Cortos de Tinta. Guardiana de sueños

Capítulo 1: «El deseo´´

Amanda estaba teniendo un sueño muy bonito. En él, volaba por el espacio agarrada a una gran llave dorada, del tamaño de su brazo. Esta brillaba de una forma especial y despedía chispas que no dañaban a la chica. Solo dibujaban, a su paso, la estela de un cometa.

Su cabello, pelirrojo, ondeaba al viento, así como una capa blanca que llevaba a la espalda. Miró su vestimenta, del mismo color y parecida a la de un marinero. Pero lo que más la descolocaba eran sus zapatos.

En ellos, a cada lado, había un ala de pequeño tamaño y plumas de color blanco. Junto a la llave, la mantenían en el aire aleteando sin descanso.

Desde donde estaba podía ver su planeta, convertido en un pequeño ojo azul que la observaba. Casi parecía que podría cogerlo con la mano. De alguna forma, podía sentir como una corriente invisible fluía desde allí hacia la llave, que actuaba de canalizador.

Esta la formaban todos los sueños de los habitantes del planeta, tan pequeños desde allí y sin embargo tan únicos y especiales. Amanda se preguntó si dentro de ella habría un sueño que desprendiera tanta belleza.

Y, entonces, le llegó el momento de despertar.

-Arriba, pesada- dijo Aurora, su hermana pequeña, mientras le retiraba las mantas y abría la ventana de la habitación- Como lleguemos tarde hoy que tengo examen, te mato-.

Sin más palabras, la chica salió al pasillo, dejando a su hermana con una mata de pelo rojo cubriéndole la cara e intentando hacerse a la idea de que había vuelto a su monótona vida. Fue un sueño tan bonito…

Pero el despertador de su mesita, que marcaba las ocho y diez pasadas, terminó de aterrizarla en la realidad.

Cogió el uniforme del colegio y, mientras luchaba para que el jersey le entrara por la cabeza, saludó a su madre, Elena, que en ese momento cruzó el pasillo con un cesto de ropa sucia y a la que estuvo a punto de derribar.

-Hola, papá- dijo más tarde a este, que leía la prensa en el móvil sentado a la mesa mientras terminaba de desayunar. Aún con la falda del uniforme mal puesta, cogió una tostada, se la metió en la boca y salió corriendo por el pasillo.

El padre, Héctor, sonrió. Estaba acostumbrado al huracán en que se convertía su hija por las mañanas.

-Tu hermana llamó esta mañana. Te manda saludos- dijo cuando Elena regresó a la cocina. Y esta, como solía hacer siempre que se la mencionaban, torció el gesto dando a entender que no le interesaba la conversación.

-Genial. Gracias por ser tan lenta- dijo Aurora cuando, ya en la calle, ella y Amanda vieron el autobús que siempre cogían alejándose. Y las dos sabían que el siguiente solía tardar bastante en venir.

-Oye, deja de darme tanta caña- contestó Amanda que, pese a saber que tenía razón, no llevaba bien que su hermana de catorce años (ella tenía dieciséis) le echase la bronca. Para disimular, miró su reflejo en el agua de una fuente en la plaza donde estaba la parada. Uno de sus pelos seguía sin querer aplanarse.

-Tranquila, no creo que Hugo lo note- dijo Aurora, maliciosa.

-No sé de qué Hugo me hablas- respondió, cortante, la hermana.

-Pues te has puesto roja-.

– ¿¿Qué dices??- contestó Amanda, pero pudo ver claramente en el reflejo como sus mejillas estaban más rojas que su pelo.

-Vale, escucha- dijo sacando una moneda, y luchando por cambiar de tema- Si sale cara vamos andando y si no, esperamos, ¿ok? -.

-Ok-.

Lanzó la moneda al aire. Pese a que en ese momento ambas llevaban uniforme y eran físicamente muy parecidas, las dos pelirrojas de piel blanca y con pecas, sus personalidades eran muy opuestas.

Mientras que la carpeta de Amanda iba forrada con fotos de sus actores y cantantes favoritos, la de su hermana tenía imágenes con personajes de sus películas de terror preferidas.

Cuando la moneda cayó, falló al cogerla y ambas vieron impotentes como, tras rebotar en el borde, se hundió en el fondo de la fuente. Esta tenía una estatua con la forma de una chica con orejas de elfo que le sobresalían bajo un extraño gorro.

