Cortos de Tinta: Bajo la Piel (Primera Parte)

Prólogo 

La tetera eléctrica comenzó a silbar, indicando el inicio del ciclo que se repetía cada mañana entre los miembros de la familia. La madre, Rosa, la apartó del fuego y empezó a servirles café. 

Un poco para el padre, Luis, que leía las noticias en su móvil y vestía de forma elegante, como se espera en un oficinista postulado para un ascenso. Un poco para la hija, Tania, que lucía mechas rubias en su pelo castaño y la expresión enfurruñada típica de la adolescencia en su cara. 

Y otro poco para ella, psicóloga, a quien se le daba mejor entender a sus pacientes que a su propia familia. Era rubia y, como ella misma se repetía a veces ante el espejo, la versión treinta años mayor de su hija con las tetas caídas. 

O tetas de mamá, como escuchó decir una vez.  

Sorbió el café mirando a la única silla de la mesa que permanecía vacía: la de su hijo Ricardo, un año menor que Tania. El reloj de la cocina indicaba que faltaba menos de media hora para que empezaran las clases, así que se levantó y fue a llamarle. 

-Tania, los codos- dijo a esta cuando pasó por su lado, y ella los retiró con la expresión de quien carga sobre sus padres la culpa de todo lo que va mal en su vida. Sabía perfectamente que volvería a ponerlos sobre la mesa en cuanto dejara de verla.  

Lo sabía, pero, como tantas otras cosas, lo había incorporado a su rutina. 

Subió las escaleras del chalet de dos pisos en el que vivían imaginando como su hijo peleaba con la camisa del uniforme escolar intentando abrocharse los botones mientras le reprochaba no haberle avisado antes.  

Sin embargo, aquella mañana no le encontró en su habitación como era habitual. Esta estaba vacía, aunque con el desorden típico de su hijo. La puerta del baño, contiguo al cuarto de Ricardo, estaba cerrada y, según comprobó al intentar abrir, habían echado el pestillo. 

-Se te va a enfriar el café- dijo mientras llamaba a la puerta con los nudillos. De dentro llegó lo que parecía algún tipo de excusa para su tardanza, pero no pudo escucharla ya que quedó ahogada por lo que parecían vómitos. 

– ¿Todo bien? – insistió. Y de nuevo unas palabras de disculpa desde el interior fallaron en llegar a su destinataria al otro lado de la puerta, esta vez a causa del agua de la cisterna. 

-Bueno, date prisa o llegarás tarde.  

Unos minutos después, Ricardo sacó su café del microondas tras volver a calentarlo y se sentó con los demás. Lucía apagado, con poco color en la cara y el pelo descolocado. A Rosa le extrañó esto ya que, desde que había entrado en la adolescencia, se preocupaba mucho por su aspecto. 

O más bien, pensó con cierta malicia, desde que una nueva vecina de su edad se había instalado con su padre en el chalet de al lado. 

-Vaya pintas- le soltó Tania, quien además de por tener las tetas en su sitio se diferenciaba de su madre por no tener ningún tipo de filtro.  

-Eso es porque no te has visto la cara. 

-Chicos- soltó Luis, el padre, con el tono de un árbitro aburrido de ver la misma pelea cada mañana.  

-De todas formas- intervino la madre- sí es verdad que tienes mala cara. ¿No has pasado buena noche? 

-No es nada- contestó él mientras echaba mermelada de fresa en su tostada. La manera agresiva en que el cuchillo raspaba esta contrastaba con la calma que pretendía transmitir- Tengo un examen a primera hora, y estoy un poco nervioso. 

-Bueno, lo del examen si has estudiado no me preocupa. Pero si te sigues encontrando mal quiero que vayas luego al médico, ¿vale? 

-Eso, y yo quiero un diez- comentó el padre mientras terminaba su desayuno. Masticando la tostada, Ricardo asintió a lo que le decían ambos. A su lado, su hermana Tania le miraba como lo hace un contrincante que no ha dado por terminada una pelea. 

