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Siempre me sentí diferente al resto de mi familia.
Recuerdo los días de verano en los que Sergio venía a casa. Vivíamos en el chalet, y mis padres se habían hecho amigos de los suyos. Esto llevó a que entre nosotros también surgieran lazos de algún tipo pese a nuestras diferentes personalidades.
Él era, como decían mi madre y mi hermana, «más callejero´´.
Los días en los que hacía calor solía venir a casa con un bañador y meterse en la piscina con mi hermana y conmigo. A veces ellos dos entraban en competición sobre quién podía saltar al agua de forma más espectacular.
Uno de los recuerdos más vívidos que tengo de sus visitas es el de él a punto de zambullirse, con los brazos y las piernas extendidos, mientras se movía a cámara lenta en mi imaginación. Sobre él, la única nube presente en el cielo veraniego acompañaba su parsimonioso movimiento.
Otra imagen, esta no perteneciente a mi imaginación, pertenece a una fotografía que nos hizo mi madre mientras nadábamos en la piscina. Dos gotas de agua estaban a punto de desprenderse de sus orejas cuando fue tomada.
Mi hermana Elena comentó de broma al verla que parecía que llevaba puestos unos pendientes. Aquel fue un matiz divertido que ayudó a que la imagen permaneciera en mis recuerdos.
A veces jugábamos a imitar a animales mientras nos secábamos al sol. Aquel día tocaron las estrellas de mar, así que los tres extendimos brazos y piernas y nos quedamos quietos. La única regla era que el primero que se moviese perdía.
Recuerdo la mirada enternecida de mi madre al vernos. Teníamos trece años, y sabía que los últimos jirones de inocencia infantil pronto se desprenderían de nosotros.
Mientras miraba el cielo así tumbado era consciente del mundo que me rodeaba. De las chicharras cantando a causa del calor, del chisporroteo de la carne sobre la barbacoa que mi padre empezaba a preparar y de la hierba bajo la toalla.
Cuando al fin giré la cabeza, Sergio me miraba. Nuestros cuerpos ya se habían secado, y nuestras manos estaban separadas solo por centímetros.
Registré detalles de su rostro en los que no solía fijarme y que ahora aparecían ante mí de forma más nítida, como su pelo marrón aún aplastado sobre la frente pese a estar ya seco. O el lunar bajo su ojo derecho.
Fue entonces cuando mi madre nos dijo que nos fuésemos preparando para la cena. Las horas habían avanzado sin que lo notásemos, y el horizonte perfilaba un anaranjado atardecer.
Por la noche, vimos películas de terror. Los padres de Sergio vinieron a cenar, y la mampara de cristal del salón separaba nuestros dos mundos. Fragmentos de sus conversaciones en la mesa del jardín se filtraban a través de la barrera.
Mi hermana, Sergio y yo observábamos fascinados una escena de violencia. El salón estaba en penumbra, con las ventanas abiertas a causa de las altas temperaturas. Mi hermana presidía la sesión sentada en una butaca con las piernas cruzadas.
Solíamos pelearnos por esa butaca. Aquella vez ganó ella y a nosotros nos tocó compartir el sofá.
En la televisión, un hombre con una máscara blanca parecida a la de un fantasma observaba de forma desapasionada a un joven al que acababa de clavar a la pared con un cuchillo de cocina. Parecía contemplar su obra.
Desde el salón, en otra dimensión, tres jóvenes jugábamos a ser mayores viendo una de esas películas que mi madre decía no saber cómo podíamos ver.
Y también jugábamos a ser valientes vigilando a los otros para que no nos viesen mirar a la puerta esperando que por ella apareciese el hombre del cuchillo.
El fantasma.
– ¿Por qué se viste así? – preguntó Sergio, sin duda el más afectado por la película, cuando en otra escena el asesino se puso encima una sábana y, simulando ir vestido de fantasma, subió a la habitación de su siguiente víctima.
-Es Halloween- contestó mi hermana sin dejar de mirar a la pantalla, hipnotizada por sus imágenes- Él también quiere jugar.
Al final me sentí culpable de que Sergio tuviera que fingir que no le daban miedo esas películas para estar con nosotros, y me salí con él a la parte delantera del jardín. Mi hermana se quedó sola en su butaca presidencial.
-Cagados- comentó mientras salíamos, aunque sabía que aprovecharía que nadie la veía para apoyar las piernas en uno de los brazos de la butaca. Una de esas posturas que mi madre le tenía prohibidísimas.
Pero aquella noche los tres quisimos saber qué pasaba cuando los adultos no miraban.