Su mirada transmitía paz y sabiduría incluso siendo de piedra, y sostenía una jarra de la que salía el agua de la fuente.

-Vamos andando, venga- dijo la hermana, echando a caminar con cara de estar mordiéndose la lengua para no ser más cruel. La otra se vio forzada a seguirla mientras soltaba excusas. Ninguna de las dos vio lo que ocurría en ese momento.

Fue apenas un instante, tan breve que nadie de los ajetreados viandantes lo advirtió. Los ojos de la estatua se movieron siguiendo a Amanda hasta que esta abandonó la plaza.

-Después de tanto tiempo, al fin te encontré- dijo la estatua mientras su mirada volvía a la posición original.

Como se imaginaba, llegó tarde a clase. Y para colmo a primera hora tenía Biología con la profesora a la que los alumnos llamaban «la escoba´´ por su extrema delgadez. Inmediatamente, la envió castigada al pasillo.

-A mi edad no puedo estar de pie muchas horas. Es malo para el desarrollo de los huesos- dijo Amanda, logrando despertar la sonrisa cómplice de algunos compañeros. Pero la profesora supo hacérselo pagar.

La envió a hacer unas fotocopias para la clase, sabiendo que la máquina estaba en el otro extremo del edificio. De esa forma, le dijo, al andar haría ejercicio y no tendría problemas con sus huesos.

Por suerte, tuvo un pequeño consuelo a la hora del recreo. Su madre le había preparado ese día su bocadillo favorito: de queso y lomo.

-Gracias, mami- pensó mientras se lo comía sentada en un banco con su amiga Patricia, que tenía la cara tan llena de granos que recordaba a una paella. Sería una marginada de no ser porque Amanda y su amiga Lucía se juntaban con ella.

Al mismo tiempo, ella las ayudaba a estudiar. Así que la amistad era beneficiosa para todas.

-Chicas- dijo Lucía, que apareció en ese momento con su carpeta después de haber atravesado el campo de fútbol del patio esquivando balonazos- Mirad quien me ha firmado-.

-¡¡¡Ay, no puede ser!!!- dijo Amanda, levantándose del banco sin poder contenerse, y atrayendo la atención de algunos que pasaban. Incluso Patricia, más tímida y comedida, no pudo evitar soltar un grito.

La carpeta tenía la firma de John Logan, el cantante favorito de las tres y de medio sector femenino del alumnado. Estaba haciendo una gira por Europa, que en esos momentos le había llevado a Madrid.

La firma despertó fuertes discusiones sobre su veracidad entre las admiradoras del cantante, pero finalmente la presidenta del club de fans tuvo que reconocer su autenticidad. La ex presidenta, destituida tras asegurar que John hacía playback en sus directos, también lo confirmo.

Al parecer, el primo de Lucía (que era rubia y llevaba un aparato que la hacía sonreír siempre tímidamente para que no se le viese) trabajaba en una tienda donde el cantante firmó discos, y pudo colarla.

Desde entonces cada compañera con la que se encontraba la lanzaba miradas cargadas de corrosiva envidia. Ni siquiera sus amigas fueron inmunes a esto cuando empezó a contar lo amable que había sido con ella, pero sabía cómo ganárselas.

-John da un concierto este sábado antes de irse a Londres- dijo, sacando tres entradas- Os quería preguntar sí…-.

No pudo terminar la frase. En unos segundos la chica fue besada, abrazada y encumbrada a mejor amiga del universo.

La campana sonó, indicando la vuelta a las clases. Las tres jóvenes no tuvieron ninguna prisa en ir hacia el edificio del colegio, y no solo porque su siguiente clase fuera Matemáticas.

Aunque Lucía intentó que guardaran lo del concierto en secreto, durante todo el camino de vuelta Amanda estuvo hablando en voz alta sobre lo genial que sería estar allí en directo, y lo que se iba a poner.

Las chicas que se encontraron se dividían en tres grupos a juzgar por como las miraban: las que querían matarla, las que planeaban hacerlo lentamente y las que pensaban como arrimarse por si sobraba alguna entrada.

-Oye, ¿podemos hablar? – dijo Aurora, que desde ese año ya iba al mismo patio que su hermana. Amanda vio que estaba con su amigo Diego, un chico que había llegado nuevo ese año y que, de no ser por ella, sería un auténtico apestado.

Tras decir a sus amigas que se adelantaran, se quedó un momento para hablar con ella sin muchas ganas.

