
VIII
Cuando visito la estación de tren y escucho el sonido de mis pasos en el ahora solitario último piso, recuerdo la zona de juegos infantiles que una vez se alzó allí.
Puede que no fuese algo excepcional para muchos. Tan solo un lugar donde dejar a los niños mientras los adultos se relajaban en la zona de la cafetería. Pero parte de mi infancia está asociada a él.
Una de las cosas que más recuerdo es el olor a pies, pues era obligatorio quitarse los zapatos para subir al castillo inflable y al resto de las atracciones. Al hacerlo, dejabas atrás el mundo de los adultos y el tiempo transcurría de forma diferente.
A un lado de la invisible frontera, el mundo de las esperas. Aquel en el que los trenes iban y venían, los relojes avanzaban implacables y las ruedas de algunas maletas resonaban en el suelo mientras se esforzaban por seguir los pasos de sus apresurados dueños.
Al otro, el lugar donde no existía la gravedad.
Recuerdo saltar sobre el castillo inflable mientras mi madre me saludaba al fondo, al otro lado de la frontera, donde un ventanal mostraba el cielo del atardecer. La cara se me terminaba poniendo roja del esfuerzo y a veces caía al suelo o chocaba contra otros niños, pero no me importaba.
Recuerdo las risas, el sudor al trepar por la cuerda para llegar a lo alto del tobogán inflable y el placer de dejarte deslizar por este sin más propósito que el de ver el mundo dando vueltas. Me sentía el único habitante en un mundo sin gravedad, pero no me importaba.
Estaba solo en una burbuja de felicidad.
Más allá del castillo, estaba la zona del laberinto. Esta se componía de pasillos largos y estrechos distribuidos en varios niveles. Todos juntos formaban una estructura en cuyo centro estaba la piscina de bolas.
Elena y yo los recorrimos atravesando los distintos obstáculos que aparecían por el camino, como enormes rodillos que solo se podían atravesar deslizándote por en medio. Ella siempre decía sentir cosquillas al hacerlo.
Otras veces también nos veíamos atrapados en la guerra entre distintos clanes por hacerse con el control de los niveles. Estos lanzaban bolas de la piscina indiscriminadamente contra todo el que subía y no era uno de ellos, vigilando las escaleras como disciplinados soldados.
Pero la mayor de las batallas se vivía en la piscina. Un tobogán rojo se extendía desde el piso superior y, a modo de trompa que bebe de un río, descendía hasta quedar enterrada entre las bolas. Deslizarse por ella era la única forma de llegar.
Recuerdo contemplar desde arriba los cientos de cuerpos que luchaban por navegar en medio de aquella piscina multicolor, intentando alcanzar las salidas. Muy a menudo pisoteándose entre ellos, pocas veces en armonía, muchas peleando.
Ninguno viendo lo que había más allá. Y eso lo hacía bello. Un mundo dentro de un mundo.
Algunos de los mayores nos contaron historias, como la del chico que se quedó dormido en la piscina de bolas y nunca se le volvió a ver. Algunos creían firmemente que seguía allí, enterrado bajo estas.
Y que, si te deslizabas por el tobogán a suficiente velocidad y navegabas bajo ellas, podías ver uno de sus ojos de color avellana mirándote fijamente desde el fondo.
Al final, nuestros padres siempre nos llamaban para que volviéramos. Mientras nos poníamos los zapatos, comentaban acerca de la ducha que tendríamos que darnos en casa para quitarnos el sudor acumulado.
Felices pero exhaustos, cruzábamos con ellos las puertas automáticas que nos llevaban de vuelta al mundo donde el tiempo no se detenía y donde todos tenían prisa. Atrás quedaban las risas y la iluminación amarillenta tan característica del lugar.
La brisa nos sacudía, sintiéndonos un poco mayores de pronto. En nuestro interior, el tiempo parecía querer recuperar el ritmo que había perdido al detenerse por unos instantes. Uno de mis últimos recuerdos del lugar es un cartel en la entrada que advertía sobre el límite de edad, los doce años.
Hace mucho que lo sobrepasé, y el mundo del exterior, en el que ahora vivo, sigue siendo igual de apresurado. Nuestra burbuja, como la llamábamos entonces, hace tiempo que no existe. En su lugar se alza un local vacío a la espera de ser alquilado.
Pero, si me concentro, aún puedo vaciar la mente y escuchar el sonido de mi propia risa mientras salto en el interior.
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