
XI
Un leve traqueteo hizo que me despertara, siendo consciente del mundo a mi alrededor.
Viajábamos por una pequeña carretera que atravesaba unas montañas cubiertas de niebla. La radio hacía tiempo que había dejado de recibir señal y permanecía muda. En la parte delantera, las luces de los faros iluminaban nuestro camino pese a ser de día.
Elena dormía a mi lado. Mis ojos se encontraron con los de mi madre en el espejo retrovisor, y las arrugas que aparecían en torno a estos cada vez que sonreía me dieron la bienvenida.
Contemplé fascinado la imagen que teníamos ante nosotros. La niebla se apartaba, haciéndose pedazos según el coche la atravesaba solo para recomponerse una vez este había pasado. El mundo tras esta quedaba cubierto, y sólo nosotros parecíamos existir.
Pensé en despertar a Elena, pero decidí no hacerlo. Ya habría tiempo de contárselo más tarde. En ese momento, quería disfrutar de una mágica visión que me pertenecía.
Cuando doblamos una esquina, el telón que formaba la niebla comenzó a apartarse, y la luz del día se filtró mediante un tímido rayo. Aquella fue la primera coordenada temporal que me permitió empezar a delimitar el mundo que me rodeaba.
Mecido por el suave desplazamiento del coche, sentía como me desplazaba en el interior del sueño mientras el mundo cobraba forma de nuevo ante mis ojos.
Como si la irrupción del rayo de sol hubiese sido una señal largamente esperada, la niebla se retiró lentamente y los objetos y lugares tras esta cobraron forma. La estrecha carretera, las señales de tráfico y las montañas parecían actores ocupando su puesto en una función a punto de comenzar.
Me dormía a la vez que el sol empezaba a asomar tras una montaña recortada contra un cielo ya sin jirones de niebla, y tan azul como corresponde a la hora en la que la noche ha acabado y el día está a punto de comenzar.
Pensé en los muchos objetos que llevábamos en el maletero de aquel coche alquilado. Estábamos muy lejos de casa, rumbo a unas vacaciones largamente esperadas. Me dormí pensando en la claridad con la que el espacio se presentaba ahora ante nosotros.
Y, mientras lo hacía, una sonrisa me acompañaba. La de un niño de siete años que había despertado antes de tiempo y había visto cómo era el escenario del mundo antes de que lo prepararan y diesen acción.
XII
Todo lo que recuerdo es a mi hermana llevando un bikini blanco.
Estábamos en la playa, muy cerca del lugar donde la húmeda lengua de la marea lamía cíclicamente la tierra. Mi padre acababa de guardar la sombrilla, pues no nos iba a hacer falta. Una tormenta de arena había caído sobre el lugar, cubriendo el paisaje bajo un espeso manto.
Mi madre, que llevaba unas gafas de sol y una camiseta larga sobre el bikini, parecía a punto de capitular pese a leer en nuestros rostros la decepción por perder aquel día de playa. Pero no podíamos culparla.
Con siete años ya sabíamos que nuestra madre podía con muchas cosas, pero no con las tormentas de arena.
Estábamos sobre una toalla. Aquel objeto marcaba los límites de nuestro mundo. Todo lo que se salía de él pertenecía al vasto terreno de lo desconocido. Todo lo que estaba dentro representaba a la familia.
Miré mis manos y pies, sobre los que la arena se posaba. Era divertido quitársela de encima para después ver como regresaba. Elena, que estaba en una situación parecida pero tumbada boca arriba, mantenía los ojos cerrados para que no se le metiese arena.
Sonreí pensando que tal vez, si se quedaba dormida y era enterrada por esta, podría hacerse famosa cuando algunos siglos después algún arqueólogo la encontrase.
Finalmente, mi madre claudicó. Recogimos las cosas y avanzamos sobre la arena con la resignación de saber que la tormenta no tenía visos de pasar pronto. Miré hacia atrás, y vi como incluso nuestras huellas quedaban ocultas.
Elena me cogió de la mano. No solía hacerlo muy a menudo, y tal vez por eso su imagen en aquel momento se me quedó grabada. Con su bikini blanco y un sombrero de paja que le habían regalado en un restaurante ambientado como un rancho del oeste, me pareció de pronto muy pequeña.
Caminé a su lado, sin soltarle la mano, siguiendo el ritmo que mis padres marcaban. Sus formas, la de mi padre sosteniendo la sombrilla a modo de lanza y la de mi madre cargando con la bolsa de la playa, se recortaban contra la arena.
Por el camino que nos sacaba de la playa, encontramos objetos que otros incautos como nosotros habían dejado. Desde gafas de sol hasta cremas solares gastadas, e incluso una chancleta dada la vuelta y con una suela desgastada.
Eran tesoros olvidados que contaban las historias de sus dueños.
Recuerdo mirar varias veces hacia el extremo opuesto de la playa, intentando distinguir la figura del barrendero. Este era un ser fantástico que mi hermana y yo habíamos inventado, y que solo aparecía en medio de tormentas como aquella.
Porque alguien, pensábamos entre risas, tenía que limpiar toda aquella arena.
Le imaginaba luchando incansable contra esta con la ayuda de su inseparable escoba, esforzándose por dejar bien limpia una esquina solo para que segundos después la tormenta volviera a ensuciarla y tuviese que volver a empezar.
Pero él no se rendiría. Limpiaría una vez y otra aquella esquina pese a saber que, como nosotros, no podía vencer a los elementos. Su cómica historia nos aliviaba la decepción de no haber podido aquel día de playa.
Salíamos de esta, y nos adentrábamos en las urbanizadas calles que había más allá. Unos escalones de piedra marcaban la frontera entre ambos mundos. A lo lejos, el viento traía hasta mis oídos lo que yo interpretaba como el sonido de la escoba de nuestro gracioso barrendero diciendo adiós.
A mi lado, mi hermana volvía a apretarme la mano y yo le devolvía el gesto sin dejar de caminar. Habíamos sobrevivido a la tormenta, y ahora no queríamos ser engullidos por la ajetreada vida de la ciudad.
XIII
Recuerdo los sonidos asociados a los últimos días de aquellas vacaciones.
El ruido de los cubiertos chocando contra los platos mientras comíamos en aquel restaurante con los paneles de cristal a través de los que se podía ver el exterior. Era como comer al aire libre pese a estar dentro.
La risa de mi hermana y la mía ante aquellos sonidos, y los gestos que nos hacía mi madre para que no llamásemos la atención.
El sonido del aire acondicionado del coche mientras subíamos una pendiente, y yo observaba a través de la ventanilla como el paisaje se transformaba según avanzábamos, y el mar iba quedando oculto por verdes campos.
Los flashes de las cámaras de los turistas mientras intentaban capturar las mejores imágenes del castillo en ruinas que mi padre quería visitar.
El eco arrastrando la voz de mi hermana a través de las estancias de este, desplazándose en busca de la luz y el exterior hasta desaparecer.
Las voces y los pasos de los otros turistas, que traían de vuelta la vida a aquel lugar después de varios siglos.
Mi risa mientras mi madre me hacía cosquillas cuando salíamos, atacando mis puntos débiles que tan bien conocía.
El sonido de las palas del ventilador junto a mi cama, con el que siempre me dormía. Y el castañetear de los dientes de un prisionero del castillo cuando volvía a visitar este en sueños, y me encontraba con él en las mazmorras.
Y el clac con él que su cabeza se desprendía del resto de su esqueleto y caía al suelo, sin dejar de castañetear.

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