– ¿Te importa subir con nosotros? – dijo Aurora, y entonces un grito llegó desde las escaleras. Sergio, un chico del curso de ella que ese año repetía por segunda vez, acababa de dar una patada a un balón estrellándolo contra la pared, muy cerca de una alumna de primero de la ESO, que era quien había gritado.

Diego, que tenía la piel muy pálida y el pelo negro corto, puso cara de incomodidad. Amanda sonrió, comprendiendo.

– ¿Qué pasa, el niñato ese os ha vuelto a acosar? -.

-A mí no- respondió Aurora- Pero con Diego se pasa bastante-.

Amanda miró al chico por segunda vez. Todos sabían que sus padres, dueños de un museo de historia antigua, estaban forrados. Muchos se preguntaban que hacía allí, en ese instituto. Tal vez, pensaban, intentar pasar desapercibido. Aunque no se le daba muy bien.

Entre su aspecto debilucho y que su único tema de conversación era las diferencias entre los dioses griegos y egipcios, era un blanco fácil. La chica no sabía bien porque su hermana se juntaba con él aparte de por pena.

-Mira, Aurora, te lo he dicho muchas veces. No te metas donde no te llaman. Además, si hay alguien que se lleva todos los palos, pues tú no te los llevas-.

Sin añadir nada más, fue hacia las escaleras y su mente volvió a perderse en las canciones de John Logan y la cita del sábado. Parecía increíble que un día que no había empezado muy bien se había convertido en algo genial que nadie podría estropear.

O eso creía ella.

-Es increíble- dijo más tarde Patricia mientras leía, a la salida del colegio, el boletín de notas de su amiga- ¿Cómo pudiste suspender inglés? Si las preguntas que te dije que estudiaras entraron todas en el examen. Oh, perdón-.

Añadió esto último al ver la mirada reprobatoria que le estaba lanzando Lucía. Amanda andaba con la cabeza agachada, sepultada bajo su mata de pelo rojo. Lo que parecía un gran día se había estropeado cuando, a última hora, el tutor les entregó las notas del trimestre.

Y ella necesitó los dedos de ambas manos para contar los suspensos.

-Se acabó- dijo cuando, tras un largo rato, pudo articular palabra- Pasadlo bien en el concierto por mí-.

-No seas tan dramática- dijo Lucía- A ver, hasta el lunes no tenemos que traer las notas firmadas, ¿no? -.

Aquellas palabras provocaron un rápido cambio en la chica. El color volvió a sus mejillas y los ojos le brillaron, ilusionados.

-¡¡Gracias!!- dijo abrazando a sus amigas, y besando a ambas en las mejillas de lo ilusionada que estaba- ¡¡¡Sois las mejores!!!-.

Era cierto, pensó mientras volvía a casa. Sus padres no sabían que les habían dado las notas. Estaban a jueves, y hasta el lunes no tenían clase con el tutor otra vez. Podría guardarlas hasta entonces, y así aplazar el castigo para después del concierto.

Así que volvió a ilusionarse, tanto que cuando cerró la puerta de su casa tarareaba «Hold me tight´´, su canción favorita de John Logan.

-Hola, cariño- dijo su madre cuando la oyó llegar- ¿Qué tal las notas? Nos ha dicho Aurora que ya os las han dado-.

La chica se quedó petrificada en el pasillo. Lo único que pudo hacer fue murmurar palabras como «rencorosa, mala hermana…´´ mientras su madre, que llevaba puesto un mandil de cocina, se acercaba a ella.

-Déjamelas ver- dijo, con un tono de voz tan dulce como el pastel que acababa de cocinar, y que se calentaba en el horno. Pero Amanda la conocía lo suficientemente bien como para saber que era la voz que usaba cuando no quería repetir las cosas dos veces.

Así que le dio el boletín. Y firmó su sentencia de muerte social.

Hay tormentas que estallan rápidamente, empapando a todos los desprevenidos que pillan en la calle sin paraguas. Otras, en cambio, se toman su tiempo. Pero, cuando estallan, lo hacen con el doble de intensidad.

La de la madre de Amanda fue de estas últimas.

– ¿¿¿¿Ocho suspensos???? ¡¡¡AMANDA!!-.

El estallido fue tal que el padre, Héctor, dejó de intentar reparar una bombilla en el salón, e incluso Aurora se asomó desde su habitación al fondo del pasillo. De dentro salía la música que solía ponerse para estudiar.