Sergio se calmó rápidamente una vez nos quedamos solos. Sabía que esa noche tendría pesadillas con las imágenes que habíamos visto, pero también que no lo reconocería. Le ofrecí compartir una coca cola, y aceptó enseguida.
Para hacerme con ella, crucé la casa, vacía a excepción de mi hermana en el salón. Los adultos seguían hablando en el jardín, y la vivienda actuaba como una barrera entre su mundo y el nuestro. Cuando salí, Sergio me esperaba sentado en la cuesta que llevaba al garaje.
Abrí el bote, y nos turnamos para beber. Era una noche sin nubes, y las luces del jardín estaban encendidas. Por una de las ventanas de la parte delantera, la que daba al salón, escapaba la luz azulada que envolvía a este durante la proyección.
Nos quedamos un rato en silencio, oliendo la humedad del césped recién regado.
– ¿Te gustaría que nos diésemos un pico? – preguntó Sergio, de forma repentina, pero a la vez tan natural que me dejó descolocado.
-No me gustan los chicos.
-A mí tampoco.
– ¿Entonces?
-No sé- respondió, y se encogió de hombros para acompañar sus palabras con una sensación de veracidad- Un chico de mi clase se lo dio con un amigo, y dice que le gustó. Quería probarlo.
Aún hoy sigo sin estar seguro de si aquella historia era cierta, o solo fue una excusa. Todo en lo que podía pensar en aquel momento era en la lata medio vacía, y en nuestros pies con chancletas colgando sobre la rampa del garaje.
-Entonces, ¿quieres hacerlo? – insistió- Parece que te lo estás pensando.
Era cierto. Observé sus labios, que de pronto no me parecieron distintos a los de una chica. Eran finos, delicados. Atractivos a su manera si no levantaba la vista y recordaba que pertenecían a mi amigo Sergio.
-No se lo diré a nadie- dijo, inclinándose hacia mí- Cierra los ojos y piensa que soy Angelina Jolie.
Le hice caso, y nuestros labios se encontraron. Mantuvieron el contacto unos segundos, y después se separaron. Al abrir los ojos, seguíamos siendo dos amigos pasando el rato una noche de verano.
Un pensamiento cruzó mi mente sin que entendiera bien por qué. Recordé uno de esos hormigueros que a veces mi padre descubría al segar el césped. Ocultos bajo la vegetación, bullían de actividad y una vez descubiertos resultaban hipnóticos a la vista.
Mi cuerpo se sentía en esos momentos como esos hormigueros.
Me incliné, y le di otro rápido beso a Sergio. Esta vez fue algo más largo, y algo menos inocente. Cuando me separé, ya no éramos dos amigos. Su mirada se debatía entre la sorpresa, y la afrenta ante aquel segundo movimiento no pactado.
Estuvimos juntos el resto de esa noche, hasta que él se fue con sus padres. Pero una barrera se había levantado entre nosotros. No era perceptible para los adultos ni para nadie que no nos conociese demasiado.
Se sentía como estar en una habitación donde algo a lo que en mi imaginación puse la apariencia del fantasma de la película, estaba presente con nosotros. Los dos decidíamos no mirarlo ni hablar de ello, pero existía.
Hoy, que ya soy un adulto, he sabido que se casó y va a ser padre. Y ahora creo comprender que en esa noche de juegos donde todos queríamos ser más mayores yo crucé la barrera hacia un lugar donde él ya no podía acompañarme.
Elena durmió esa noche conmigo. Me sorprendió, ya que a esas alturas teníamos habitaciones separadas. Pero, tal vez, ella sí pudo interpretar que algo había cambiado. Nunca me presionó para que le contase nada, solo quiso hacerme saber que ella estaba allí.
Me dormí sintiendo el aire aún cálido que entraba por la ventana. Mi cama, que aquella noche fue también de Elena, tenía el cabecero vuelto hacia esta. Como siempre hacíamos durante los meses de más calor.
El cielo fluorescente pintado en las paredes brillaba sobre nosotros. Mi hermana dormía plácidamente, y yo sentía que pronto la acompañaría. Nos habíamos destapado, pero el suave roce del colchón sobre la piel producía un efecto sedante.
Miré el rincón oscuro de mi habitación, donde siempre están las cosas que nos quitan el sueño durante el día esperando para atraparnos. Para Sergio, tal vez esa noche fuera un fantasma de máscara blanca con un cuchillo.
Para mí, era un hormiguero que continuaba con su actividad frenética bajo la hierba que hasta ese momento lo había cubierto. Me di la vuelta, apartando de allí la mirada, y logré dormirme.
Siempre me sentí diferente al resto de mi familia. Pero antes no entendía por qué.

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