Cortos de Tinta: Página en Blanco (Segunda Parte)

III

Recuerdo la noche en que mi hermana bailó con la muerte.

Fue el verano anterior a la mudanza. Ella llevaba un vestido blanco. La recuerdo bailando con mi padre en la plaza del pueblo, girando sobre sí misma mientras los bajos de su vestido producían un efecto hipnótico al elevarse.

Como cada año, habíamos ido al pueblo de mi madre para las fiestas. Era un lugar pequeño en la provincia de Cuenca, situado a los pies de la ladera de una montaña.

Recuerdo sus empinadas calles, a las mujeres sentadas en sillas en la calle intercambiando historias y también las sombras de los murciélagos que se recortaban brevemente contra la luz de las farolas por la noche.

Un lugar, como todos cuando eres niño, lleno de misterios. Y el mayor de todos ellos era el toro de fuego.

Me recuerdo caminando cogido de la mano de Elena, con nuestros padres a corta distancia. Acompañábamos a los vecinos del pueblo en una lenta procesión hacia las afueras.

La noche otorgaba al pueblo un efecto fantasmagórico. Las calles se convertían en largos pasillos de calles mal pavimentadas e iluminados por la luz de la luna. Las ventanas sin luz, en silenciosos centinelas.

Durante el camino recordé la película que, la noche anterior, había visto sin permiso. Era de terror, como todas las que ponían esos días en televisión a partir de las doce.

La hora a la cual el mundo de los adultos se cerraba para nosotros.

Siempre que ibamos al pueblo, Elena y yo dormíamos juntos en una habitación del segundo piso en la casa de mi abuela. Pasábamos las noches contándonos historias, y hablando de las cosas que echábamos de menos de Madrid.

Nuestro mundo no estaba mal. Pero, a veces, queríamos ver el de los adultos.

La noche anterior al episodio con el toro de fuego, me tocó a mí desafiar la autoridad de estos y cruzar el largo pasillo hacia las empinadas escaleras, para después descender por estas hasta el oscuro salón.

Oscuro a excepción de un pequeño cuadro de luz que se correspondía a una pequeña ventana nunca cerrada del todo. Caminé, mis pies descalzos rozando de puntillas el frío suelo, y me asomé por la estrecha rendija.

Desde allí podíamos ver la sala de la televisión. Mis padres estaban sentados en un sofá al fondo, y desde allí solo se distinguía la mecedora en la que siempre se sentaba mi abuelo hasta que murió dos veranos antes.

Y, por supuesto, la televisión que emitía la película prohibida.

Me sentía un observador privilegiado. Al igual que mi hermana cuando le tocaba bajar a ella, poseía un pequeño agujero desde el que poder ver lo que no se permitía. Y nadie lo conocía salvo yo y mi cómplice.

La película trataba sobre un payaso monstruoso de dientes afilados que salía de alcantarillas para atrapar a los niños de un pueblo. Me mantuve allí durante un rato, fascinado por las mismas imágenes que me producían terror.

Finalmente, regresé al mundo infantil cuando la mano del payaso atravesó la fotografía de un anuario infantil, intentando atrapar al niño que lo estaba leyendo.

El camino de regreso fue muy diferente para mí.

Todo, desde la oscuridad hasta la sombra de los muebles proyectada en las paredes por la luz de las farolas en el exterior, pasando por los ronquidos que llegaban desde la habitación de mi abuela, parecía tener vida propia.

No fue hasta que me metí en mi cama que empecé a recobrar la sensación de seguridad. Como imaginaba, mi hermana había esperado despierta a que le trajese noticias.

Entonces, recordé que nuestra habitación era la que hacía esquina. Al otro lado, un viejo canalón descendía desde el tejado hasta el suelo. Pero yo ya no lo veía como un canalón.

Imaginé al payaso descendiendo por él, y brotando con sus enormes dientes a la espera de cazar a cualquier niño que revelase su secreto. Así que argumenté que estaba cansado y no conté nada aquella noche.

El día siguiente, de camino a las afueras, aún miraba de reojo cada boca de alcantarilla que encontrábamos en el recorrido.

La perspectiva de ver el toro de fuego hizo que a Elena se le olvidasé rápidamente la decepción tras mi excursión de la noche anterior. Después de todo, aquel era el primer verano que nuestros padres nos llevaban a verlo.

Una vez en las afueras, nos colocamos entre mucha otra gente que esperaba, con la respiración casi contenida, el milagro que estaba por suceder. Elena y yo intercambiamos una mirada llena de expectación.

No sabíamos lo que iba a suceder. Pero el aire estaba cargado con la promesa de un secreto a punto de revelarse.

