Cortos de Tinta: Prólogo

Era noche cerrada en el mundo de las hadas. En medio de un desierto, a modo de un gran oasis, había una selva. Corría una ligera brisa que agitaba la vegetación, creando una melodía que acompañaba al solitario animal que trepaba por uno de los árboles más altos. 

Era un mono de cintura para arriba, pero por debajo era un crustáceo que llevaba su concha a cuestas. De pelaje marrón, trepaba dificultosamente por el tronco del árbol.  

Todo ocurrió muy rápido, pues el águila solo se dejó oír cuando estaba ya tan cerca de su presa que esta no podía escapar. La luz lunar hizo brillar brevemente sus garras antes de que, de dos rápidos zarpazos, desestabilizara al mono y lo hiciera caer. 

Agitando sus alas en la noche, el ave lo vio caer junto con dos de sus plumas, de color marrón, que había perdido en el ataque. El golpe sordo de la presa al golpear el suelo le hizo extender sus alas y sobrevolarla, sabiendo que el trabajo no había terminado. 

En efecto, el mono se había refugiado dentro de su concha grisácea. Desde dentro, observaba el tranquilo paraje. El aire agitó las hojas de un arbusto cercano, y después silencio. Incluso los aleteos del águila dejaron de escucharse. 

El animal tuvo una breve vista del cielo estrellado, filtrada a través de los árboles, antes de recibir el impacto del helado puñal que le arrebató la vida. Mientras su cuerpo daba los últimos espasmos, el ave aterrizó limpiamente a su lado. 

Solo que ya no era un águila. Era un chico preadolescente, y su cuerpo aún mostraba la cautela propia de las aves cuando se preparan para la caza. Sus ojos eran azules, y su pelo marrón. Su nariz era pronunciada, y guardaba cierto parecido con un pico. 

El puñal que mató al mono, hecho enteramente de hielo, se vaporizó en manos de una chica de pelo negro con alas, que llevaba un vestido azul y en vez de pies tenía aletas. Intercambió con el otro una mirada de complicidad, y entre los dos empezaron a transportar el cuerpo. 

Un tiempo después, estaban sentados en una llanura, al calor de un fuego donde habían asado los restos de la presa. Los rodeaban kilómetros de terreno desierto y deshabitado, pero era más seguro que hacerlo en la selva, donde la hoguera podía atraer a otros depredadores. 

Y, dejando de lado la propia supervivencia, Daniela era un hada del agua y nunca se arriesgaría a dañar a la naturaleza innecesariamente.  

Óscar, su hermano, sabía porque guardaba silencio. El fuego, ya débil, se reflejaba en los ojos azules y claros de ella. Aunque les había permitido comer, la chica no olvidaba que un fuego como ese consumió a sus padres. 

Así que lanzó una corriente de agua y lo apagó, quedando al cobijo solo de la luz lunar. Se miró la mano con la que la había lanzado, sintiéndose impotente. Si tan solo hubiera tenido poder para apagar aquel otro fuego… 

-A este ritmo llegaremos mañana a la ciudad de las mujeres-gato- dijo el chico, intentando apartarla de esos pensamientos autodestructivos- Deberías descansar. Yo haré la primera ronda-.  

La chica no discutió porque, ciertamente, se sentía cansada. Se tumbó en el suelo y usó la concha del mono como almohada. Era muy incómodo, pero estaban acostumbrados a dormir a la intemperie, en circunstancias mucho peores. 

-Óscar- dijo mientras observaba el humo de la extinta hoguera elevándose hacia el cielo estrellado- ¿Qué harás cuando lleguemos allí? -. 

-Buscaré trabajo- dijo mientras ella le miraba allí sentado de perfil, vigilante. En momentos como ese recordaba mucho a un águila- No será difícil, no hay mucha gente que pueda cambiar de forma. Un día, en el futuro, buscaré una mujer-. 

-Ajá- dijo ella, más interesada- ¿Qué tipo de mujer? -.  

-No tengo prisa en escoger. De momento, tú eres la horma de mi zapato-. 

-Bobo- dijo ella, con una media sonrisa- Buenas noches-. 

-¿Y tú? ¿Seguirás buscando venganza? -. 

Se hizo el silencio. Daniela se incorporó para mirarle a los ojos al hablar. 