La madre, Elena, respiraba como un rinoceronte fatigado. Arrugó el boletín hasta hacer una pelota con él, lo desarrugó, leyó de nuevo y volvió a hacer una pelota. Finalmente, se dejó caer en el sofá del salón.

-A tu cuarto- dijo- De momento no sales en todo el fin de semana-.

A pesar de que tenía motivos más que de sobra para hacerlo, volvió a hablar para sacar el tema que más le había preocupado desde que supo las notas.

-Esto…Lucía me ha invitado a un concierto el sábado. No puedo faltar-.

-Hombre- dijo el padre cuando por fin consiguió leer el boletín- Seguro que podrán hacerlo sin ti-.

El padre solía ser algo más benévolo y negociador en ese tipo de situaciones así que, cuando volvió a la carga, interpeló directamente a él.

-Papá, por favor, he prometido que iría. El tutor ha dicho que van a poner clases de refuerzo para los que van peor-.

-Dirás para los que vais- añadió la madre, que estaba empezando a recuperarse y amenazaba con retomar su cabreo.

-Bueno- siguió la chica, que no estaba dispuesta a rendirse- Prometo ir a esas clases. Pero por favor, dejadme ir al concierto-.

-No. A tu cuarto- respondió, implacable, la madre.

-Pero…-.

-Ni peros ni peras. He dicho que no-.

Amanda sabía que no llevaba razón en la discusión, y más adelante se arrepintió mucho de sus palabras. Pero en ese momento, como adolescente que era, se sentía dolida porque le quitaran algo que creía entonces tan importante.

Y no pudo evitar abrir la boca.

-No sé para qué queréis que estudie tanto. ¿Para acabar en el paro, como tú? Iros a la mierda-.

Inmediatamente la mano de la madre, que se sintió aludida por no tener trabajo en esos momentos, golpeó fuertemente la mejilla de la chica. El impacto retumbó en el pasillo e impresionó a todos, incluida ella misma.

Rápidamente se arrepintió de su acción. Pero, cuando cruzó una mirada con su hija, las dos supieron que eran demasiado orgullosas para ceder.

Así que, todavía con la mano en la dolorida mejilla, la chica salió de casa sin intención de volver.

– ¡Amanda! – dijo el padre, pero solo recibió un portazo como respuesta. La madre, visiblemente afectada, se volvió a sentar para tranquilizarse.

– ¿Queréis que vaya a hablar con ella? – dijo Aurora, que apareció por el pasillo. Empezaba a sentirse culpable de haber contado lo de las notas, viendo lo que había provocado.

-Ya volverá- respondió el padre, que en ese momento sentía que debía estar con la madre. La conocía lo suficientemente bien para saber que, aunque no lo mostrase, le había afectado lo ocurrido.

Y con la hija tampoco iba desencaminado. Tras bajar las escaleras (vivían en un quinto piso), salió a la calle y caminó sin rumbo fijo, con la única intención de alejarse lo máximo posible de ellos. En ese momento, les culpaba de todo lo malo que había en su vida.

Llegó hasta un parque que tenía forma de laberinto, con barreras vegetales actuando como separación. Sin molestarse en mirar por donde iba, caminó hasta cansarse, desandando después el camino y siguió adelante hasta que sus pies le dijeron basta.

Tras sentarse en un banco, se tocó la mejilla, que seguía ardiéndole. ¿Cómo se había atrevido a ponerle la mano encima? El móvil le sonó, y vio que tenía un mensaje de su hermana: «por favor, ven a casa. Mamá está mal´´.

Una parte de ella sabía que su comportamiento estaba siendo inmaduro y estúpido, pero otra, la más adolescente, sentía deseos de castigar a su madre. ¿No era ella quien la había golpeado? Pues a ella le correspondía pedir perdón.

El sonido del pincel, que no había escuchado hasta ese momento, la sacó de sus pensamientos. Cerca de ella, pintando en un pequeño lienzo de mesa montado sobre un caballete, había un viejo pintor. Algunos iban a veces al parque a dibujar, pero a este no recordaba haberlo visto.

Aparentaba más de setenta. Su barba y cabello eran de un gris plateado, y le caían hasta debajo de los hombros. Vestía un abrigo del mismo color, y un sombrero. A la chica le sorprendió que alguien aún usara sombrero.

