
VI
Recuerdo el sonido del cuchillo al atravesar una calabaza. La hoja silbaba mientras dibujaba en esta los contornos de una boca y ojos. Al acabar, la luz de una vela colocada en el entonces hueco interior hizo el resto.
La calabaza que reposaba en la encimera de la cocina ya no era una calabaza cualquiera. Era una cara que te miraba, iluminada desde dentro por una luz espectral.
Era Halloween. Teníamos doce años, y mi hermana había decidido acompañarme esa noche a una fiesta ya que a mí me estaba costando más salir del cascarón. Fue ella quien decidió que los dos vistiésemos de muertos, pero con estéticas diferentes.
Cuando me miré al espejo, apenas me reconocí. Mi cara estaba cubierta por un maquillaje que me daba un aspecto cadavérico, mis ropas estaban manchadas de sangre falsa y un cuchillo de goma simulaba atravesarme la cabeza.
Contemplaba a un monstruo, y este me devolvía la mirada.
A veces me gustaba pensar que, en halloween, la parte monstruosa que todos llevábamos dentro salía a divertirse utilizando nuestro antiguo cuerpo para moverse. Que, por una noche, nos arrancábamos el verdadero disfraz para salir a la calle.
Pero, ¿qué le ocurría al monstruo cuando acababa la fiesta? Mi hermana y yo inventamos muchas teorías, pero la que más nos gustaba es que, de alguna forma, se ocultaba tras nuestra sombra para permitirnos creernos normales el resto del año.
Cuando bajé las escaleras del chalet, encontré a mi hermana Elena al pie de estas, ya preparada. Una sábana blanca cubría todo su cuerpo a excepción de los pies y los ojos. Solo el azul claro de estos revelaba que era ella.
-Ya estoy- le dije, pero ella movió la cabeza desaprobadoramente.
-No estamos. Nos falta inventar la causa de nuestra muerte.
– ¿Eso es importante?
-Claro, y debe ser buena. ¿Dónde quedaría si no nuestra reputación como cadáveres?
Di un par de vueltas por el pasillo, intentando pensar para inspirarme en cosas que dieran miedo como la muerte. Oía a mi madre silbar mientras trabajaba en el cuarto de la plancha. El vapor que soltaba esta se acumulaba en el interior, empañando las ventanas.
Imaginé que, aquella noche, ella se ocultaba para que no viésemos su condición de monstruo. Tal vez las personas que nunca se disfrazaban, como mi madre, rondaran por las casas cuando no había nadie, sintiéndose libres en su verdadera piel.
-No volváis más tarde de las once- dijo, y por un momento imaginé que su voz perdía humanidad por momentos, y que un monstruo planchaba nuestra ropa.
Entonces, de la nada, me inspiré. Hablé al oído de Elena, explicándole la muerte que había pensado para ella. Nadie más debía saberla, le expliqué, pues si la revelábamos no tendríamos motivos para seguir vagando por el mundo.
-Ah, o sea que así es como me voy- dijo, y la satisfacción que noté en su voz me hizo saber que la historia había estado a la altura.
Salimos a la calle. Nuestros pasos resonaban en el asfalto de una calle que era y no era a la vez la misma de siempre. Los adornos que aquella noche vestían la fachada de las casas, como telarañas o esqueletos colgando de árboles, creaban una extraña sensación.
La de estar adentrándonos en un mundo que solo en apariencia era el nuestro.
Llamamos al timbre de varias casas pidiendo caramelos. La mayoría de la gente fue amable y, al final, la calabaza de plástico que mi hermana llevaba colgada del hombro quedó bastante llena, los caramelos resonando en el interior.
Solo una mujer amenazó con echarnos a su perro encima, pero fue divertido huir de ella mientras, gritando para hacerse oír por encima de los ladridos del animal, Elena le explicaba que era inútil porque ya estábamos muertos.
Recuerdo el sonido de las cadenas de un columpio mientras, sentados en él, disfrutábamos de nuestro botín. Estábamos en un parque infantil construido en una calle de la urbanización, y nos divertíamos intentando atrapar a nuestras sombras mientras nos balanceábamos.
Lo más divertido era que, después de que se estiraban hasta casi despegarse de nuestros pies, el columpio daba la vuelta y éramos nosotros los que huíamos de sus intentos de atraparnos.
Caminamos hasta la casa que coronaba la calle más empinada de la urbanización. El chico que allí vivía, compañero nuestro del colegio, había invitado a mi hermana unos días antes. Pero ella solo aceptó porque le impresionaron los adornos de Halloween que había colocado su familia.
Sobre todo, una falsa calavera colocada en un palo que habían clavado en el jardín de la casa, frente a la entrada. Tenía ojos de color rojo brillante, y parecía evaluar a los visitantes para saber si eran dignos de cruzar el umbral.
Al pasar junto a ella, la imaginé hablando con la voz del viejo vampiro de una película que me asustaba mucho de pequeño: «Sea bienvenido, señor Harker, a mi casa, y abandone parte de la felicidad que trae´´.
De los momentos que pasamos en la fiesta que se celebraba en el interior, recuerdo el color del ponche de frutas que me recordaba a la sangre y que iba muy acorde con el disfraz del chico que allí vivía, un vampiro.
– ¿Por qué vas vestida de fantasma? – preguntó a mi hermana uno de los pocos chicos que no llevaban disfraz, haciéndose oír por encima del ruido de la música.
-No lo sé. ¿Por qué vas vestido de niño? – se limitó a preguntar ella.
La recuerdo bailando con el chico que la invitó. Admiré a este porque no era fácil bailar con un fantasma. Mi hermana no se quitó el disfraz, solo dejó que la cogiese por la cintura y ella extendió los brazos bajo la sábana para agarrarse a él.
Mientras bailaban, giraban y se reflejaban en espejos de distintos tamaños que había en una de las paredes del recargado salón. Al verlos, imaginé que el vampiro no salía en ellos y mi hermana giraba sola entre los invitados.
Al final, cuando nos cansamos de beber y de hablar con la gente, se sentó a mi lado y apoyó su cabeza de fantasma en mi hombro. Justo encima del sofá en el que nos habíamos dejado caer, una araña grande y de peluche colgaba de una falsa telaraña.
-Van a ser las once- dijo Elena de pronto- Venga, hermano. Saca ese cadáver de la tumba y vámonos.
Caminamos de regreso a casa. A nuestro alrededor, el mundo guardaba silencio. Solo ruidos ocasionales, como el sonido de una puerta cerrándose o el ladrido de un perro, nos recordaba que bajo las calaveras y telarañas aún latía un mundo cotidiano.
Elena me señaló de pronto un grupo de chicos que caminaban por la acera. Iban en fila, la mayor de ellos a la cabeza. Tenía aspecto de joven matriarca, e iba disfrazada como la novia de Frankenstein. Pero no eran ellos lo que mi hermana quería que viese.
Caminaban bajo la luz de las farolas, y estas producían un curioso efecto sobre sus sombras. Al principio, estas parecían adelantarles, pero luego les esperaban hasta fundirse con ellos y quedar finalmente rezagadas. El efecto se repetía bajo cada una de las luces.
Recordé nuestra teoría sobre qué hacían los monstruos el resto del año. Fue así como descubrimos que las farolas eran catalizadoras del cambio por el cual estas volvían a entrar en nosotros y salían convertidas en sombras normales, el monstruo dormitando en su interior.
-Los monstruos se van- dijo mi hermana, observando al grupo hasta que salieron con sus sombras del alcance de las farolas- Adiós, monstruos.

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