
Las velas de la tarta iluminaban el comedor en cuya mesa todos se habían reunido, Sara presidiéndola. El número trece aparecía con letras rojas en el centro de la tarta, que era de frambuesa, su favorita.
Se alegraba de poder compartir aquel día tan especial con sus personas más queridas. Y es que ese año no solo celebraba cumplir uno más, sino poder seguir haciéndolo después de tantas batallas y aventuras.
Los demás habían sacado sus móviles para poder fotografiarla en el momento que soplara, pero ella, pese a su carácter algo tímido, no se sentía intimidada sino en casa por primera vez desde hacía mucho tiempo.
-Vamos, Sara, sopla- dijo Laura, sentada a su derecha.
-Y no te olvides de pedir tu deseo- añadió Marta guiñándole un ojo, sentada al fondo de la mesa.
-Venga, no me la agobiéis- dijo Tomás, el padre de Sara, sentado a su izquierda al lado de la madre- Cuando quieras, Sara-.
Obediente, la chica se preparó para soplar, pero en el último momento decidió no hacerlo. Por alguna razón que no acababa de entender, sentía que si no les contaba en ese momento sus pensamientos no lo haría ya después.
-Quería deciros que me alegro mucho de que estéis hoy aquí- dijo, emocionándose visiblemente según avanzaba- Todos-.
Los demás le sonrieron, especialmente sus padres cuyas manos se rozaron bajo la mesa. Lo supo porque ponían la cara que siempre usaban cuando no querían que se enterara de ese tipo de cosas. Y ella fingía que así era.
Incapaz de contener su felicidad, sopló las velas. Y entonces ocurrieron varias cosas.
La luz de las velas se apagó, y con esta se fue la temperatura cálida del salón. Una luz fría y gris se apoderó de la estancia, y no hubo fotos ni aplausos. Todos los demás se quedaron tan completamente quietos que asustaron a la chica.
Antes de que pudiera preguntarles qué les pasaba, en sus rostros empezaron a aparecer unas grietas que se multiplicaron rápidamente. Sara gritó sin poder remediarlo cuando, uno a uno, sus padres y Marta se rompieron ante sus ojos como si fueran porcelana, y sus pedazos cayeron al suelo.
Se giró hacia Laura, pero la forma en que esta la miraba le confirmó sus peores temores antes incluso de que ocurrieran.
-Adiós, Sara- dijo, y corrió el mismo destino que los demás. Su amiga intentó atrapar sus pedazos como si con eso pudiera evitar que desapareciera, pero lo único que consiguió fue quedarse sola, gritando en aquella sala fría y deshumanizada que minutos antes había sentido su casa.
Despertó gritando en otra sala, también sola. Pero ya no era su cumpleaños ni tenía 13. Un espejo cerca de su cama le devolvió la imagen de una mujer de 43 años. En la oscuridad, una figura habló a su lado.
-¿Qué te pasa? ¿Es otra pesadilla? -.
Jaime, su marido, ya estaba acostumbrado a ese tipo de situaciones. Como la respuesta era muy obvia, se limitó a abrazarle como si temiera que, en cualquier momento, pudiera desaparecer como hicieron los demás.
Más tarde, cuando ya Sara tenía asumido que no volvería a dormirse, abrió el cajón de su mesita y sacó el colgante con forma de nube. Lo tenía guardado allí casi desde que se mudaron a aquel apartamento, y rara vez lo sacaba.
Jaime dormía profundamente. Le envidiaba por poder hacerlo con tanta facilidad. Se levantó y descorrió las cortinas. Desde su séptimo piso tenía una vista bastante clara de la ciudad, a donde se habían mudado a vivir. Todo parecía en calma.
Parecía no tener mucho sentido hacer eso, pero tras haber sido una guerrera-hada de vez en cuando tenía la necesidad de comprobar que todo siguiera bien, casi como un instinto de supervivencia que no la abandonaba.
Desde la ciudad no se podía ver el dibujo que las hadas hicieron en el cielo tras la batalla, con las imágenes de los caídos. Muchas veces extrañaba esa imagen, pero no verla le evitaba enfrentar el resquemor que, le gustara o no, sentía hacia las hadas.
-Podríais habernos dado al menos las gracias- dijo para sí.
Fue a la habitación de su hijo, Rodrigo, que al día siguiente cumpliría doce años. De nuevo, aquella sensación de comprobar que estuviera bien y que no se desvaneciera. Pero allí estaba, con su pelo negro y rizado heredado de su padre, y su piel morena, herencia de su madre.