Todo ese tiempo, la había pintado a ella en el banco. Y lo hizo con tanto detalle que quedó muy sorprendida, preguntándose cuanto llevaba allí para que hubiera podido hacer un trabajo tan bueno. Empezaba a anochecer y, fuera del parque, las farolas se encendían tímidamente.

Sintió un fuerte deseo de volver a casa pese a su enfado.

-Perdone- dijo dirigiéndose al pintor- ¿Sabe usted como se sale? – preguntó con vergüenza, pues se sentía estúpida de haberse perdido en el laberinto.

Sin embargo, el otro no respondió. Su pincel siguió rasgando suavemente el lienzo, dibujando los últimos contornos del banco, incluida la sombra bajo este. La precisión de su trabajo fascinó a la chica hasta el punto de casi hacerla olvidar que la estaba ignorando.

Le repitió la pregunta, pero el otro ni siquiera hizo señal de haberla oído. Un poco molesta por su actitud, sacó el móvil para mirar el Google Maps, y se alejó andando.

-Todo recto por esta fila, luego gira a la derecha. Camina, gira otra vez a la izquierda y allí verás la salida. En dos minutos, estás fuera-.

Tras soltar todo eso, el pintor siguió dibujando. Amanda se le quedó mirando, incrédula. Su voz era profunda y tenía un punto rasposo. De no ser porque allí estaban solo ellos, le habría costado creer que era él quien habló.

– ¿Por qué no me contestó antes? – dijo la chica.

-Tenía que ver a qué velocidad caminabas para poderte decir lo que tardarías- respondió el otro como si fuera lo más normal del mundo, dejándola doblemente pasmada.

-Bueno, pues chao- dijo ella, y dio la vuelta para marcharse por donde le habían indicado.

-Espera- la detuvo el otro, que ya había terminado el dibujo- Olvidas tu retrato-.

La chica pensó que le estaban tomando el pelo hasta que el otro cogió el lienzo y se lo entregó. El realismo con el que había sido dibujada, captando hasta ese pelo rebelde de su cabeza que aún no había conseguido domar, la impresionó tanto que olvidó la inquietud que sentía.

Esto se debía a como el retrato captaba su expresión preocupada hasta el punto de casi conocer sus sentimientos y plasmarlos mejor de lo que ella misma podría. Sentía que en la pintura latía un poder capaz de desnudar su ser y fisgonear en sus secretos más íntimos.

Era hasta siniestro. Pero intentó convencerse de que no había motivos para pensar así.

-No sé si debo-.

-Quédatelo- insistió él, volviendo a ofrecérselo- Has dicho «no debo´´ en vez de «no quiero´´. Eso es que quieres, quédatelo. Así olvidarás un poco lo que te preocupa-.

La chica le miró, intrigada. Tenía la piel muy arrugada, casi como su boletín tras quedar convertido en una pelota por su madre. Pero las arrugas eran más pronunciadas, como las carreteras dibujadas en un mapa.

Había algo hipnótico en ellas si se las miraba mucho tiempo. Y sus ojos…eran pequeños y de color avellana. Parecían no perder detalle de nada de aquello donde los fijara. Esto aumentó la inquietud dentro de Amanda, que se sentía observada y estudiada.

-Soy pintor. Para dibujar, hay que observar- dijo para justificarse, mientras exhibía una sonrisa amarillenta y de dientes ligeramente torcidos, como las teclas de un piano demasiado aporreado.

Con un tímido «gracias´´, la chica aceptó y, tras coger el lienzo, se alejó andando. Lo último que vio del extraño individuo fue que se quitó el sombrero y agachó la cabeza a modo de cortés gesto de despedida.

Mientras seguía sus indicaciones para salir del laberinto, Amanda notó como el móvil le sonaba. Era su madre. Enfadada aún, no lo cogió. Una brisa otoñal se levantó, agitando unas hojas en el sendero, que flotaron ante la chica antes de volver a su sitio.

«Ojalá´´, pensó mientras recordaba el golpe y la humillación con cada nuevo tono de llamada. «Ojalá no me dieseis la lata más´´.

Y, mientras ella pensaba esto, dos cosas extrañas sucedieron al mismo tiempo. El lienzo empezó a cobrar color tan rápido que pareció tener vida propia. En él, las hojas casi parecían moverse y los latidos de la Amanda retratada escucharse.