-Y no te preocupes, que seguro que Anabel ni se fija- comentó con una fingida indiferencia. Ante aquella mención explícita a la vecina, Rosa se preguntó si las mujeres poseían algún tipo de sexto sentido para aquellas cosas. 

Ricardo, por su parte, intentó fallidamente imitar el tono indiferente de su hermana en su réplica. Pero fue delatado por la repentina rojez de su rostro. 

– ¿Qué Anabel?  

-La que te pone tieso el cimbrel.  

-Tania- intervino el padre, esta vez de forma más enérgica, mientras la hija se reía- No digas guarradas.  

La lavadora comenzó a pitar, y Rosa se levantó para apagarla mientras pensaba que al menos su hija había abandonado por un momento el desdén adolescente en su cara. Ricardo aprovechó su ausencia para darle un vengativo codazo a la hermana. 

-Vale ya los dos- intervino Luis por tercera y última vez en aquel desayuno, con un tono que no admitía réplica. Tras echar un vistazo al reloj que no dejaba de avanzar, bebió el resto de su café de un trago.  

Unos minutos después, estaba frente a la puerta de entrada listo para salir. Los pasos de Ricardo y Tania, que habían subido a por sus mochilas, se escuchaban mientras aporreaban los escalones. Ambos habían firmado una tregua momentánea.  

Pero sabían que esta solo duraría el tiempo que tardaran en acumular nuevas frustraciones en el colegio que después descargarían el uno en el otro al llegar a casa. 

Rosa pensó que pronto todo ese ruido se marcharía en el coche familiar, dejando solo el recuerdo del roce de los neumáticos de este sobre el asfalto. Después, el silencio de una casa vacía hasta la llegada a las once de su primer paciente.  

Besó a Luis y arregló como pudo el pelo de Ricardo mientras pensaba en la ropa que tenía que tender y que la mantendría ocupada al menos durante un rato. Después, se trasladaría al salón, donde recibía, y tal vez escucharía algo de música. 

Y, cuando su paciente hiciera sonar el timbre, el primer ciclo de la rutina de aquel día llegaría a su fin para dar inicio a otro. 

Así eran los ciclos. Hasta que se rompían. 

Después de que Luis abrió la puerta, solo pudo ver al hombre que estaba parado en la entrada durante unos segundos. Tenía el pelo canoso, y un rostro surcado por las arrugas. Portaba unas gafas gruesas, y su figura, bien constituida para su edad, se recortaba contra el sol de otoño. 

Al juntar todos estos pedazos de información, su cerebro pudo identificarlo como el padre de Anabel y su vecino poco antes de fijarse en lo que portaba en las manos: una escopeta de caza cuyo cañón apuntaba directamente al pecho de quien había abierto. 

Su dedo, enfundado en un guante de látex, apretó el gatillo y Luis cayó al suelo con una mancha roja en su camisa de un blanco inmaculado. Ninguno de ellos, ni siquiera la propia víctima del disparo, tuvo tiempo de asimilar lo que ocurría antes de que llegase el siguiente.  

Esta vez fue Rosa quien retrocedió golpeando una pared y, como un maniquí roto, se deslizó al suelo sin vida.  Su sangre salpicaba el cuadro de luces que había tras ella.  

Entonces, sucedieron varías cosas al mismo tiempo. El asesino reemplazó los cartuchos de la escopeta, ajeno a los gritos de terror de Tania que inundaban el recibidor. El sonido del arma al ser cargada de nuevo pareció reactivar el tiempo después de que este se hubiese detenido. 

Ricardo se precipitó sobre él, víctima de una furia propiciada por las imágenes de sus padres tendidos en el suelo. Pero aquel impulso emocional era muy superior al daño físico que su cuerpo adolescente podía infringir a aquel hombre. 

Y recibió el tercer disparo, que le dio de lleno en un costado. 