Lo besó antes de, suavemente, salir de la habitación y volver a meterse en la cama. Se deslizó entre las sábanas con la agradable sensación de que las tinieblas de aquel mal sueño habían quedado atrás.
Y de que, esa vez sí, estaba en casa.
A la mañana siguiente, tras el desayuno, la rutina familiar estalló con la energía habitual.
-¿¿Por qué no me despertaste más temprano, mamá??- dijo Rodrigo entrando a medio vestir en la cocina, metiéndose una tostada en la boca y volviendo a salir a igual velocidad.
-Te llamé hace media hora, pero tú ni caso, hijo- contestó Sara mientras terminaba su café. Le divertían aquellas peleas mañaneras porque le recordaban como, hacía mucho tiempo, pensaba que si era madre nunca sería tan mandona como la suya.
-¡¡No me di cuenta!!- repitió el chico, volviendo a aparecer ya con el uniforme del colegio puesto y cepillándose los dientes a toda velocidad. Tras soltar la frase, desapareció de nuevo.
Jaime, que trabajaba como programador informático, terminaba de perfilar en esos momentos el diseño de una página web que ese día iba a presentar a un cliente. Como solía hacer, mostró primero el resultado a su mujer en busca de aprobación.
-¿Te gusta? – dijo. La página, diseñada para una tienda de juguetes, mostraba dibujos de estos dando la bienvenida como fondo de pantalla.
Sara puso cara de «sí, pero falta algo´´. Él volvió a hacerle unos retoques rápidos antes de enseñársela de nuevo.
En esta ocasión había hecho que los dibujos esperaran, quietos, a que terminara de cargarse la página. Cuando lo hacía, todos ellos se levantaban a la vez para celebrar y dar la bienvenida.
-¿Qué tal ahora? – preguntó y, para felicidad suya, la respuesta de su esposa fue esta vez afirmativa.
Aquel brillo de ilusión, casi infantil, que aparecía en los ojos de Jaime cada vez que este hacía algo que le apasionaba fue una de las cosas que la hicieron enamorarse de él.
Sara trabajaba de dependienta en una tienda de ropa y, aquel día, le tocaba turno de tarde. Así que fue Jaime quien llevó al chico al colegio en coche mientras ella se quedó en el pequeño apartamento haciendo una lista de cosas para comprar.
Pero, antes de salir, decidió llamar a Carlota. A diferencia de Sara, su amiga se quedó en el pueblo y eso dificultaba que mantuvieran contacto, pero intentaban no perderlo pues eran las únicas que sabían todo lo que vivieron, y hablar de ello era la única forma que tenían de no sentirse unas locas.
Además, aunque nunca llegaron a ser íntimas, lograron volverse buenas amigas en parte porque, tras la muerte de sus padres, Sara solo iba al pueblo en verano y se quedaba en casa de ella. El resto del año estaba con una hermana de su madre en la ciudad.
Tenía muy buenos recuerdos de aquellos veranos, sobre todo cuando las dos se quedaban despiertas hasta tarde para ver las caras de sus amigas en el cielo desde la ventana de su habitación.
-¿Lo echas de menos? – preguntó Sara una de esas noches, refiriéndose a como habían salvado el mundo siendo hadas y como, para su frustración algunas veces, nadie más lo sabía porque los recuerdos de todos habían sido alterados en lo que se refería a la batalla y la presencia de seres sobrenaturales en el pueblo.
-La echo de menos- respondió Carlota sencillamente, sin apartar la mirada de la imagen de Laura.
Pero, a pesar de aquellos recuerdos, al alcanzar la mayoría de edad Sara sintió la necesidad de dejar el pueblo. Tras lo ocurrido con su padre, muchos creían que él había matado a su madre y luego murió en una explosión. Ni siquiera los habían enterrado juntos en el cementerio.
Ella se convirtió en una señalada. Algunos por pena y otros creyendo que la locura de su padre podía ser hereditaria murmuraban a sus espaldas e inventaban toda clase de rumores. Aunque nunca reconoció que fue debido a eso, Carlota cortó con algunas de sus antiguas amistades que contaban mentiras sobre Sara. Y ella le estuvo muy agradecida por eso.
Salir adelante sin sus padres había sido realmente duro, y le costó muchas noches enteras de lágrimas. Pero el haber sido hada y sentirse parte de esa gran familia, le hacía de alguna forma sentir que nunca estaba sola del todo.
-¡Ya te vale! ¿Cuánto hace que no hablamos? – dijo Carlota al otro lado del teléfono.
