
Cuando pienso en mi hermana, siempre pienso en los pájaros de papel. No sé por qué. Tal vez nunca logre darle sentido a todo esto. Al fin y al cabo, al recordar no seguimos un orden concreto.
Siempre hay algo arbitrario, y caótico. Tal vez en ello radique su belleza. Sea como sea, los pájaros siempre están primero.
I
Era la época en que aún vivíamos en el antiguo apartamento. Los veranos, viviendo en un octavo piso, eran realmente calurosos. Aquel de finales de los 90 no fue la ecepción.
Nuestro edificio se alzaba en un barrio al sur de Madrid, en la periferia. Recuerdo sus casas de tejados rojos que parecían anaranjados al atardecer. Y la ropa colgando en la terraza, agitada por la brisa.
Había algo mágico en esos instantes, pese a que todo el barrio transmitía una soñolencia propia de los lugares donde nunca ocurre nada. Pero, si se sabía donde mirar, lo anodino también resultaba bello.
Creo que fue en esos años cuando empecé a saber que tenía una forma diferente de ver el mundo. Lo sabía de la forma en que los niños saben las cosas, como si temieran nombrarlas por si se les escapaban de entre los dedos.
Y mi hermana Elena fue parte de esos descubrimientos.
La recuerdo sentada en una silla al lado de la puerta de mi habitación, observándome preocupada. Pese a ser pleno verano, había cogido fiebre y mi temperatura corporal no bajaba de los cuarenta grados.
Mis padres habían hablado de llevarme al hospital si no me bajaba, y en los ojos azules de Elena parecía que pudiese romperme en cualquier momento. Como esos secretos que se evaporan si los dices en voz alta.
Recuerdo el ventilador a los pies de mi cama, con el monótono pero hipnótico sonido de sus aspas. También los temblores y el sudor frío bajo las mantas con las que me tapaba pese a ser finales de Julio.
Pero, sobre todo, recuerdo cuando ella habló de los pájaros.
Las hojas de los cuadernos que habíamos usaado durante el curso nos dieron el material para crearlos. Mientras trabajábamos en ellos, me di cuenta de lo diferentes que parecíamos a los ojos de extraños.
Yo, moreno y delgado. Piel morena, ojos castaños. Ella, ojos azul claro y pelo rubio rizado. Su piel pálida, más parecida a la de mi madre, remataba unas diferencias físicas que se veían compensadas con el carácter.
Ahí era donde nosotros poseíamos algo que ni siquiera los adultos sabían definir. Una conexión, un entendimiento que no necesitaba expresarse en palabras. Una habilidad para, como dije antes, saber donde mirar.
Cuando los pájaros estuvieron terminados, los pusimos sobre las sábanas. Los había de diferentes tamaños y formas, algunos más logrados que otros. Pero todos poseían belleza a su manera.
Y todos echaron a volar cuando Elena acercó el ventilador. Durante unos minutos, observamos hipnotizados como aquellas aves de papel se lanzaban en busca de la libertad.
Sentí que mi cuerpo se elevaba unos centímetros del colchón, como si en mi interior llevara también un pájaro que deseaba alzar el vuelo y escapar de las limitaciones de la enfermedad.
Tal vez es lo que Elena quiso. Tal vez es lo que yo necesitaba, y ella, desde esa conexión invisible que nos unía, lo entendió antes.
Solo sé que uno de los pájaros salió por la ventana y alcanzó la libertad. Lo imagino, incluso ahora, alzándose sobre los tejados de ladrillo y los idénticos edificios en dirección a ese mundo más allá que un niño solo podía imaginar.
Solo sé que, al día siguiente, la fiebre empezó a bajar.
II
Recuerdo la casa. Era una entre muchas otras en aquella urbanización donde, una tras otra, parecían formar una fila interminable.
Estaba en un punto intermedio entre Madrid y Castilla la Mancha. Mi padre la compró tras conseguir un nuevo trabajo. Le recuerdo hablando, en lenguaje de adultos, sobre que estaba mejor pagado y le alejaba del estrés de la ciudad.
Yo tenía diez años. Mi mente aún infantil se esforzaba por asimilar los cambios: nueva escuela, nuevo vecindario, tal vez incluso nuevos amigos. Cosas que creía permanentes, y no estaban aseguradas.
Como aquel pájaro que había escapado por la ventana, me disponía a ver qué había más allá de los tejados de ladrillo. Pero no tenía miedo. Elena viajaba en el coche conmigo.
A esa edad, ya empezábamos a entender que mientras esa verdad no cambiara, nuestro mundo seguiría intacto.
La casa se alza intacta en mi memoria. No como un recuerdo concreto, sino como el escenario de un teatro que se dispone para que la función dé comienzo.
Recuerdo el jardín, y las cigarras que cantaban los días de calor. Recuerdo el olor a hierba fresca cuando llovía, y los caracoles trepando por las paredes. También el sonido de la máquina cortacésped que mi padre manejaba.
Recuerdo la limonada de mi madre, los hielos que se agitaban dentro de esta y el delicioso sabor que dejaba en mi garganta cuando se deslizaba por esta.
Recuerdo los crujidos que me inquietaban las primeras noches, y cómo siempre lograba dormirme mirando al techo de mi habitación, pintado como un cielo y reluciente en la oscuridad.
Recuerdo flotar en la piscina sobre una colchoneta, y a mi hermana haciendo largos hasta que le llegase el turno de relevarme. Desde la cocina de la casa, una radio traía noticias de un mundo que parecía muy lejano.
Mi piel, arrugada a causa del agua, me hacía parecer viejo, pero el tiempo se detenía mientras estaba allí arriba. Sobre mí, un cielo azul de verano con pocas nubes.
Debajo mío, el correr del agua que, como el tiempo, fluía y se resistía a permanecer fija aunque entonces yo así lo pensara.
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