-Sabes que sí. ¿O es que no quieres vengarles? -. 

-Prefiero recordarles- dijo él, y se quedó mirando el cielo dando por zanjada la conversación, que habían tenido demasiadas veces para saber a dónde conducía. Las estrellas se reflejaban en sus ojos azules. 

La chica imitó su gesto, y volvió a tumbarse para dormir. Aquella noche, consiguió quedarse dormida rápidamente.  

Cuando, un tiempo después, era ella quien montaba guardia observó a su hermano preguntándose si alguna vez tendría el valor de confesarle todo lo que sentía. Ya había asumido que su amor sobrepasaba lo natural, pero, ¿cómo reaccionaría él ante ello? 

Cuando las náyades como ella estaban muy lejos del agua, veían activados sus sentidos de alerta. A causa de esto, en un par de momentos le pareció oír pasos en aquella oscuridad que les rodeaba. Aunque hacía ya un rato de eso. 

Pese a esto, preparó una nueva daga de hielo. No sabía si acabaría perdiendo a su hermano por sus sentimientos, pero sí que no lo haría por nadie que le hiciera daño. Eso jamás lo permitiría. 

Porque, si alguna vez le perdía, no habría rincón en ese mundo ni en ningún otro donde las hadas pudieran esconderse de ella.  

Fue entonces cuando la explosión la sacó de sus pensamientos. Ocurrió en la lejanía, pero incluso la llanura fue sacudida ligeramente mientras una columna de fuego y humo se elevó hacia el cielo del horizonte, tiñéndolo con un resplandor carmesí.  

Aquel espectáculo destructivo tenía algo de hermoso visto desde lejos, pero no fue lo que más impactó a la chica, ni lo que le hizo ponerse en estado de alerta. La luz de la explosión había iluminado brevemente la llanura.  

Y, con ella, a la figura que se les estaba acercando espada en mano. 

-¿Qué ha pasado? – dijo Óscar, a quien la explosión había despertado. Tuvo que desperezarse rápidamente, ya que su hermana no le respondía y su respiración se escuchaba mucho más agitada.  

Fue al llegar a su lado cuando vio el cuerpo del atacante, que yacía en el suelo con dos dagas de hielo clavadas en el estómago. Su arma, una espada afilada, fue recogida por la chica. El muerto no llevaba calzado, razón por la cual pudo acercárseles con ese sigilo. 

-Piratas trolls- dijo ella mientras le entregaba a él la espada. Óscar sabía lo que significaba: era para su defensa porque ella tenía las armas de la naturaleza- Probablemente una patrulla para saber si había más botín cerca-. 

El chico pensó que probablemente su hermana tenía razón. El troll, de piel verde, era alto para ellos, aunque muy poco para su raza, lo que indicaba que era poco más que un niño. Vestía como un pirata, sombrero incluido. 

Las historias contaban que, después de sufrir el ataque de los gigantes, la devastación en su reino empujó a muchos trolls a la piratería para sobrevivir. Como su población también quedó diezmada, a veces usaban a los más jóvenes para las misiones a priori menos arriesgadas. 

Óscar ni siquiera habló de enterrarlo ya que su hermana, como hada de la naturaleza, compartía la idea de que los cuerpos volvieran a esta sin ceremonias. Pero no era eso lo que más le preocupaba. 

Aunque lo hiciera para protegerse y protegerle, había matado a un niño. Y no mostraba ni el más mínimo asomo de remordimiento.  

A Daniela la recorría una descarga eléctrica. Era su primer asesinato no animal, pero, pasado el momento de más tensión, la sensación desapareció dejando un vacío en su lugar. Y comprendió que, al igual que con los animales, aquello había sido solo por necesidad.  

Lo que de verdad le exigían todos sus sentidos era matar a un hada.  

-La ciudad está en aquella dirección- dijo Óscar, centrándose en el otro misterio para evitar hablar de la frialdad que cada vez percibía más en su hermana- No puede ser casualidad que hubiera una patrulla tan cerca-. 

-¿Qué quieres decir? – preguntó ella, aunque la conexión que existía entre ambos le había permitido ya llegar a la misma conclusión que el chico. Sin embargo, necesitaba oírlo en palabras para empezar a asumirlo como real. 