La vida no había sido muy buena con ella. Sara supo que, poco después de irse del pueblo, su amiga intentó hacer lo mismo y buscar suerte fuera. Trató de ser actriz y modelo, pero no encontró su lugar. Tras sufrir un importante desengaño amoroso y cansarse de ir a castings sin resultado, siendo humillada en algunos de ellos, decidió volver al pueblo.
Pero su familia, que no aprobaba la carrera que intentó perseguir, no la recibió con los brazos abiertos. Antes de irse su madre le dijo que no esperara que le solucionara más la vida, y lo cumplió a rajatabla.
Actualmente trabajaba de cajera en el supermercado del pueblo, muy alejada de la imagen glamourosa que de joven imaginaba para ella. Tenía buena relación con su hermano pequeño, pero con su padre no pasaba de cordial y con su madre era prácticamente inexistente.
Sin duda, no era eso lo que esperaban de su prometedora hija. Y la antigua Carlota probablemente también se habría avergonzado de sí misma. Pero, como ambas sabían sin decirlo en palabras, algo de ella murió en aquella cueva misteriosa.
-Creo que quería ser actriz por Laura- le dijo un día a Sara, recordando una vez más a su amiga fallecida- Muchas veces de pequeñas jugábamos a que nos hacíamos famosas y salíamos en revistas-.
Aunque nunca lo dijo, lo que Carlota más admiraba de ella es que era popular sin buscarlo, sin meterse la presión que ella sí se cargaba a sí misma. Simplemente había algo en ella que atraía a todos los demás. Pensar en esa cualidad de Laura le daba fuerzas para aplicársela a sí misma y no dejarse hundir en los momentos difíciles.
-Y, ¿cómo va todo? – preguntó a Sara cuando llevaban un rato de conversación. La otra tardó los suficientes segundos en responder como para que su amiga, que la conocía bien, intuyera que no la había llamado solo para saber de ella.
-Sí. Todo bien por aquí-.
-¿Seguro? -.
-Sí-.
-Sabes que, si pasa algo, lo que sea, puedes decírmelo, ¿verdad? -.
-No quiero preocuparte-.
-Entonces hay algo-.
Sara acabó cediendo y le habló del sueño que había tenido, el cual dejó en ella una desagradable sensación que no se le iba del todo, y que le costaba explicar.
-Ha sido como…sentí lo mismo el día del eclipse-.
-Sara, escúchame, se acabó. Tu padre usó la espada y nos salvó, ¿recuerdas? -.
Era cierto. Muchas veces, en aquellos veranos, volvieron juntas a la explanada donde estaba la feria llevando con ellas sus amuletos de transformación (los cuales no habían vuelto a activarse desde el día de la batalla) esperando encontrar un signo que les confirmara que el mal había desaparecido del todo.
Nunca lo encontraron. Pero tampoco algo que indicara lo contrario.
-Así que no te agobies- siguió Carlota- Hasta que no veas otra feria saliendo de un eclipse, no tenemos nada de qué preocuparnos-.
Las palabras de su amiga sirvieron para tranquilizar en parte a Sara. Hablaron un rato más, y finalmente quedaron en volver a verse cuando esta última visitara el pueblo con su familia por navidad. Faltaban dos meses, pero a Carlota le agradó escucharlo porque en aquellas fechas se sentía algo sola dada la situación con sus padres, y a que sus antiguas amistades en el pueblo ya solo eran conocidos en el mejor de los casos.
De alguna forma, ahora era ella la chica solitaria. Pero no le importaba este cambio de papeles porque había tenido tiempo para conocerse a sí misma.
Cuando finalmente colgaron, Sara ocupó el tiempo en hacer una tarta para Rodrigo y sus amigos cuando vinieran a la casa esa tarde. Eso le ayudó a distraer la mente y, mientras lo hacía, deseó con todas las fuerzas que su amiga estuviera en lo cierto y siguieran disfrutando de paz.
Aquella tarde se desató una fuerte tormenta en la ciudad. Al salir de clase, Rodrigo se quedó atrapado en un atasco junto a su amiga Blanca y todos los demás que habían cogido el autobús de las tres de la tarde.
-Esto va para largo- dijo ella mientras el chico se entretenía en hacer dibujos en una libreta que solía llevar consigo. Se le daba bastante bien y una vez le ofrecieron entrar en un concurso del colegio, pero lo rechazó.
No lo hizo porque fuera demasiado humilde o tímido, sino porque no entendía por qué dibujaba aquello. En ocasiones soñaba con un lugar donde unas mujeres con alas volaban, había centauros y un palacio submarino hecho de jade. Casi parecía que alguien se los inspirara en sueños, aunque nunca se lo había dicho a nadie por si pensaban que estaba loco.