Como si esta hubiese sido la señal que la hiciese despertar, Tania echó a correr al interior del salón. Mientras oía como el arma volvía a cargarse a sus espaldas, fijó su atención en la doble puerta acristalada al fondo de este que, para ella, en ese momento, representaba la salvación. 

Pero nunca la alcanzó. Dos disparos alcanzaron su espalda, y el asesino la observó caer como si se desplazara a cámara lenta. Su pelo con mechas rubias, la mochila que aún llevaba colgada al hombro, la falda a cuadros de su uniforme…era como ver caer a una muñeca. 

Pero, cuando alcanzó el suelo, ya no se levantó. 

El asesino introdujo nuevos cartuchos en el arma. A su espalda, la sangre de Ricardo manchaba la pared junto al cuerpo de su padre. En el suelo, otra mancha se desplazaba en dirección horizontal hasta la puerta.  

Su dueño, con una mano en el costado, se arrastraba penosamente hacia el jardín que olía a césped recién cortado y el sol del exterior.  

Pero lo único que sintió fue el frío cañón del arma en su nuca. 

-Por favor- dijo, girándose lo suficiente para ver el rostro del hombre. La luz del día se reflejaba en las gafas de este, dando la sensación de que dos pequeños soles le abrasaban con su calor- Por favor… 

El siguiente disparo le acertó de lleno en la cabeza, desparramando sus sesos por las baldosas del camino de entrada.  

Acabada la parte más difícil de su tarea, el asesino miró el reloj de su muñeca y se preguntó cuanto tardaría en llegar la policía a la que, sin duda, uno de los ocupantes de aquellas casas colocadas en hileras a lo largo de la calle ya habría llamado.  

No importaba. Si su plan salía como estaba previsto, no iría a la cárcel. 

Entró de nuevo en la casa, pasando por encima de la alfombra donde habían sido cosidas las letras que formaban la palabra «bienvenidos´´, y que ahora estaba manchada con la sangre de Ricardo después de que este saliera arrastrándose sobre ella.  

Se acercó a los cadáveres y, en el orden en que los había matado, comenzó a examinarlos con sus manos enfundadas en guantes blancos de látex. Colocó dos dedos en distintos puntos de la zona del bajo abdomen, recorriendo la zona que separaba este de la pelvis. 

En los tres primeros casos, nada sucedió. 

Cuando llegó a Ricardo, apartó los dedos al notar que algo le respondía desde el interior. Fue muy breve, imperceptible para alguien que no pusiera especial atención. Pero, por un momento, un pequeño bulto se formó en la zona que había tocado, desinflándose segundos después. 

El rostro del asesino se curvó en algo parecido a una sonrisa. Había encontrado lo que buscaba. 

Transportó el cuerpo del joven a la casa de al lado. Era increíble, pensó, lo mucho que la realidad difería de las películas. Allí no había héroes dispuestos a enfrentarse con un hombre armado que acababa de cometer una matanza. 

Todos observarían y esperarían a la policía desde la comodidad de sus casas.  

Colocó a Ricardo en la parte trasera del jardín, encima del cuerpo de Anabel. Los ojos azules de esta aún tenían la misma expresión aterrorizada de cuando la estranguló media hora antes, y miraban sin ver la verja cubierta de hiedra que les separaba de la casa vecina. 

Los roció con gasolina, y les aplicó una cerilla. Momentos después, observó sentado en un balancín la improvisada fogata. Los dos cuerpos jóvenes se fundían en un último abrazo de muerte mientras eran lamidos por las llamas.  

Se preguntó si alguien entendería lo que acababa de hacer. Probablemente no, pero poco importaba. La noche anterior había destruido todas sus notas, por lo que nadie podría continuar el trabajo que había estado realizando. Los últimos restos de este ardían ante él. 

