
IX
Recuerdo ver el mundo a través de dos pequeñas rendijas.
Mi hermana y yo sentíamos que, cada vez que empezaban las procesiones en el pueblo, eran los adultos los que empezaban a jugar a un juego secreto cuyas reglas no conocíamos.
A veces empezaba tras la soñolencia propia de las tardes. Mientras la televisión retransmitía alguna antigua película sobre romanos, mis padres dormían la siesta y la casa se convertía en un lugar muy distinto.
Un mundo secreto por el que la luz del atardecer entraba por las persianas a medio bajar, inundando las estancias de un brillo anaranjado.
Podías caminar mientras escuchabas el sonido de tus pasos, acompañados ocasionalmente por el repiqueteo de alguna tormenta sobre el tejado.
Otras veces, cuando el tiempo acompañaba, salíamos a pasear. La tierra absorbía las lluvias, creando un olor a humedad que se infiltraba por nuestras narices y nos ponía de buen humor a Elena y a mí.
Al fondo de un paisaje pintado con el cielo del atardecer, un pequeño montículo nos esperaba junto a una ermita. Corríamos hacia él, compitiendo por ver quién llegaba primero.
Pero siempre, a partir de cierta hora de la tarde, el juego daba comienzo.
En la casa, nuestros trajes nos esperaban. Violeta el mío, negro y blanco el de mi hermana. Ambos rematados por un capirote puntiagudo, en cuya tela se habían recortado dos pequeñas rendijas.
Era divertido ver el mundo a través de ellas.
Una vez vestidos, caminábamos junto a nuestros padres hacia la iglesia. Por el camino, distintas personas se nos iban uniendo. Algunos sin traje, otros con él. Elena y yo nos mirábamos, y nuestros ojos sonreían.
Formábamos parte de un grupo donde personas de distintas edades se habían disfrazado como nosotros.
Cargábamos con pequeños bastones en cuya punta había una cruz. Los de nuestra edad también los llevaban, mientras que los adultos portaban otros más largos que tenían un farol en el extremo.
En la iglesia, la excitación se respiraba en el ambiente. A través de mis rendijas observé las dos figuras que se preparaban para ser transportadas, el nazareno con la cruz y la virgen de aspecto piadoso.
Recuerdo el temor que me inspiraban aquellos lugares, llenos de figuras que recordaban a la muerte pero que también estaban cargadas de una triste esperanza en la resurrección.
Mi hermana y yo nos separábamos para seguir a distintas cofradías. La mía, la del nazareno, salía la primera. Colocado entre otros nazarenos de mi edad, observaba abrirse las enormes puertas hacia el camino que nos esperaba.
Ninguno sabíamos quien era el de al lado. Pero todos formábamos parte de aquel juego de los adultos, uno donde nosotros éramos los protagonistas.
Para mí era como ver intercambiarse las tornas por unas horas. Los adultos nos observaban llenos de júbilo, asombrados como niños ante el espectáculo de ver aquellas figuras paseando por el pueblo.
Nosotros, en cambio, debíamos ser los adultos que cumplieran con el cometido de devolverlas al punto de partida. Como un juego del tesoro donde el pueblo se convertía en un enorme mapa.
No era fácil, pues las reglas eran muy estrictas. Se caminaba en silencio, sin hablar y con pausas frecuentes para que los costaleros descansaran. En la multitud, distinguías ocasionalmente algún rostro conocido.
Según caía la noche, las casas vacías observaban con sus ventanas convertidas en ojos oscuros. Avanzábamos, en procesión fantasmagórica, con un silencio envolvente y preñado de respiraciones.
A veces, un adulto cantaba desde un balcón. Su fervor y las lágrimas de los que lo acompañaban reforzaban la extraña sensación de que, poco a poco, nos acercábamos a la meta.
Y, por mucho que volviéramos a jugar al año siguiente, la magia del ritual se perdería inevitablemente. Como la humedad tras las tormentas, se elevaría a causa del calor y dejaría esta tierra.
El primer año, mi hermana y yo fuimos los únicos de los que empezamos nuevos en llegar hasta el final. El resto se habían ido apartando, cansados por las pausas y lo largo del recorrido.
Pero nosotros aguantamos. Mi padre me invitó a quitarme el capirote cuando todo hubo terminado, y dejé de ver el mundo a través de dos rendijas.
Eché un último vistazo a las dos figuras, y salí con mi familia de la iglesia. Mi madre cogía a Elena de la mano, y me lanzaba una mirada cargada de orgullo que me hizo sentir extraño.
Había cumplido con mi trabajo, y llevado el juego hasta el final. Sin embargo, me invadía una cierta tristeza. La de que aquel ciclo se repetiría, y un día yo tendría que ser el adulto que sostuviera a mis padres.
Mientras avanzábamos en dirección a casa, la magia iba desapareciendo. Los que habían caminado con nosotros ya iban con el rostro descubierto y, a medida que el grupo se disolvía, la vida regresaba al interior de las casas en forma de luz.
Pronto, mi traje y el de mi hermana volvieron al armario hasta el año siguiente. Tras la cena, fuimos a la cama. Como hice otras veces, fui el que más tardó en quedarse dormido.
Había algo relajante en escuchar a la casa irse a dormir. Poco a poco, las luces y el sonido distante del televisor en el piso de abajo se iban apagando, seguidos de los pasos que se dirigían a las distintas habitaciones.
En ocasiones, una luz se encendía y reflejaba alguna silueta en la pared del pasillo que llevaba a nuestro cuarto. Unos susurros ininteligibles y el sonido de sus dueños desvistiéndose precedían a la oscuridad.
Nuestra habitación tenía una ventana por la que se veía la luna. Me dormí observándola y pensando en el camino que llevaba fuera del pueblo, y que estaba muy cerca de la casa.
Un cartel junto a este se despedía de los viajeros, y las luces de las farolas terminaban. Más allá, la oscuridad.
Pensé en la cofradía, y en como esta continuaba su extraño viaje en silencio por el puro placer de seguir con el juego. Esta vez, nadie los acompañaba. Ni siquiera había cuerpos en el interior de los trajes.
Sus ojos, ahora dos rendijas vacías, ya no necesitaban las luz de los faroles para guiarse. Caminaban disciplinadamente por el camino que tantas veces habían transitado. Y se despedían.
Decían adiós a la campana de la iglesia, que anunciaba diligentemente las ahoras. Y también al sonido del agua en la fuente de la plaza. A la envejecida fachada del ayuntamiento, que el alcalde no terminaba de reformar.
Y, entre bares cerrados con terrazas a esas horas vacías y empinadas calles mal asfaltadas que a veces subían y otras bajaban, se despedían hasta el año siguiente. Hasta que el juego volviese a empezar.
Avanzaban sin miedo, sabiendo que los límites del pueblo se acercaban y que un día este volvería a prepararse para recibirlos. Ya no había paradas ni cánticos, solo el sonido de sus ropas al rozarse.
Pasaron junto al cartel que despedía a los que se marchaban, y se internaban en la oscuridad.
Y allí, desaparecían.
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