Cuando todo empezó, logramos ver brevemente las lenguas de fuego. Giraban en espiral, como el vestido de mi hermana al bailar. Pero su efecto era mucho más hipnótico.

Como algo capaz de destruirte solo con tocarte, pero que al mismo tiempo no puedes dejar de mirar. Como las imágenes de la película prohibida.

La gente que nos rodeaba echó a correr a medida que estas se acercaban. Lo hacían entre risas, y comprendimos que aquel era el juego que nos tocaba representar.

Mi padre agarró fuertemente a mi madre de la mano, ella a mí y yo a mi hermana. Y corrimos, adentrándonos en la noche sin un rumbo fijo. A veces seguíamos a otros grupos, otras simplemente nos dejábamos llevar.

De alguna forma las lenguas de fuego, situadas a ambos lados de una gigantesca cabeza, siempre aparecían. A veces, persiguiendo al grupo del que formábamos parte. A veces, asomándose al fondo del callejón donde nos escondíamos.

Parecía imposible ganar aquella extraña carrera que habíamos emprendido en mitad de la noche. Pero, pese a ello, y contagiados de la alegría general, mi hermana y yo empezábamos a divertirnos.

Fue durante una de esas carreras cuando Elena se soltó de mi mano. Durante los siguientes catorce minutos, el orden en el mundo se quebró.

Nosotros cuatro siempre habíamos estado juntos. Así funcionaba el sistema que conocíamos. Ahora mi hermana no estaba, y no podía distinguirla entre la muchedumbre que seguía corriendo.

Recuerdo a mi madre, para quien de pronto el mundo parecía más pequeño y peligroso, regañándome con lágrimas en los ojos. También a mi padre intentando tranquilizarla.

Para mí, el pueblo también parecía diferente. Imaginé las estrechas calles como cientos de bocas con afilados dientes que se cerrarían con Elena dentro. Cada desconocido en la oscuridad, un payaso siniestro.

Y yo me sentía distinto. En esos minutos, algo en mi interior se rompió para siempre. Dejé de sentirme invencible en aquella carrera de locos, y comprendí que el montruo podía atraparnos.

Descubrí, aunque entonces no lo entendía, mi propia mortalidad.

Encontramos a Elena unos minutos después, cuando todo hubo terminado. Ajena a los sentimientos de tristeza y culpa que nos habían invadido, llegó caminando con una sonrisa en los labios.

Mi madre dejó de estar enfadada conmigo cuando nos explicó que se había soltado queriendo para ver al monstruo de fuego. Logró acercarse lo suficiente para ver que solo era un hombre con una cabeza falsa de toro.

Y, a partir de ahí, dejó atrás el miedo para huir de sus embestidas solo por diversión. Como hacían los demás.

Aquella noche, en nuestra habitación, Elena me preguntó si me pasaba algo. Creo que no fui consciente hasta que lo hizo de que había cambiado la forma en que la miraba.

Un nuevo y desconocido miedo se había instalado en mí. Ella me parecía ahora algo más frágil. Algo que podía romperse. No era un miedo como el que me había hecho sentir el payaso. Era algo más subyacente.

Decidí contarle lo que había visto la noche anterior. En parte porque estaba de acuerdo con lo que ella había aprendido del toro de fuego: los monstruos pierden poder cuando descubres sus secretos.

Cuando comprendes, y verbalizas, que solo son una película o un hombre con una cabeza de toro.

Este nuevo miedo era distinto. No importaba si lo ponías en palabras o no. Te acompañaba como una sombra y, aunque eligieses no mirarlo, siempre estaba detrás de tí.

Fue en la gasolinera cuando ella me contó su sueño.

Habíamos parado para echar gasolina durante el viaje de regreso a Madrid. Elena y yo estábamos solos dentro del coche, en la parte de atrás.

Me dijo que en el sueño que tuvo la noche del toro de fuego estaba sola con la muerte.

La reconoció por imágenes que había visto en cuadros: envuelta en una capa negra y sin mostrar el rostro, sosteniendo una guadaña con sus manos huesudas. Pero, pese a su presencia, no sintió miedo.

Estaban solas en el escenario donde algunos músicos actuaban en las fiestas del pueblo. La plaza estaba vacía, y ni siquiera se escuchaba el correr del agua en la fuente.

Bailaban pese a no tener público. Elena sabía, como yo había sabido la noche que espié a través de la rendija, que ese momento era suyo. Y por eso no le importaba que nadie, ni siquiera papá, la viese.

Porque, y según me explicó esta era la clave, la muerte no la tocaba. Aunque bailaba cerca suyo y en ocasiones extendía hacia ella sus manos huesudas, nunca la tocaba.

Por eso, aquella noche mi hermana bailó con la muerte.

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