Mientras escuchaba como, a lo lejos, se distinguía cada vez más nítida la sirena de un coche de policía, pensó que no tenía nada que lamentar. Así lo había planeado, y así se había cumplido. A su lado, en el balancín, descansaba la escopeta. 

Se colocó el cañón de esta en la boca, y apretó el gatillo.  

I 

La noticia de que una familia había sido asesinada en la misma urbanización donde vivían sacudió a la familia de Amanda durante la comida.  

Al parecer, había ocurrido solo unas horas antes. El asesino mató también a una chica que vivía con él antes de suicidarse. Todos habían asumido que eran padre e hija porque se habían presentado así ante los vecinos, pero esto resultó no ser cierto.  

Cada miembro de la familia recibió la noticia de una manera diferente. Paloma, la madre, se sobrecogió al ver el rostro en pantalla de la joven asesinada, de solo diecinueve años de edad. Su desaparición había sido denunciada dos años antes por su verdadera familia.  

No pudo evitar pensar en su hija Amanda, de dieciséis. En unos pocos años, sería como ella. ¿Qué motivos podían llevar a una hija a separarse de los suyos? ¿Qué le había hecho exactamente el monstruo con el que había estado viviendo? 

Todos estos pensamientos la perturbaban. Dejó de escuchar la voz del locutor, y por un momento pensó en lo seguros que parecían sentirse mientras comían y en como parecían asumir que todo lo que les rodeaba seguiría allí al día siguiente.  

Pero, en realidad, podía desvanecerse rápidamente.  

El padre, Fernando, pensaba en lo diferente que parecía esta noticia comparada a cuando escuchaban que había muerto gente en un país lejano de nombre impronunciable. En esos casos, una barrera de seguridad parecía distanciarles de las imágenes televisivas. 

«A mí no me va a pasar´´, pensaban en esos casos. 

En cambio, cuando la muerte quedaba mucho más cerca, en concreto a unas calles de distancia, la barrera desaparecía y algo le recordaba su propia mortalidad. Intentó recordar a la familia, cuyos nombres estaba dando el locutor pues ya se lo habían comunicado a las familias. 

Sin embargo, no recordaba haberse cruzado con ellos. Y, si alguna vez lo hizo, fue como con una de esas personas cuyo rostro se olvida y en las que nunca se paraba a pensar. Alguien que, como los figurantes en una película, solo aparecen de fondo en la historia principal. 

Sin embargo, eran protagonistas de su propia historia. Una que ahora había llegado a su fin.  

Tomás, el hijo mayor, recordaba haber oído el sonido de una ambulancia de camino a la universidad esa mañana. De pronto, sintió asco del filete que estaba comiendo. Por televisión, decían que dos de los cuerpos habían aparecido quemados.  

La carne poco hecha que había en su plato le hizo proyectar una imagen perturbadora: otra carne, esta humana, silbando mientras ardía lentamente. Pensó que ya no tenía apetito, y recordó todas las imágenes de violencia que veía a diario en internet. 

De pronto, era consciente de lo mucho que estas le habían deshumanizado. Y de como parecía necesitar que la muerte ocurriese a unas calles de distancia para pensar en que había personas reales sufriendo daño detrás de estas. 

Aurora, la hija menor, observó el rostro del asesino en pantalla y pensó en que parecía uno de esos tipos en apariencia normales que puedes cruzarte por la calle. Según decían, era biólogo, pero llevaba años retirado.  

Un rostro normal, curtido por la edad, y con aspecto de sabio. Alguien de quien no dudarías si te ofreciera llevarte en coche a casa. Tal vez, pensó, eso le había ocurrido a la joven que vivía con él: se fio de aquel disfraz que ocultaba a un demonio. 

Pensó en la cantidad de personas así, sobre todo hombres, con las que se cruzaba a diario, y sintió nauseas.  

-Voy al baño, ahora vengo- dijo de pronto Amanda, levantándose de la mesa y rompiendo el silencio en el que la noticia les había dejado sumidos.  