-¿Qué dibujas ahora? – le preguntó la chica. Seguían parados y no parecía que fueran a avanzar, así que giró el cuaderno para enseñárselo.
-Es la cueva de la desesperación- dijo mostrando el dibujo- Dentro hay un demonio que, si lo derrotas, te lleva a donde más deseas-.
-Que imaginación tienes- comentó ella antes de ponerse con el móvil y aislarse en su mundo. Aunque eran buenos amigos, ella nunca fue una persona demasiado fantasiosa. Pero a causa de esto se complementaban porque era capaz de traer al otro a la tierra cuando su mente volaba demasiado.
A diferencia de lo que hizo su padre con ella, Sara nunca contó historias a su hija. Ni siquiera le enseñó la figurita del hada, que dejó sobre la tumba de su padre tras el entierro para que su amiga siguiera vigilándole.
Pese a lo mucho que seguía queriendo a su padre, no deseaba que su legado ni el del mundo mágico siguieran vivos en su hijo. Ya habían sido demasiadas aventuras, y si algo le había enseñado la marcha de las hadas tras la batalla era que la vida hay que lucharla sola, sin magia.
Eso era lo que quería enseñar a su hijo. Pero nunca llegó a saber sobre los sueños ni los dibujos de este.
Aquel día le tocaba el coche a Jaime así que, tras salir del trabajo bastante contento porque el cliente había valorado muy bien su página web, se dirigía en este a casa. Refugiado del clima exterior por la calefacción, evitaba el atasco yendo por una carretera menos concurrida a causa del peaje, pero ese día estaba contento y no le importaba pagar.
Fue tomando una curva, y mientras tarareaba alegre la música de uno de sus éxitos favoritos de los ochenta que llevaba puesta en la radio, cuando la figura se cruzó ante su coche.
En un giro desesperado para no atropellarla, dejó marcadas las huellas de neumáticos en el asfalto mojado, y giró dos veces sobre este. Aun así, para desgracia suya, sintió un golpe seco en uno de los giros y después, cuando el coche ya se había detenido, silencio.
Apagó la música. La lluvia repiqueteaba sobre el techo, produciendo un golpeteo constante. Por la parte de atrás se elevaba el humo del tubo de escape. Abrió la puerta lentamente, deseando que todo fuera producto de su imaginación.
Pero el bulto tirado en la carretera, unos metros más allá de donde se había detenido, destruyó sus esperanzas. El pelo negro que la lluvia pegaba a la cara no le impidió ver que era una chica, poco más mayor que su hijo.
Llevaba un vestido azul e iba descalza. En la parte de atrás del coche, junto a uno de los faros traseros pudo ver a pesar de la lluvia una pequeña abolladura. Cuando se acercó a ella y trató de reanimarla, no respondió a sus intentos. No era médico y no supo tomarle bien el pulso, pero la quietud del cuerpo le preocupó mucho.
Maldiciendo por cómo se había estropeado un día que iba tan bien, sacó el móvil y empezó a marcar el número de emergencias. Fue entonces cuando la chica abrió los ojos y, sin darle tiempo a reaccionar, le agarró de la camisa y le puso la mano en el pecho.
La sorpresa hizo que el móvil le cayera al suelo. Los ojos azules de la chica le fulminaban y sentía que no podía moverse, pero no debido a la fuerza de ella. A través de su mano, algo extraño estaba penetrando en su cuerpo.
Mientras tanto, en el autobús, los viajeros se asustaron ante un relámpago que se escuchó justo sobre el techo de este. Fue en ese momento cuando la libreta de Rodrigo cobró vida propia, para gran sorpresa de este y su amiga.
Las páginas se pasaban solas. Cuanto más avanzaban, más nítida se veía una mancha negra que empezó a aparecer en el centro de cada página. Avanzando como en una película, esta empezó a coger la forma y el color de las nubes en aquel cielo lluvioso.
Y dos ojos azules aparecieron en el centro de estas. Como el resto, fueron cogiendo textura hasta cobrar vida y clavarse en Rodrigo con expresión de furia. El chico dejó caer la libreta al suelo.

Una vez allí, los dibujos desaparecieron. El resto de pasajeros miraba a los dos chicos que se habían puesto de pie y, de forma inconsciente, se habían cogido de la mano. Al darse cuenta de esto último, se la soltaron enseguida a causa de un rubor que nada tenía que ver con la libreta.
En ese momento, el tráfico por fin avanzó. Con un gesto de triunfo el conductor, que hasta ese momento había estado intentando escuchar la radio sin lograrlo debido a las interferencias, se preparó a arrancar.
