superficie, como el movimiento de una placa tectónica.
Lentamente, aquella barrera que nos había separado se resquebrajaba a cada comida juntos en la cafetería, a cada visita a la piscina y a cada partida de tenis en aquella pista en la que no existía la sombra. Lentamente, nos volvíamos un grupo.
Pero no era así para mí. Reía, nadaba, hacía talleres y jugaba con los demás. Pero algo dentro mío sentía que no era natural. Que solo fingía con la esperanza de retrasar un día más el momento en que ellos también comprenderían lo que yo ya sabía.
Había pasado tanto tiempo en la orilla que ahora no sabía nadar.
No pondré aquí un rostro y un nombre concreto a la persona que se dio cuenta. Cuando pienso en ello, realmente no fue una sola persona. Todos actuaron como una colectividad, unos con acciones y otros con silencio.
Comenzó de una forma lo suficientemente inocente como para parecer algo trivial a ojos de un observador inexperto. El vacío que se producía a mi alrededor en la mesa del comedor, los equipos para los que siempre era el último en ser elegido…
Silenciosamente, algo crecía bajo la superficie. Como un virus que se iba extendiendo. Y cuanta más gente era consciente de ello, más aumentaba el vacío que se había convertido en mi mundo. Porque nadie quería estar cerca del contagiado.
Nadie quería ser apartado de la luz.
Comencé a preguntarme si era egoísta. Al fin y al cabo, todo lo que debía hacer era renunciar a mi sensibilidad especial y tan solo ir con los demás. Para ellos parecía tan fácil que comencé a sentirme mal conmigo mismo.
Podría haber renunciado a mí mismo a cambio de la luz. Pero si se renuncia a esa pequeña parte que nos define, dejamos de ser libres.
Me convertí en el único niño que quería ver terminar el verano. Abandonaba cada tarde el autobús con entusiasmo, pero sabiendo que al día siguiente volvería para recogerme. Y las horas, los días, comenzaron a hacerse muy largos.
Hasta que todo acabara, me conformé con vivir en las sombras. Lugares como la última fila de la sala donde veíamos películas, la que estaba más cerca de la salida, o la esquina con menos gente de la piscina se convirtieron en mi hogar.
Me recuerdo allí, mojándome los pies sin meterme en el agua, y observando una solitaria nube que amenazaba tormenta. Cerré los ojos y me concentré en la sensación de humedad que traía la esperanza del otoño y el final del verano.
Las últimas semanas se volvieron más agresivos. Tal vez porque mi pasividad les desconcertaba. Tal vez esperaban una claudicación que nunca llegó.
Pero, si yo aprendí a moverme en la sombra, ellos hicieron lo mismo con los momentos donde nadie vigilaba. Donde no había monitores y podían contar con el silencio cómplice de aquellos que habían decidido mantenerse al margen.
Fueron los días en los que encontré mi ropa tirada por el suelo al volver de la piscina. O en los que, nadando en esta, sentía dos brazos posarse en mis hombros que me forzaban a sumergirme y tragar agua para luego volver a la superficie y escuchar una risa de alguien que se alejaba.
Encontré un lugar que se convirtió en mi único compañero. Bajo las escaleras que llevaban al comedor había un hueco resguardado por ellas del sol. Un hueco donde escuchar sus pisadas mientras subían o bajaban a salvo de que me viesen.
Un pequeño rectángulo de sombra que constituía los límites de mi mundo. Allí no podían tocarme hasta que los monitores anunciaran la siguiente actividad. Allí inventé los juegos que no había jugado, y soñé con los amigos que no había hecho.
Después, al volver a casa, el silencio. Nunca hablé con mis padres porque sentí que les estaba fallando. Su hijo, aquel al que habían enviado al mundo para que se integrara, había sido incapaz de cumplir sus expectativas.
Tampoco hablé con los monitores. Si les denunciaba, irían a peor.
El último día dibujé mi primer monstruo. En aquel ser formado por una calavera de cuencas oscuras volqué todos mis miedos. Le di forma a lo que no la tenía, un rostro a lo que en realidad estaba formado por muchos.
Porque si tenía forma, su poder se diluía.
Aquel último día, alguien me deseó que muriese pronto. Después, las risas. Después, el silencio en el que me quedaba sumido mientras esperaba el siguiente ataque. En mi último baño en la piscina, me quedé flotando boca arriba.
Y pensé en lo fácil que sería darme la vuelta y dejar de respirar.
Pero llegó el final. El autobús nos recogió una última vez tras unas palabras de los monitores esperando vernos el año siguiente. Yo sabía, como lo supe todas esas noches en las que había decidido no quedarme, que para mí no habría otro año.
En el camino de regreso, el grupo que se había formado ese verano se iba diluyendo con cada parada donde uno o varios niños bajaban para no volver el próximo día por primera vez en un mes. En el cielo, la amenaza de una inminente tormenta acompañaba la melancolía general.
Solo y sentado en la última fila, escuché la lluvia caer sobre el techo del autobús y el sonido no tardó en crear en torno a mí una sensación envolvente. Sonreí de pronto, sintiéndome a salvo.
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