– ¿Te encuentras bien? – le preguntó Paloma, que seguía pensando en lo frágil que de pronto le parecía su hija. Esta le hizo un gesto tranquilizador y salió del salón. 

Vomitó nada más llegar al baño. Tiró de la cisterna, y observó como el agua arrastraba aquella suciedad que parecía insultar a aquella estancia de inmaculados azulejos azules. Sintió que una pesada carga se iba por las cañerías. 

Miró su imagen en el espejo. Su piel, habitualmente blanca, lucía más pálida de lo normal. Tenía el pelo rojo intenso, como su madre y su hermana. Su hermano, en cambio, era más moreno, como su padre.  

Acababa de volver del colegio, aunque como había empezado bachillerato ya no llevaba uniforme. Repasó mentalmente las clases que había tenido esa mañana, y pensó en cuál de esos momentos tan anodinos para ella ocurría una tragedia unas calles más allá. 

Para su familia, se trataba de un suceso impactante. Uno de esos que a veces ocurrían y que daban de qué hablar durante semanas. Uno de los que cubría la televisión local, pero que en este caso había saltado a las cadenas nacionales al estar relacionado con una desaparición. 

Pero, para ella, era bastante más.  

Aquella tarde, intentó hacer los deberes, pero no se concentraba. Salió a dar una vuelta con el pretexto de necesitar despejarse, y deambuló por las calles de la urbanización sin un rumbo aparentemente fijo. 

Aunque, en realidad, sus pasos sí la llevaban en una dirección, aunque no fuese consciente. 

Observó el aspecto aparentemente normal de aquel lugar. Solo el puntual sonido de la puerta de un coche al cerrarse, o el ladrido de algún perro rompían el soñoliento silencio de las calles. Las casas, tan idénticas unas de otras, se extendían en hileras de indistinguible final. 

Las vallas que rodeaban estas, frecuentemente cubiertas de hiedra, convertían cada una de ellas en un mundo privado cuyo interior permanecía oculto. Un mundo que conectaba con los que tenía a los lados, pero al mismo tiempo se cerraba sobre sí mismo. 

Pensó en las gentes que habitaban cada uno de ellos, y en como bajo una aparente fachada de normalidad podían esconderse cosas inimaginables. Tal vez, aquella familia de cuya ventana siempre colgaba un muñeco de papá Noel no era tan feliz como quería aparentar. 

Tal vez, entre las paredes de su mundo, sucedían cosas horribles. 

Finalmente, llegó al lugar del crimen. Según fue avanzando, tomó consciencia de que sus pasos la dirigían allí. Tal vez, siempre lo había sabido en el fondo. Ante ella, tenía dos casas que el día anterior le habrían parecido perfectamente normales. 

Pero ahora habían sido precintadas por la policía. 

El lugar se veía muy solitario, pero aquella mañana había bullido de actividad. Policías, sanitarios y curiosos ya se habían ido. Amanda pensó en esos grupos espontáneos de personas que se juntaban para mirar siempre que ocurría una tragedia. 

Se preguntó si lo de ella también era curiosidad morbosa, pero supo enseguida que no. Se acercó a la valla de la primera casa, la de la familia, y por un momento tuvo la desagradable sensación de que la brisa de otoño le traía un olor a quemado.  

Y entonces se acordó de él. 

Ricardo, el hijo de la familia asesinada. Le conoció en una parada de autobús situada en la urbanización. Los dos perdieron por poco el que querían coger. Los dos esperaron juntos el siguiente para ir a una fiesta en un pueblo cercano. 

Recordaba que habían hablado de varias cosas, pero no podía pensar en ninguna en concreto. Pese a ser un poco más pequeño, era muy diferente a los chicos de su clase. También pensaba en el sexo como ellos, pero se interesaba por conocerla.  