Y mientras esto pasaba, una nube de tormenta se formó rápidamente sobre el edificio donde vivía la familia. El padre de la chica la observó sorprendido desde la ventana mientras, en el pasillo, la madre desistía en su intento de llamada y, entristecida, colgaba.

Un rayo salió de la tormenta, e impactó en la ventana de la casa. El trueno retumbó en el vecindario mientras, unas calles más allá, el color volvía a marcharse del lienzo como si nunca hubiera existido.

El pintor sonrió y, tras recoger sus instrumentos, se alejó caminando del parque.

Amanda pensó en llamar a alguna amiga para intentar quedarse esa noche en su casa, pero decidió no involucrarlas en sus problemas. Eso, unido al hecho de que había anochecido, la llevó a tragarse su orgullo y volver a casa.

Con un poco de suerte, pensó mientras subía en el ascensor, a esa hora estarían cenando y podría irse directamente a su habitación.

Pero, cuando se disponía a ejecutar su plan, casi chocó en el pasillo con su hermana, que salía de la cocina llevando unos cubiertos.

-Anda, ya volviste- dijo, en un supuesto tono indiferente, pero en el que a Amanda le pareció detectar una nota de alegría- Ayúdame con la mesa, porfa-.

– ¿Está mamá muy enfadada? – dijo, asumiendo que ya no podría pasar desapercibida y acompañando a la otra al salón. Aurora la miró extrañada.

– ¿Desde cuándo la llamas mamá? – preguntó, dejando a la otra desconcertada. En ese momento, se escucharon pasos de alguien que entraba y una voz a su espalda.

– ¿Ya estás aquí? Me alegro de que hayas entrado en razón-.

Amanda se giró para ver entrar en el salón a su tía Nieves, de cincuenta años, a la que no veía desde hacía más de diez años, después de que esta tuviera una pelea con su madre por motivos que nunca les contó.

-Ya hablaremos de lo de las notas, ¿vale? – siguió diciendo, ajena a la expresión de perplejidad de su sobrina- Perdona por lo del bofetón. Fue excesivo por mi parte-.

– ¿¿Qué haces aquí??- preguntó esta, descolocando a las otras dos- ¿¿Dónde están mamá y papá??-.

Aurora y Nieves compartieron una mirada confusa, y luego volvieron a centrar su atención en ella, preocupadas.

-Si lo haces para vacilar, para ya. Te estás pasando- dijo la primera.

-Sois vosotras las que me estáis vacilando- continuó Amanda, incapaz ya de detenerse- Quiero saber que está pasando aquí. ¡Mamá, papá! Salid, no tiene gracia-.

-Amanda, ¿te encuentras bien? – preguntó la tía, sinceramente preocupada. Esto ablandó un poco a la chica, pero seguía enfadada por no entender el juego que se traían.

-Sí. Quiero decir no. ¿Dónde están mis padres? ¿Es una venganza por lo de antes? -.

-No sé a qué te refieres. Yo siempre he vivido aquí con vosotras desde que murieron-.

Si en ese momento un perro hubiera entrado volando por la ventana, la chica no habría quedado tan fuera de sí como con aquella explicación. Sin que pudiera evitarlo, se le escapó una risa nerviosa.

-Me estáis tomando el pelo, ¿no? Por favor, parad ya. No tiene gracia-.

-Esta se ha dado un golpe o algo-.

-Basta, Aurora. Amanda, nadie te está tomando el pelo. Explícame por favor que te pasa-.

La chica fue a responder, pero en ese momento reparó en algo más. Sobre una mesita junto a la mesa tenían una foto de familia de cuando visitaron un zoo teniendo ella siete años, y su hermana cinco. Se la hicieron junto a la jaula de un tigre de exótico pelaje.

La fotografía seguía estando. Pero era a su tía a quien cogía de la mano en ella, y no a sus padres. En ese momento, el lienzo le cayó al suelo de la impresión. Esperó el momento en que por fin le dijesen que todo era una broma, pero este no se produjo.

Las piernas le temblaban, y todo daba vueltas a su alrededor. Desde el momento en que encontró al viejo pintor, todo se había vuelto increíblemente extraño y no le gustaba. No entendía nada.

Solo sabía que quería a sus padres de vuelta, aunque fuera para castigarla otra vez.

– ¿Quién te ha dado esto? – preguntó Aurora, que había cogido el lienzo. Debido a la extrañeza de la situación, apenas había reparado en él hasta entonces, pero al mirarlo quedó fascinada debido a su sensibilidad artística, mayor que la de su hermana.