La ciudad de las mujeres-gato estaba completamente devastada. Desde el aire, los dos hermanos tuvieron una vista de los monumentos derruidos, las columnas de humo elevándose al cielo y las supervivientes que, formando largas procesiones, recogían lo que podían y marchaban en busca de un lugar mejor. 

Aterrizaron en una plaza donde el monumento a la fundadora de la ciudad había sido derribado de su pedestal. Miraran donde miraran las casas, de techos bajos y un color blanco que el sol bañaba, mostraban manchas de sangre y hollín. 

Óscar sentía una extraña congoja. Nunca había puesto un pie en esa ciudad, pero por todas partes el eco de la civilización allí levantada se propagaba como un rumor perdido en el tiempo, que ya no volvería. Tal vez, pensó, solo los que no tenían hogar podían entender lo que allí se había perdido ese día. 

Quiso apresurar a Daniela pues, aunque estaban solos, tendrían que recoger provisiones para su nuevo viaje, esa vez destino a la ciudad de los gigantes mucho más al norte. Y, si alguien los veía, no toleraría que siguieran saqueando aún más su hogar. 

Pero su hermana estaba más afectada que él. Sus claros ojos estaban posados en dos cuerpos tirados junto a la estatua. Eran una mujer gato adulta que protegía con su cuerpo a una niña gata, que estaba bajo ella. Ambas habían sido atravesadas con una espada, y el mango de esta aún sobresalía de la espalda de la mayor. 

El color avellano de sus ojos, y una marca en forma de estrella que tenían bajo el ojo derecho revelaba que eran madre e hija. Con un silbido, la hoja fue extraída por Daniela, que después la dejó caer sobre el suelo empedrado. 

Nadie diría que aquella chica era la misma que no se inmutó ante la muerte del pirata, pues se había arrodillado junto a los cuerpos y, en silencio, rezaba una oración al guardián de los ríos para que llevara sus almas al gran mar. 

-Espérame en la explanada- dijo Óscar poniéndole suavemente la mano en el hombro- Recogeré lo que pueda-. 

A la chica no se le ocurrió discutir. Con lágrimas en los ojos, abandonó volando la ciudad devastada. Lloraba por la madre que dio la vida por su hija, y lloraba por ella misma, la hija que no pudo hacer lo mismo por la suya.  

Cuando llegó a la explanada, se alegró de al menos tener a su hermano. En lugar de decirle que no llorara, entendió sus sentimientos y la apartó del dolor. Sin duda alguna, le quería por eso y cada vez se arrepentía menos de hacerlo. 

Fue al poco de aterrizar cuando se dio cuenta de que no estaba sola. De pie en lo alto de la explanada, una figura adulta cubierta con una capa gris de viaje y una capucha contemplaba la devastación. De un cinto le colgaba un cuerno de madera, como los que se usan para llamar a los centinelas. 

-Es culpa mía…- dijo mientras lágrimas le brotaban de los ojos. Su voz era extraña, como una combinación de todos los sonidos de la naturaleza. Sus piernas eran pezuñas de cabra con un pelaje marrón oscuro. 

Pese a que no le conocía, Daniela se sentía mal en su presencia, como si violara algún tipo de ley sagrada estando ante él. Tanto fue así que cuando aterrizó se aseguró de hacer ruido aun temiendo su reacción al saberse espiado. Pero ella sentía irracionalmente que no tenía derecho a verle sin su conocimiento, y abandonó el sigilo que solía usar en sus viajes. 

-La culpa fue mía- repitió mientras la observaba. Lo único que la chica tuvo tiempo de memorizar de su cara, aparte de una pronunciada perilla marrón, eran sus ojos. De color amarillo intenso, parecían contener toda la sabiduría del tiempo más la furia de los elementos.  

Bajo su escrutinio, Daniela sintió un terror mayor al que había soportado en toda su vida.  

-¿Qué ocurre? – preguntó Óscar cuando, más adelante, aterrizó en la explanada trayendo algunos víveres consigo, los cuáles había llevado en una bolsa que encontró y que se colgó de la garra en su forma de águila. Pese a que su vuelo se había visto dificultado y retrasado, logró desandar el camino. 

El extraño se había marchado, pero la náyade seguía sin habla ni color en las mejillas. Necesitó un rato para tranquilizarse y contar toda la historia hasta el momento en que el otro se desvaneció dejando un extraño aroma tras de sí, como de flores silvestres.  

