II
Mientras intentaba hacer los deberes, Amanda escuchaba el sonido de la lavadora proveniente del piso de abajo del chalet. La monotonía de este, que envolvía a la casa en una atmósfera cotidiana, contrastaba con la incapacidad de la joven para concentrarse.
La página de su cuaderno estaba llena de tachones y manchas de típex. Cuando intentaba hacer una redacción, su incapacidad para crear un texto cohesionado y coherente la sumía en la frustración. Finalmente, arrugó la hoja y la tiró a la papelera.
Abrió la ventana, pero la temperatura del exterior, elevada para ser otoño, no la ayudó. Los sonidos, que incluían el sonido de una pelota botada por unos niños y los gritos de estos, además de la animada charla de unos vecinos, invitaban a salir fuera y unírseles.
Se dio por vencida y decidió darse una ducha.
Mientras permanecía de pie en el plato de esta, notaba cómo a medida que la mampara se empañaba con el vapor su mente iba despejando. El desorden anterior fue dando paso a una visión nueva, más lúcida.
Pensó en los dolores. Pese a que no habían persistido de manera regular, ocasionalmente regresaban en forma de algo parecido a un pinchazo en la zona baja del abdomen. Parecían querer recordarle su existencia cuando estaba a punto de olvidarlos.
Intentó recordar en qué momento habían empezado. Sin embargo, el agua caliente volvía a masajear su cuerpo mientras el jabón se iba por el desagüe, convirtiendo a este en una especie de torbellino hipnótico que alejó los otros pensamientos.
Al terminar, limpió con la mano el vaho del espejo y una adolescente desnuda le devolvió la mirada.
Su pelo rojo, aún mojado, se le pegaba a la piel pálida y llena de pecas. Lo colocó a un lado, dejándolo descansar sobre uno de sus hombros. Observó su cuerpo, que nunca le había convencido demasiado.
Tenía las piernas algo esmirriadas, al contrario que las de sus amigas que lucían mucho mejor con una falda corta. Tampoco sus pechos le gustaban. Se veían poco desarrollados para su edad, y su cintura tampoco era demasiado pronunciada.
Observó su bajo vientre, el espacio que separaba su ombligo de un vello púbico tan rojo como su cabello. No solía afeitarse demasiado este, ni siquiera en verano. A su manera, le parecía sexy, y el único chico con el que había estado compartía esa opinión.
Fue entonces cuando recordó que los dolores habían comenzado en fechas próximas a la primera relación sexual.
Palpó aquella zona con los dedos. Los dolores siempre venían de ahí, así que poco a poco fue recorriendo el terreno que antes había contemplado en el espejo. Movió sus dedos como dos piernas que caminaban sobre la piel.
Llegó tan súbitamente como después se marchó. Una punzada de dolor, de la misma naturaleza que las anteriores, pero mucho más intensa. Lo suficiente como para que cerrase los ojos, y agarrara por un momento el grifo del lavabo en busca de algo a lo que aferrarse.
Observó sus dedos, a los que por un momento había dejado de llegar sangre a causa de la presión. Miró después la zona desde la que había llegado el dolor.
¿Qué había sido aquello, y de dónde venía?
Un rato después, su hermana Aurora entró en su cuarto. Llevaba aún el uniforme de la escuela, que se componía de una camisa blanca y una falda a cuadros. Mordía una manzana, y se sentó en la cama de Amanda para verla trabajar.
– ¿Quieres? – le preguntó, ofreciendo la manzana. La hermana mayor negó con la cabeza, y centró la atención en el ordenador.
Aunque había estado haciendo con este los deberes, la pestaña que tenía abierta en ese momento era de internet. En ella, hablaban sobre distintos tipos de dolores abdominales, pero nada allí descrito se parecía a lo que ella había sentido.
Oyó a su hermana acercarse, y cerró la pestaña. Fue un acto reflejo que no habría sabido explicar. En realidad, no había nada de lo que tuviera que esconderse. Pero, al mismo tiempo, sentía que aquello adquiría unas dimensiones íntimas dada su posible relación con la pérdida de su virginidad.