Al volver a mirar este, Amanda recordó al pintor. No fue consciente entonces, pero mientras volvía a casa notó una sensación extraña proveniente de la pintura, como si esta le hablase a ella directamente y supiera lo que deseaba.

Y su deseo había sido…había sido…

Sin dar ninguna explicación y dejando a las otras aún más confusas y preocupadas, salió del apartamento una segunda vez y, de nuevo, se lanzó a la calle. Atrás dejó rápidamente las voces que gritaban su nombre.

Con cada paso que daba, se odiaba un poco más a sí misma. Sus motivos para huir le parecían ahora tan infantiles y fuera de lugar comparados con volver a ver a sus padres una vez más que no podía sentirse peor.

Aquel hombre, de alguna forma, la había engañado. Pero el deseo había sido suyo. Por un lado, su mente de niñata caprichosa deseó que no la molestaran más. Y ahora sus padres ya no existían. Se sentía la peor persona del mundo.

Llegó al parque, y sus ánimos terminaron de derrumbarse. Las lágrimas de impotencia afloraron en sus ojos cuando se agarró a la verja de entrada a este, que ya había sido cerrada.

Su última esperanza de obligar al pintor a revertir lo que fuera que había hecho se esfumó. Odiándose a sí misma, se echó a llorar y deseó desaparecer con tal de que sus padres volvieran.

-Aún puedes recuperarlos- dijo una voz a su espalda, sobresaltándola. Se giró para ver a una chica de su edad que la miraba con lástima. Tenía ojos y pelo castaño, y vestía con un abrigo gris. Por alguna razón le resultaba familiar.

A su lado había un chico de pelo negro y corto, piel pálida y ojos verdes. Su compañera había hablado con tanta seguridad que confundió a Amanda, mitigando por un momento su pena bajo esta nueva sensación.

– ¿Sabéis…lo que me ha pasado? – preguntó. La chica asintió a modo de respuesta, y le tendió la mano para incorporarse. Ella dudó si aceptarla o no.

-Sabemos quién ha sido- dijo el chico- Ahora tenemos que interrogarle. Pensamos que te seguiría a ti. ¿Te dejaste algo en la casa? -.

Amanda se levantó sin ayuda, y se quedó mirándolos. Cada vez se sentía más confusa y eso aumentaba su indefensión ante lo que ocurría. En un intento de contrarrestar eso, se centró en responder la única pregunta que sabía.

-El lienzo del pintor. Pero explicadme, ¿quiénes sois vosotros? ¿Cómo sabéis lo que ha pasado? ¿Me habéis estado siguiendo? -.

Para su frustración, no respondieron. Intercambiaron entre ellos una mirada de miedo y urgencia que la preocupó aún más. Luego, la chica dio un paso hacia ella, quedando iluminada por una farola junto a la verja.

-Te lo explicaremos todo, pero ahora tenemos que ir a tu casa. Y rápido-.

Amanda quedó muy sorprendida cuando, al poder observarla con más claridad, la reconoció por fin. Después de verla tantas veces por las mañanas al ir al colegio, había llegado a conocer bien su cara.

Era igual que la estatua de la fuente junto a la parada donde se le cayó la moneda esa misma mañana.

En casa de la chica, el lienzo había quedado abandonado en el salón a oscuras. En la cocina, Aurora intentaba consolar a su tía después de que esta se derrumbara por el comportamiento de su hermana.

La chica se comprometió a ir a buscarla debido a que Nieves estaba bastante alterada. Le prometió que volvería pronto, y que la informaría.

Esta discusión hizo que ninguna viera la luz violeta que brotaba del lienzo. Esta, que tenía un tono espectral, iluminaba a la silueta que estaba brotando de ella.

Se trataba de un hombre envuelto en una gabardina gris, con un sombrero y guantes del mismo color. Su vestimenta recordaba a la de los detectives de las películas antiguas. Saltó de la mesa donde estaba el lienzo con agilidad felina una vez estuvo fuera.

Sonrió de forma inquietante al oír las voces de la cocina. Su cara tenía la forma de una esfera negra sin nariz ni orejas, ni rasgos faciales.

Solo unos ojos pequeños de los que la luz violeta brotaba en forma de faros, barriendo la oscuridad.

Y bajo estos, su siniestra sonrisa.

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