VII
Recuerdo a mi primer amor.
Tenía siete años, y no sabía gran cosa del amor. Pero aquel verano conocí a la primera chica que me hizo sentir todas esas cosas que se escriben en las novelas, como la carne de gallina y el corazón latiendo a mayor velocidad.
Se llamaba Ana, y al apuntar su nombre en mi cuaderno de clase escribí sin saberlo mi primer palíndromo.
Era estudiante universitaria, y nos cuidó a mi hermana y a mí aquel verano para conseguir algún dinero. Aún vivíamos en la casa de las afueras de Madrid, pero ella no se parecía en nada a las chicas que había visto hasta entonces.
Tal vez eran esos libros tan gordos que leía tumbada en la toalla bajo una sombrilla, mientras mi hermana y yo nos bañábamos en la piscina del barrio. Tal vez era el sombrero blanco que utilizaba para protegerse del sol, y cuya sombra era proyectada en el suelo por este como la de un ovni.
Tal vez era la forma tan peculiar de mojarse los labios, y que siempre los hacía parecer más brillantes.
Pero siempre que estaba cerca de ella tenía la misma sensación que cuando íbamos al parque de atracciones y mirábamos la altura necesaria para subir a una atracción. Tenía la necesidad de ponerme de puntillas para verme más alto.
Fue ella quien nos abrió la puerta a un mundo hasta entonces desconocido para nosotros.
Recuerdo la cola del cine mientras esperábamos aquella mañana, y el olor a palomitas proveniente del interior. Ana tuvo que comprarnos una bolsa de estas y un refresco igual de grandes a mi hermana Elena y a mí para evitar una nueva riña.
En esos días, mi hermana me molestaba más de lo normal. Tal vez me notaba distraído en presencia de ella, aunque no pudiese ponerle un nombre a esa distracción al igual que yo mismo no podía. Pero no escapó a su radar, ese que sigo creyendo que solo poseen las mujeres.
Era la primera vez que Elena y yo asistíamos a una sesión de cine. La película, que llevaba unas semanas en cartel, se llamaba «El quinto elemento´´.
Recuerdo la sensación una vez las luces se apagaron. Era como si una extraña fuerza me levantase de mi asiento y me atrajese hacia el recuadro de la pantalla, que parecía querer succionarme hacia ese otro mundo.
Muchas son las sensaciones que aún hoy permanecen en mí después de aquella primera sesión: el ruido de la gente comiendo palomitas, mi hermana agarrándome la mano en los momentos más espectaculares o el sonido envolvente que provenía de los altavoces.
A Ana observando emocionada en la oscuridad cuando Bruce Willis declaraba su amor a la alienígena al final de la película. Y a mí mirándola mientras soñaba despierto con que ella era mi «quinto elemento´´.
Recuerdo que me sentía algo triste al abandonar ese mundo, y volver al mío. De pronto, las calles y su asfalto recalentado a causa del calor ya no me parecían ese lugar fascinante que, en verano, nos ofrecían tantas posibilidades a nosotros los niños.
De pronto, la música no sonaba tan hermosa si no era cantada por una alienígena sobre un escenario y el cielo azul era mucho más anodino si no podía surcarlo en un taxi volador.
Mi siguiente encuentro con el cine fue a través de las cintas VHS sin nombre que mi padre usaba a veces para grabar películas de la televisión que no podía ver. Después, las guardaba en una estantería a la que solo lograba acceder subiéndome a una silla.
Recuerdo una en particular. Aún sigo pensando en ella como «mi mapa de la geografía femenina´´ gracias a sus escenas de desnudos que, en posteriores visionados, solo aumentaron en mí la excitación por estar contemplando algo prohibido.
Descubrí que el cine en casa poseía una ventaja respecto a las salas: el mando me daba la posibilidad de controlar el tiempo. Con él, podía hacer que aquellos cuerpos sin ropa se movieran por la pantalla a gran velocidad.
O, por el contrario, congelarlos durante el tiempo que quisiera.
Durante el tiempo que fui poseedor de aquella cinta prohibida, aumentó mi popularidad en clase. Mi madre se sorprendió cuando algunos de mis compañeros comenzaron a venir a casa para pasar las tardes conmigo.
Recuerdo las caras de asombro de dos de ellos cuando congelé el tiempo en la pantalla durante una de mis escenas favoritas, en la que una mujer aparecía al fondo desnuda de cintura para abajo. Eran solo unos segundos, pero gracias al mando podían estirarse.
– ¿Eso es el chichi? – preguntó uno en tono de fascinación y con los ojos abiertos como platos.
-Qué falso, está al revés- replicó el otro, intentando parecer experto en la materia.
Mi súbita popularidad entre mis compañeros duró hasta que mi padre grabó otra cosa en la cinta por encima de aquella película. Al menos, nunca llegó a saber que yo había descubierto los secretos que guardaba en su estantería.