Pero, para fastidio suyo y de otros pasajeros, tuvo que detenerse para esperar a un joven de veinte y pocos años que llegaba corriendo sin resuello. Tenía aire despistado y escuchaba música con un mp3. De la parte de atrás llegaron pitos de conductores enfadados por la inmovilidad del autobús pese a que, de no haberse detenido, tan solo habrían avanzado dos metros.
El joven estaba sacando su billete y dando las gracias cuando las palabras le murieron en la garganta. La hoja de una extraña espada hecha de agua le sobresalía del pecho y, a medida que se ahogaba con su propia sangre, esta se teñía de rojo.
Finalmente cayó al suelo, muerto y sin comprender lo que le había ocurrido. Los gritos de los otros viajeros aumentaron cuando tras él apareció su asesino, un monstruo con cuernos y un cuerpo hecho de agua que mezclaba características del hombre y el toro.
El conductor trató de arrancar, pero un monstruo similar rompió la ventanilla de su asiento y lo arrastró fuera. Tras unos breves segundos donde se escucharon ruidos de lucha, un chorro de sangre manchó lo que quedaba de la ventanilla.
Los viajeros gritaban y se echaban hacia atrás, asustados. El monstruo avanzaba hacia ellos espada en mano, y pronto otros dos se le unieron llevando la misma arma. Empezaron a abrirse camino entre la gente, apartando a algunos de ellos tras olfatearlos y hacer un gesto negativo con la cabeza.
Un hombre acabó en el suelo con un tajo en el cuello. Los demás no llegaron a ver si intentaba hacerles frente o huir, pero fue lo de menos porque poco después murió desangrado en el pasillo del autobús.
El monstruo que iba delante agarró a Blanca y, pese a los intentos de esta por resistirse, la acercó hacia sí para olfatearla como a los demás. Presa de un heroísmo que no creía posible en él, Rodrigo se lanzó hacia ellos para intentar ayudarla, pero de poco le sirvió.
Otro de los monstruos le agarró del cuello y lo levantó en el aire, lo que le hizo sentir una gran humillación ya que le recordaba que, por mucho que quisiera hacerse el héroe, solo era un niño. El minotauro de agua se dispuso a lanzarlo con los demás para que esperara su turno de ser examinado.
Entonces ocurrieron varias cosas a la vez. Una mujer que había estado pidiendo a gritos que les ayudaran al no poder ver a dos menores en peligro se echó sobre los monstruos, solo para acabar en el suelo con un tajo en el pecho por donde empezó a desangrarse.
Justo después, el monstruo que estaba en el centro acalló con un rugido los gritos de la gente. Llevaba todavía la espada manchada con la sangre del primer muerto, y centraba toda su atención en Rodrigo, al que se acercó.
Sus ojos de agua le hacían aún más terrorífico porque podía ver a través de él como si no existiera, pero la presión que le hacía en el cuello su compañero se sentía tan real como una mano verdadera. Para terror y gran incomodidad del chico, empezó a olfatearlo.
Fueron unos segundos que le parecieron interminables, pero mucho peor fue lo que vino después, ya que el monstruo lanzó un grito que era una mezcla de voz humana y el mugido de un toro. Los otros dos respondieron pateando el suelo en lo que parecía una celebración.
Y entonces, las peores sospechas se confirmaron cuando el otro monstruo soltó a Blanca lanzándola a la parte de atrás. El que había olfateado el último alzó la espada y la dirigió hacia el pecho del chico.
Ocurrió en unos segundos, pero quedó grabado en la retina de todos los que lo vieron. El instinto de supervivencia llevó a Rodrigo a poner las manos delante en lo que parecía un esfuerzo inútil por parar el ataque.
Pero una sensación de poder que nunca había sentido recorrió su cuerpo y se manifestó en forma de dos corrientes de aire que salieron de sus manos y lanzaron hacia atrás tanto al ser que le sujetaba como al que iba a atacarle.
El tercero se quedó observando, tan desconcertado como el propio chico. Y aquella confusión le habría costado la vida de no ser porque el grito de Blanca le hizo reaccionar.
-¡Corre! – gritó ella y, sin dar tiempo a los monstruos de reagruparse, le tiró del brazo empujándole hacia adelante. La sensación de estar dejando sola a aquella gente le hizo sentirse mal, pero recordó los golpes en el suelo y aquel horrible hocico de agua olfateándole, y para su pesar, comprendió.
Fueran lo que fueran, habían encontrado ya a su presa.

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