Intentó pensar en detalles concretos de su rostro y aspecto. Se dio cuenta de que, aunque no habían pasado ni dos semanas de aquello, no había pensado mucho en él hasta verle en las noticias esa mañana. Recordó sus manos de finos dedos, y el lunar que tenía bajo uno de sus ojos.  

Muchas personas idealizaban la primera relación sexual, y ella había sido una de estas. Tenía amigas que ya lo habían hecho, y se preguntó si la presión de grupo que estas ejercían la había llevado a aceptar tener sexo esa noche. 

Sin embargo, recordó haber visto algo, aunque no sabía bien el qué. Los dos no se habían conocido hasta ese día pese a vivir en la misma urbanización, y no esperaban tener nada más allá de aquel encuentro. Pero ocurrió. 

Tal vez fue el hecho de que se acordara del nombre de todas las canciones que escuchaba, mientras que ella tenía muy mala memoria para esos detalles. Tal vez fue la pasión con la que hablaba de lo que haría cuando, en unos años, se marchara de la urbanización. 

Tal vez fue que, esa noche, los dos soñaron con la libertad frente a un lugar que empezaba a quedárseles pequeño. 

O tal vez fue la fiesta, el alcohol y los fuegos artificiales estallando en un cielo cuajado de estrellas. Amanda recordó el lavabo donde había ocurrido todo. Uno de los fluorescentes del techo parpadeaba, y una polilla revoloteaba cerca de este. 

Aquellos fueron los detalles que retuvo de un acto que, sin más, había ocurrido. No fue la gran experiencia, ni fue algo de lo que se arrepintiera. Solo le dolió el labio inferior al morderlo durante el acto, y un poco la espalda al apoyarse contra la pared del lavabo. 

Pero no había sangrado, como una amiga le comentó que podía ocurrir. 

Al final, simplemente, volvió a casa bajo un cielo pintado con los colores de los fuegos artificiales. Sintió que, de alguna forma, algo de sí misma había quedado dentro de aquel baño. Pensó en las serpientes, que mudaban de piel. A ella le ocurrió algo parecido. 

Regresó a casa bajo un nuevo cielo, ahora del color del atardecer. Se preguntó qué había ido exactamente a hacer allí. Tal vez, se dijo más tarde, a confirmar la muerte de esa parte de su vida que las noticias le habían recordado. 

O, quizás, a sentirse más viva en presencia de la muerte. 

El resto del día transcurrió normal. Incluso, como llegó a pensar Amanda, con su familia ligeramente anestesiada.  

Todos continuaban con las rutinas: su padre planificaba los ejercicios que haría con su clase de fitness al día siguiente, su hermano pasó toda la tarde navegando en su cuarto por internet y su hermana estuvo horas al teléfono hablando con sus amigas. En cuanto a ella, trató de estudiar. 

Sin embargo, bajo aquella pátina de normalidad la joven sintió la presencia de algo que la alteraba: las miradas que su madre le lanzaba durante la cena como si pudiera romperse en cualquier momento, o escucharla esa noche hacer el amor con su padre por primera vez en meses.  

Incluso su hermano le había preguntado por las clases cuando no solía hacerlo. Por último, estaban los ojos con los que su hermana la interrogaba en silencio cada vez que se cruzaban. Parecían decir: ¿estás bien? 

Algo, una necesidad de sentirse vivos y de conectar unos con otros, había despertado en la familia a raíz de aquellas muertes. 

Por su parte, Amanda no pasó muy buena noche. Se despertó varias veces y tuvo que ir al baño. Un dolor extraño, parecido a punzadas, iba y venía a ráfagas. Podía sentirlo en alguna zona de su bajo abdomen.  

Cuando finalmente se durmió, lo hizo pensando en que al día siguiente iría al médico si este persistía. Pero, como despertó sin dolores, atribuyó a un sueño la sensación que, en algún momento de la noche, se había despertado dentro de ella. 

Concretamente, la de que algo ajeno a su cuerpo se desplazaba bajo su piel.  

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