Poco a poco, el verano se fue acercando a su final y con él mis posibilidades de hacerle a Ana una declaración de amor tan buena como la de Bruce Willis a la alienígena al final de la película. El verano siguiente quería ir al extranjero, y no estaría con nosotros.
Nuestros padres ya nos habían dicho que buscarían a otra persona para cuando ellos trabajaran, así que aquel último viaje que hicimos juntos a la piscina era la oportunidad que debía aprovechar.
La recuerdo hablando por el móvil durante gran parte del camino, manteniendo una de aquellas conversaciones de adultos de la que, sin embargo, logré distinguir una palabra: «egocéntrico´´. Daba la casualidad de que yo sabía por algo que me explicó mi madre lo que significaba.
Pregunté a Elena si ella lo sabía y, cuando me dijo que no, supe que estaba ante una buena posibilidad de anotarme un tanto.
Más tarde, mientras estaba poniéndome el bañador en uno de los vestuarios a la vez que Ana y mi hermana se cambiaban en el de al lado, recordé las imágenes de la película y pensé en si el cuerpo de mi amada poseía los mismos lugares que había descubierto en mis clases privadas de geografía.
Apareció al cabo de unos minutos con un bikini blanco que me cortó más la respiración que las aguadillas que me hacía mi hermana.
Salí del agua, y me armé de valor para caminar hacia ella. Dejé atrás los chapoteos y el olor a cloro tan característicos de la zona de la piscina, y crucé esta para llegar al césped donde ella estaba tumbada. Mis pequeños pies dejaban huellas mojadas que el sol pronto hacía desaparecer.
Y me senté a su lado en la toalla, que de pronto parecía un pequeño espacio en el mundo que solo nos contenía a los dos.
-Sé lo que es egocéntrico- solté mientras ella me secaba con una toalla. Una sensación extraña me invadió cuando lo hacía. Era como si mi piel fuera un césped bajo el que caminaban cientos de hormigas- Es que solo piensas en ti mismo.
-Sabes mucho tú, ¿no? – me dijo, y por un momento me dedicó una de aquellas sonrisas que solía exhibir pero que, en esa ocasión, fue solo para mí. Me tumbé sobre la toalla y miré al cielo pensando que, de pronto, los taxis voladores no eran tan interesantes.
El teléfono comenzó a sonar en su bolso poco después de que ella se metiese en la piscina. Me incorporé y la vi jugando en el agua con mi hermana, a distancia suficiente como para que no me diese tiempo a llamarla antes de que la llamada se cortara.
Aún hoy no sé bien por qué lo hice, pues sabía que no era educado coger llamadas que eran para otros. Sin embargo, pulsé el botón y me acerqué el aparato a la oreja.
-Estás muy equivocada conmigo, niña- dijo de pronto una voz masculina desconocida, que parecía pertenecer a alguien de la edad de Ana- ¿Tú sabes por qué a mí las chicas me llaman «el loco´´?
A pesar de un impulso inicial, no interrumpí su discurso. Una parte de mí deseaba saber hasta qué punto las sospechas que empezaba a sentir se veían confirmadas, destruyendo mis esperanzas.
-Prepárate- continuó él, ajeno a mi drama personal- Porque esta noche nos vamos tú y yo a bailar, y te voy a enseñar todo lo que todavía no sabes de mí.
-Ana no está- solté de pronto mientras la miraba nadar con mi hermana en la piscina, a una distancia que me pareció entonces mucho mayor- Espera, la llamo.
-Eh, vale, gracias.
La incomodidad que se apoderó de la voz, de pronto balbuceante tras haber respondido un niño, fue el único desquite personal que se me concedió aquel día. Después, tuve que hacer la penosa tarea de avisar a mi amada y entregarla a mi invisible rival.
El último recuerdo que tengo de Ana es el de su sombrero siendo llevado por una brisa veraniega a la salida aquel día de la piscina. Esa fue la última mañana que los tres pasamos juntos.
El sombrero blanco, que al volar recordaba más que nunca a un ovni, estuvo a punto de caer al agua, pero logré atraparlo a tiempo y se lo entregué a su dueña.
-Gracias- dijo, y me besó en la cabeza- Menudos reflejos.
Fue una dulce pero breve sensación que no alivio la sensación general de derrota, pero al menos en ese momento no tuve que ponerme de puntillas para sentirme más alto.
-Menudos reflejos- comentó luego Elena en tono de broma, mientras lanzaba besos burlones al aire. En parte porque aquello me molestó y en parte para olvidar la decepción, eché a correr detrás de ella en dirección a casa mientras Ana caminaba detrás nuestra.
La brisa seguía soplando, y por primera vez en aquel verano tuve la sensación de que se acercaba el otoño.

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