Las dos palabras aparecieron, por un momento, nítidas y brillantes como un cartel de neón en su cabeza: «enfermedad venérea´´.
– ¿Viendo porno, guarri? – comentó Aurora entre risas. Amanda no respondió. Su cabeza trabajaba a varias revoluciones, intentando recordar si alguna de las enfermedades que les habían mencionado en la charla sobre sexo del colegio tenía síntomas relacionados con pinchazos en el abdomen.
-Oye, en serio, ¿te pasa algo? – insistió la hermana mientras se apoyaba en el escritorio- Se te ve muy rallada últimamente.
-Es por las clases. Nos están metiendo mucha caña, y tengo que estudiar.
-Ah, pero ¿tú estudias? ¿Desde cuándo?
Amanda no respondió al intento de su hermana por provocarla. Solo escuchó el sonido de esta mordiendo la manzana, que le llegó con algo más de intensidad de lo que era habitual. Inmediatamente después, otro detalle captó su atención.
Al apoyarse, la falda de Aurora se había abierto ligeramente. Como ese día hacía más calor, se había quitado las medias del uniforme para estar en casa. Esto dejaba al descubierto la piel de su pierna, de una blancura aterciopelada.
Recorrió esta con la mirada hasta llegar al punto donde la falda se cerraba. Y, por un momento, se preguntó si su hermana tampoco se depilaba el vello.
El siguiente mordisco a la manzana devolvió a Amanda a la realidad. Aunque no lo exteriorizó, sintió asco de sí misma. ¿Por qué había pensado aquello? Parecía algo tan sucio, fuera de lugar e impropio de ella.
Y, sin embargo, unos segundos antes los pensamientos habían fluido con naturalidad desde el interior, como si fueran suyos.
-Bueno, si te pasa algo que sepas que puedes hablarlo conmigo- comentó Aurora mientras salía del cuarto- O con mamá. Está un poco preocupada.
Y se marchó, dejando a su hermana sola en el cuarto. Esto, por alguna razón, la hizo sentirse aliviada.
Aquella noche, se bañó en la piscina aprovechando la cálida temperatura. Pensó que el bañador empezaba a quedarle estrecho y que para el verano siguiente tendría que comprar uno nuevo. Sin embargo, no era un problema gracias a la hiedra que recubría las vallas.
Recordó al vecino de al lado, que tenía más o menos su edad. Cuando Amanda alcanzó la pubertad, solía mirarla cuando se bañaba. A veces, le acompañaba algún amigo del colegio que parecía ir a su casa solo para verla embutida en aquel bañador.
Esa fue la razón de que su padre dejase crecer la hiedra hasta el punto de que ahora era imposible ver nada desde el otro lado.
La joven hizo varios largos, aprovechando para sumergir la cabeza y, por unos segundos, disfrutar de la tranquilidad que poseía el mundo bajo la superficie. Después, regresó al exterior, sintiendo como sus colores y sonidos la rodeaban hasta hacerla partícipe suya de nuevo.
Su padre salió de casa para decirle que ya estaba la cena, así que abandonó la piscina y fue hasta la ducha junto a esta para quitarse el cloro. Al cerrar el grifo de esta, fue invadida por una nueva sensación extraña.
De pronto, al igual que le había ocurrido con el mordisco que su hermana dio a la manzana, empezó a percibir todo con una mayor intensidad.
Sensaciones como el roce de sus pies desnudos en el suelo hasta llegar a las zapatillas, o la brisa nocturna acariciando su cuerpo, o incluso la del mojado bikini pegándose a su piel eran de pronto mucho más intensas.
Y, de alguna desconcertante manera, sensuales.
En ese momento, de pie junto a la ducha, se sintió rodeada por un mundo que transpiraba y sentía. Un mundo del que ella formaba parte. Recordó cómo se había sentido al percibir las miradas de su vecino y los amigos de este unos años antes.
Por primera vez, pensó en sí misma como un ser sexual. Un ser que poseía su propia sexualidad y despertaba la de otros, como si fuese un súper poder secreto. Ahora, volvía a verse de aquella forma. Pero había algo distinto.