-¿Viste de que raza era? – dijo el chico mientras las últimas supervivientes abandonaban la ciudad derruida, y el sol alcanzaba el cénit del mediodía.  

-No- contestó simplemente ella, pese a que al respirar el aroma que aún flotaba en el ambiente podía ver de nuevo su mirada terrible- Pero, cuando me miró…no era solo como si pudiera morir. Sentí que en ese momento podía desaparecer como una mota de polvo, y nadie en el mundo se enteraría-. 

Sin dudarlo su hermano, que había dejado los víveres en el suelo junto a ellos, volvió a ponerle una mano en el hombro. 

-Yo me enteraría- dijo sencillamente, y ella no pudo menos que sonreírle. 

Mucho tiempo después, tras la batalla contra Sara y Marta en el pueblo, Daniela flotaba desnuda en una esfera de agua, en medio de un vacío negro e impenetrable. Sabía que estaba muerta porque recordaba perfectamente el impacto del rayo del señor en su pecho. 

Ya no había dolor. Ni siquiera odio. Solo confusión porque aquello no era el gran mar, donde van los espíritus de las náyades. ¿O es que su castigo por haberse rebelado era acabar allí? Daba igual, de poder hacerlo de nuevo, sin duda así sería. 

-¿Lo piensas de verdad? – dijo entonces la voz. Se escuchaba como si viniera de arriba, y de alguna forma reverberaba en toda aquella oscuridad.  

-¿Quién eres? ¿Cómo conoces mis pensamientos? – dijo Daniela abriendo los ojos. No sentía miedo por aquella situación, solo congoja por saber que, estuviera donde estuviera, no la esperaba allí su familia. 

-¿No reconoces mi voz? – insistió el otro. La chica no necesitó concentrarse demasiado para guiarse por el recuerdo y volver a ver al encapuchado de la explanada. Aquella voz suya no se parecía a ninguna otra que hubiera escuchado nunca, y le intimidaba de una forma que ni siquiera el señor había conseguido. 

-Sí, te recuerdo. Pero, ¿quién eres? -. 

-Lo importante no es quien soy sino, ¿qué sientes tú? -.  

Antes de que la chica pudiera responder, muchas hadas en miniatura aparecieron dentro de la esfera volando a su alrededor. Pertenecían a todas las razas, y verlas despertó en ella aquel viejo odio que la consumía. 

-Juraste que las destruirías- siguió la voz- Pero están de nuevo libres-. 

Aquellas palabras terminaron de avivar el rencor dentro de la chica. Sabía que aquellas hadas no eran las reales pero sus semblantes orgullosos mientras volaban, sus caras de felicidad mientras sin ellas haberlo notado siquiera hicieron arder a sus padres fue más de lo que podía soportar. 

Liberó el poder del agua y esta, como una onda expansiva, desvaneció la esfera y a las falsas hadas. La chica siguió flotando, hundiéndose en la oscuridad mientras, desde arriba, la voz seguía hablando con el tono de juez que meditaba si salvarla o no. 

-Ellas las liberaron- dijo, dibujando también en la mente de la otra los rostros de Sara, Marta y Nimue- Antes has dicho que volverías a rebelarte si pudieras, ¿lo harías de verdad? -. 

El fuego de la cabaña ardiendo volvió a reflejarse en los ojos de ella. Los gritos de sus padres mientras ella, impotente, pedía ayuda al guardián del río martillearon de nuevo sus oídos. Y la satisfacción al atravesar a Nimue con la espada se reflejó con una mueca de satisfacción homicida. 

-¿Lo harías? – insistió la voz una vez más. 

«No os perdonaré, no os perdonaré, ¡no os perdonaré! ´´, se repetía la otra mientras luchaba contra la oscuridad que la hundía. No había terminado, pensó. Matar hadas era ahora su forma de sentirse viva. Y, mientras quedara una sola de ellas, la muerte tendría que esperar. 

-Sí. Lo haría- dijo clavando la mirada en la dirección de donde la voz venía, y tendiendo su mano para que la llevara consigo. 

Entonces, la chica soltó un grito de satisfacción al sentir que, como una corriente liberada tras mucho tiempo de ser contenida por una presa, su cuerpo volvía a la vida.  

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