También el mundo que la rodeaba, a su extraña y bella manera, también poseía sexualidad. Estaba en detalles tan pequeños como el mordisco a una manzana, o el roce de los dedos en el grifo de la ducha. Y ella tenía su lugar en ese mundo.
Era un ser sexual en un mundo sexual.
Aquellos pensamientos se desvanecieron tan pronto regresó al mundo cotidiano, donde la esperaba una mesa con la cena ya puesta y su familia sentada alrededor. La televisión traía noticias de un mundo que segundos antes resultaba lejano, y ahora reclamaba su presencia.
La magia y el misterio percibidos en el exterior fueron desvaneciéndose a cada paso en dirección a la casa. Cuando apagó las luces de la piscina y entró en la cocina, ya se habían ido.
Amanda comprobó ese fin de semana que su hermana no había mentido cuando dijo que Paloma, la madre, estaba preocupada. El sábado por la tarde sorprendió al resto con la decisión de ir los cuatro al cine, algo que desde hacía años no hacían.
Montaron en el coche, y se dirigieron a la ciudad más cercana, de la que les separaba media hora de trayecto. Durante este, la madre no encendió la radio como solía hacer. En su lugar, quiso que hablaran y se contaran qué tal les iba.
Aquella fue la segunda señal que demostraba su preocupación.
Amanda participó en las conversaciones sin demasiado entusiasmo, lo suficiente para no despertar sospechas. No le interesaba que la atención recayera sobre ella. Cuando su hermana, mucho más habladora, monopolizó la charla, se dedicó a mirar por la ventana.
Mientras observaba como los chales de la urbanización daban paso al pueblo junto a esta, y luego a la oscuridad que precedía al siguiente pueblo que encontrarían en su viaje a la ciudad, pensó en cómo el dolor no había vuelto a hacer acto de presencia.
De alguna manera, se dijo, habían encontrado una forma de coexistir. Ella no hablaría de su existencia y no presionaría más con sus dedos en el bajo vientre, y él no volvería a hacerla sufrir con sus pinchazos.
Existían en un equilibrio, ella y el dolor. Y, mientras este no se rompiera, no pensaba hacer nada que le recordase su presencia o que pudiera traerla de vuelta.
Amanda abrazó a su madre mientras Aurora y el padre hacían cola para comprar palomitas. Fue un gesto rápido y torpe, pero deseaba corresponder de alguna manera a los pasos que ella había dado para mostrar preocupación.
Paloma respondió dándole a su hija un rápido beso en la mejilla. Debido a la edad en la que ya habían entrado ambas hermanas, aquellos gestos eran cada vez menos frecuentes y sirvieron para apaciguar las aguas momentáneamente.
La madre no presionó a su hija durante el resto de la noche ni directa ni indirectamente, dando a entender que había recibido su mensaje tranquilizador.
Fue en la oscuridad de la sala, durante la publicidad que precedía a la película, que Amanda sintió náuseas. Se excusó diciendo que algo le había sentado mal y, como hizo el día en que oyeron la noticia de los cinco crímenes por televisión, se dirigió al baño más cercano.
Una vez en este, observó el blanco inmaculado de las paredes y la cerámica. El color transmitía una sensación de armonía que contrastaba con su deseo de expulsar lo que fuera que llevaba dentro. Por suerte para ella, uno de los retretes estaba libre.
Vomitó, pero no fue una sensación liberadora como la de aquel día. Era más bien como si alguien hubiese enganchado un cable en alguna parte de su estómago, y ahora estuviesen tirando hacia fuera.
Una vez terminó, se quedó un momento allí de pie, escuchando las bandas sonoras de películas que tenían puestas como música ambiental. Recordó el viaje que momentos antes había hecho desde la oscuridad hasta la blancura del baño, pasando por el olor a palomitas del vestíbulo.
Y, cuando fue a tirar de la cadena, lo vio. Tuvo que reprimir las náuseas ya que estaba entre los restos de su vómito, pero se movía y acabó por hacerse visible. La chica recordaba no haberlo visto al levantar la tapa, así que solo había una explicación.
El gusano negro que se retorcía ante ella había salido de su estómago.

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